España - Galicia
Cuestión de alicientes
Alfredo López-Vivié Palencia

Entre los muchos alicientes que supone la asistencia a un concierto destaca el conocimiento de una obra poco programada, la versión diferente de una pieza popular, o el encuentro con un intérprete nuevo. Los tres se dieron en la inauguración de la temporada de la Real Filharmonía de Galicia, esta vez no a cargo de su responsable artístico sino de la directora lusa Joana Carneiro (Lisboa, 1976), actualmente batuta principal de la Orquesta Sinfónica Portuguesa y del Teatro San Carlos.
Carneiro tiene la virtud fundamental de un director de orquesta: sabe mandar. Eso se demuestra con el convencimiento de que uno ha escuchado la interpretación que ella quería, tras las numerosas pruebas dadas a lo largo de la función: el gesto es enérgico, preciso y variado, y no sólo en los brazos sino en el cuerpo entero; la expresión facial resulta inequívoca; el trabajo minucioso queda a la vista cuando no da ni un solo compás por perdido mientras las anacrusas se escuchan a través del sonido de la inspiración pulmonar, lo cual da a entender un sentido innato del pulso; y sobre todo la traducción sonora de interpretaciones que revelan un concepto compacto y coherente. Me uno, pues, al pataleo que le dispensó la orquesta al final del concierto, que significa celebración y deseo de que vuelva pronto.
Nunca antes había escuchado Shaker Loops de John Adams, pero si su casi media hora de duración se me pasó en un suspiro es que la cosa fue mejor que bien. Se trata de una obra de juventud, estrenada como cuarteto en 1977, adaptada a septeto al año siguiente, y por fin revisada y ampliada a orquesta de cuerda en 1982 en pleno florecimiento de los compositores minimalistas (“repetidores” les llamaba irónicamente Pierre Boulez). El genio de Adams está en que la repetición nunca resulta aburrida en una pieza –su título es más que ilustrativo- que no deja de moverse casi siempre en tiempos muy ligeros, merced al juego tímbrico de los instrumentos que se consigue también con multitud de divisi, y a un muy sutil empleo de las síncopas para dar impulso. En esta música Carneiro se encuentra como pez en el agua, y la orquesta se lo pasó estupendamente tocando con gran limpieza una obra que le sienta de maravilla (otra cosa es que el esfuerzo físico deba pagarse con una intensa sesión de fisioterapia).
Suponía que para la Cuarta Sinfonía de Chaicovsqui se contratarían unos cuantos refuerzos para la cuerda. Pues no: sólo los estrictamente necesarios en el metal y la percusión. Con esos mimbres Carneiro se las apañó para dar una versión más que aseada, entre otras cosas porque sólo permitió que la fanfarria sonase a pleno pulmón al comienzo y al final de la obra, y porque siempre supo transmitir la fuerza y la brillantez de esta sinfonía. Tal vez esa obsesión de no tapar a la cuerda descuidó el fraseo –los solos de la madera en el segundo tiempo salieron bastante cuadriculados-, pero sí propició un Scherzo primoroso. Aun así, tocar esto con tres contrabajos siempre sonará un tanto esquelético, por muy buenos que sean -que lo son- los de la Real Filharmonía; y por mucho que se exija al conjunto de la cuerda -que no se arredró ante la exigencia-, a costa de un empaste que no fue siempre ideal.
Fue un buen concierto que me renovó el orgullo de compostelano adoptado. La mala noticia estuvo en el patio de butacas: tras varios cursos con la sala casi siempre llena, la pasada temporada ya se constató un paulatino descenso del público, que esta noche se cuantificó en una alarmante cuarta parte de ausencias. Está claro que los conciertos de pretemporada en los barrios de la ciudad no consiguen atraer a nadie al Auditorio de Galicia; por lo tanto, a quien corresponda le toca echarle imaginación –y algo más que imaginación- para que los santiagueses vuelvan a sentir los alicientes de la música en vivo y disfruten del lujo de su orquesta y de su auditorio.
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