Reino Unido
Grand Hotel Mozart y una historia de cocina
Agustín Blanco Bazán
Hay puestas tradicionales, abstractas, provocadoras, sobreactuadas, estáticas, estilo happening de los años setenta, postmodernistas, etc. Pero, ¿ha llegado tal vez la época de las puestas idióticas? Por ejemplo, esta Flauta Mágica con que Glyndebourne, el más legendario escenario mozartiano de Gran Bretaña, acaba de apuntarse la primicia de haber imbecilizado a su venerado Wolfgang Amadè.
A la flauta de los regisseurs Barbe y Doucet la llamo “idiótica” porque tiene gérmenes de idea buenos, que ellos mismos destruyen enseguida de presentados, para agregar enseguida chistes de show de payasos para fiestas de niños.
Por ejemplo, la idea de metaforizar la Flauta Mágica en el mundo de un Grand Hotel de fines del siglo XIX y principios del XX está de acuerdo con esa misteriosa atmósfera de destinos cruzados que congregan a huéspedes, cocineros, y servidumbres uniformadas en constante ir y venir dentro de un microcosmos de expectativas ilusorias. Porque los grandes hoteles son todos como escenografías de ópera.
Cuando sobre el final de la obertura apareció un Tamino alienado corriendo entre mucamas comencé a urdir una trama consistente en que todo será un sueño de niño rico alienado, bien al estilo de algún personaje salido de novela de Stefan Zweig, que comienza soñando con una serpiente de platos cacerolas y jarrones,…pero no.
Y que bien prometía esa Reina de la noche al principio, se presentaba como una especia de dueña del lugar sobre la escalinata principal, y esas damas que, antes del quinteto “Wie, wie, wie” aparecían rodeadas de sufragistas.
¡Que buena idea eso de presentar la causa de la Reina de la Noche como la líder de mujeres en rebelión contra el insoportable machismo de Sarastro y su cofradía! Pero no: las sufragistas no volvieron a aparecer.
También era interesante la idea de trasladar los dominios del Chef Sarastro a la cocina, porque los buenos cocineros son una cofradía tal vez similar a una secta masónica. Ello a condición que sirvan al texto y espiritualicen su tarea corporativa con un mensaje trascendental, como el de la Babette de aquella gran peli. Pero no: con sus grandes gorros de cocineros, Sarastro y los suyos se la pasaron cocinando una imbecilidad tras otra, entre ellas la de encerrar a Papageno en un horno y hacerlo salir con una manzana de cerdo asado en la boca. Sobre el final, dos enormes piernas abiertas de utilería le son adosadas a Papagena, mientras que debajo de ellas un hornillo vomita una gran cantidad de muñecos recién nacidos que son inmediatamente descabezados.
¿Humor negro? ¿Sugestión nihilista? ¿Brutalismo grotesco? ¿alegato anti-aborticionista? No lo sabremos nunca, porque así son las puestas idióticas, con “ocurrencias” desconectadas del texto y sin narrativa coherente entre escenas. Tal vez, …tal vez…la intención fue hacer reír y espantar al mismo tiempo.
Pretensiones de originalidad y risa como las descritas contrastaron con un movimiento escénico adocenadamente convencional: vestido de cocinero, Sarastro siguió siendo un sumo sacerdote de cartón, y el calderero Monostatos, más roñoso que nunca, siguió usando esos típicos amaneramientos de negroide inferior al resto pero sexualmente mejor dotado con que una tradición teatral racista viene caracterizando al personaje desde el estreno mundial de la obra. En un momento parece como si se estuviera masturbando ante la Pamina dormida, pero no: no vas más allá de un gestito, un tímido refriegue de Harvey Weinstein principiante.
Ciertamente, todos los personajes van y vienen como en un hotel, pero la incoherencia general hace recordar una estación de tren donde nadie parece buscarse, rechazarse o confrontarse. Hay decorados atractivos como la gran escalinata del hall central y una cocina con todo lo que cualquier cocinero necesita para ser feliz. También vemos una bodega de barriles dibujados a lo burdo, y refrigeradores pintados en telones tan bidimensionales como la actuación de los solitas.
La mayor beneficiada de esta producción es Pamina, tal vez por la simple razón que los directores de escena se olvidan de hacerla actuar. Ello daba a Sofia Fomina la oportunidad de agregar algo de su coleto. Algo que prefirió no hacer porque se la pasó mirando ansiosamente al público y al director de orquesta, aún cuando cantó Ach, Ich fuhl’s con magnífico portamento.
En medio de este caos hotelero Brindley Sherrat luchó por imponerse con un Sarastro de excelente timbre y extensión de registro y con todas las notas graves bien colocadas. Y Caroline Wettergreen cantó una Reina de la Noche de radiante coloratura.
Papageno es aquí un comerciante vestido de verde que Björn Bürger interpretó elegantemente, pero sin que el movimiento escénico le permitiera destacarse como esa antítesis de un hombre común frente a las logias masónicas, de cocineros o de lo que sea.
Antes de recibir su gorro de Chef al final de la obra, David Portillo caracterizó un Tamino de voz firme pero demasiado abierta en las vocales y en general algo estridente.
Bien cantado y sobre todo excelentemente fraseado fue el Monostatos de Jörg Schneider. Ryan Wigglesworth impuso tiempos moderados, pero siempre ágiles a una vibrante Orchestra of the Age of the Enlightment.
La prensa local estuvo dividida frente a esta Flauta Mágica, con una tendencia a críticas como ésta, contrarrestada por algunos elogios a ocurrencias que nadie parece haber podido explicar bien.
Los homenajes a los muertos en 2018 impresos en el programa, incluyen un recuerdo de aquella Montserrat Caballé que en 1965 llegó a Glydebourne “sin saber una nota” del rol de la Mariscala. Un miembro del equipo musical estable Gerard Gover “trabajó con ella, y aprendió el rol en seis días.”
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