Reino Unido
Una parábola del erotismo
Agustín Blanco Bazán

Para esta nueva empresa de ópera semi-escenificada en el Barbican londinense, Peter Sellars colocó una tarima entre el público y la orquesta. Sobre ella, solistas de negro interpretaron humanos y animales sin representar a estos últimos con orejas, plumas o pieles postizas. Fue gracias a esta idea que la elusiva genialidad de la obra de Janáček finalmente salió a la vista. Porque, mas que un cuento de animales vs. humanos, La zorrita astuta es una parábola del erotismo que los une a todos en una naturaleza común. Así lo propone Sellars desde el comienzo en una escena inolvidable: el guardabosque caza una zorrita niña para llevársela como diversión para su familia. Pero durante el interludio siguiente la niña se transforma en una mujer con la cual el guardabosques hace el amor apasionadamente.
En la escena siguiente, veamos a la zorrita debajo de la mesa y esclavizada en la alternativa doméstica de una obra que no distingue entre perros, posaderos, zapos, maestros de escuela, zorros, curas, pájaros carpinteros, cazadores, saltamontes, posaderos, búhos, amas de casa o gallinas. Todos son lo mismo, “seres que sienten, sufren y buscan la felicidad” como dirían los budistas. Y el sexo, por supuesto, aún cuando en esta obra tampoco hay demasiada diferencia entre machos y hembras.
El mismo Janáček tuvo la idea de asignar a una soprano el rol de ese zorro que comienza tan cortés para abalanzarse de repente sobre esa zorrita que al principio lo rechaza, físicamente dolorida, para finalmente aceptarlo con una calentura liberadora. Imposible dejar de comparar este zorro con el desesperadamente arrebatado guardabosque que comienza tratando de recuperar lo irrecuperable para aceptarse sólo al final de la obra.
Gerard Finley lo interpretó a lo grande, vocal y artísticamente, como un gran corifeo griego capaz de ser a la vez protagonista y observador de su propia vida, como el Rembrandt de los autorretratos. La zorrita de Lucy Crow y el zorro de Sophia Burgos fueron dos mujeres que dejaron al costado los lugares comunes escénicos de “hembra versus macho”, para actuar con delicadísima y conmovedora sensualidad. Y para cantar con voces capaces de expresar lo único verdadero: poesía, humor, ansiedad y, sí, también amor, para usar una palabra tan degradada por el homo sapiens. El diálogo donde la zorrita pide al zorro que para tener mas cachorros espere hasta un mayo que sabemos no vendrá fue de conmovedor: finalmente también ellos envejecen con la cotidianeidad de los humanos.
La aglomerada vitalidad de pasiones en negro ejecutada sobre la tarima fue contrapunteada con la mejor proyección de videos que recuerdo haber visto desde el Tristán e Isolda visualizado por Bill Viola en París. En este caso el microcosmos inicial de la partitura fue correspondido con el palpitante nadar de embriónicos renacuajos que luego se transforman en zapos. Entre este micro y el macro de una imagen satelitaria de la superficie lunar hubo de todo y sin que las imágenes nos abandonaran por un momento: aves, flores, paisajes nocturnos y a pleno sol, dos libélulas haciendo el amor mientras en la tarima lo hacían la zorrita primero con el guardabosques y después con su zorro.
La grotesca escenas del zorro en el gallinero fue acompañada con imágenes de la producción en masa de gallinas y pollitos enajenados en medio de maquinas aniquiladoras. Y la gloria glotona de la zorrita para con sus víctimas fue correspondida con un video de Lucy Crowe devorando unos pinchos de ave con una avidez de comensal de un Mcdonalds.
En el programa impreso, Simon Ratte nos informa que La zorrita astuta fue la obra que como ninguna otra le inspiró a convertirse en director de orquesta. Ello a partir de su intervención como ejecutante de celesta en una ejecución de la Royal Academy of Music dirigida por Steuart Bedford. Ahora, ya como director al frente de la mejor orquesta londinense, Rattle acreditó en el Barbican su capacidad para viviseccionar la partitura en detalles de nitidez clara pero nunca agresiva y siempre con un balance acústico milagroso en medio de la adversa sequedad de la sala. El resultado fue un lirismo reconcentrado y transcendental, magníficamente sincronizado con los videos y la visceralidad de los solistas y coros que cantaron y actuaron muchas veces sin mirar al director, incluidos esos niños/zorritos que tan divertidos parecieron escondiéndose debajo de la tarima cuando apareció el cazador.
Al final de este gran experimento Rattle y la arrebatadora convicción de Finley fueron ilustradas por un otoño glorioso y, sólo como culminación, una pequeña zorrita, para que el público saliera con nostalgia por no poder llevársela a su casa. Pero claro, ¡es imposible! De cualquier manera, como vivo en un barrio londinense frecuentado por zorros, estas noches cortas del verano me cruzo de vez en cuando esos cachorros que frecuentemente se distraen de seguir a la mamá cuando advierten mi presencia. A partir de ahora les silbaré algo de esa maravillosa introducción de la obra de Janáček, a ver como reaccionan.
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