España - Madrid
El caserío: regocijo del alma vasca
Germán García Tomás

Más de cuatro décadas llevaba sin subir a escena la zarzuela de costumbres vascas El caserío de Jesús Guridi (1886-1961) al coliseo que vio su estreno el 11 de noviembre de 1926, en pleno apogeo de la zarzuela grande de reivindicación y exaltación rurales. Era conveniente por ello el retorno a su escenario primigenio, y el Teatro de la Zarzuela ha elegido para inaugurar su presente temporada una producción del más popular título lírico del maestro vitoriano que ya posee un conocido recorrido, pues ha podido verse desde 2011 en ciudades como Bilbao, Oviedo y Madrid, la última de las ocasiones hace cuatro años en la Sala Roja de los Teatros del Canal de la capital española.
Como ha podido constatar el que firma estas líneas en este último escenario, la propuesta escénica de Pablo Viar, lejos de resultar anquilosado y previsible, sigue teniendo el mismo encanto y refinamiento a la hora de retratar con vívido realismo los escenarios donde se desarrolla la acción de esta historia rural en torno a la incontestable autoridad de la vivienda prototípica del paisaje vasco: ese caserío Sasibil que regenta Santi, alcalde de la aldea imaginaria de Arrigorri. Como decorados recreados con esmero y detallismo por el director del Teatro, Daniel Bianco, en su escenografía, se nos presentan, ya completamente familiares, tanto el muro con la puerta de entrada a la propiedad como el imponente frontón y las gradas adyacentes donde se desarrolla el disputado partido de pelota en el que uno de los dos sobrinos de Santi, el pelotari José Miguel, conseguirá una importante victoria. Aun así, nos sigue chirriando que durante el hermoso dúo de Ana Mari y Santi del segundo acto (“Con alegría inmensa”) justo al lado de ellos se esté desarrollando el partido con evoluciones mímicas, restando intimidad a la conversación entre tío y sobrina, determinante en la trama, pues es cuando conocemos la resolución de la joven de contraer matrimonio con su maduro tío para asegurar la pervivencia del caserío.
Otro de los aspectos más destacados, y a la vez más discutibles, de este montaje es el sustancial recorte que sufre el libreto original de Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw, un hecho que, a quien esto escribe, le soliviantó sobremanera en su día. Como en 2015, vuelven a encadenarse sin solución de continuidad los tres actos de la obra, quedando la función en una hora y cuarenta minutos, lo que hace ganar en una agilidad fuera de toda duda, pero en contrapartida se desdibujan los perfiles psicológicos y las motivaciones de los personajes, especialmente de los secundarios (Txomin, Inosensia, Eustasia y Manu). Lo cierto es que debemos rendirnos a la evidencia de lo que vemos delante de nosotros, pues todos esos diálogos cortados que quizá no llegarían al espectador actual se suplen mediante la poderosa fuerza de los briosos bailes regionales a cargo de la Aukeran Dantza Kompainia, sobresaliente durante el magistral preludio del acto segundo y en la espatadantza del mismo acto. Y por encima de todo, la embriagadora y envolvente música de Guridi, caracterizada por una vena melódica de amplios vuelos líricos capaz de emocionar al menos amante de la zarzuela, que a buen seguro caería rendido ante la soberbia construcción orquestal, que apunta maneras cinematográficas, el manejo de las voces solistas y corales o el empuje rítmico de los cantos populares, un folclore del que el maestro vasco, un compositor pleno en la gran variedad de géneros musicales que cultivó, bebe directa o indirectamente.
Tenía pensado acudir al primer reparto, que integraban cantantes de gran solidez que están triunfando tanto en ópera como en zarzuela, como el barítono Ángel Ódena, la soprano Raquel Lojendio o el tenor Andeka Gorrotxategi, y que tenía bastantes ganas de ver, pero al final sólo pude presenciar un más que estimable segundo reparto.
Sin llegar a conseguir una recreación canora ideal, el barítono José Antonio López compone un Tío Santi con autoridad vocal, pese a pecar de ataques un tanto bruscos, de poca variedad en el canto y no ahondar demasiado en la nobleza expresiva que define al personaje. Considero que la por otro lado magnífica soprano y gran artista Carmen Solís no es una voz que encaje plenamente en el papel de Ana Mari, pues es una lírica plena, y el personaje demanda más una lírico-ligera, una voz menos densa y con menor poso y morbidez (lo han abordado sopranos líricas plenas con coloratura como las históricas Pilar Lorengar y Dolores Pérez -Esta, pese a su acusado registro grave, cantante adaptada a múltiples registros-). Por lo apuntado, intuyo que, por sus características vocales, la canaria Raquel Lojendio ha sido una mejor elección en el primer reparto. Pese a ello, y a un vibrato que en Solís tiende a acrecentarse por su categoría vocal que le acerca más a una spinto, fue la suya una recreación sincera del papel de la joven sobrina, defendiendo con holgura su irresistible racconto del tercer acto (“En la cumbre del monte”).
Carmen Solís encuentra en José Luis Sola un compañero ideal. El tenor navarro, un lírico pleno que frecuenta con asiduidad el Teatro de la Zarzuela, brindó su acostumbrado apasionamiento y virilidad al personaje de José Miguel, al que ya había interpretado en los Teatros del Canal en 2015 y antes en Bilbao. Aunque su voz no posee una gran amplitud, proyecta estupendamente y su línea de canto es deliciosa y elegante, preñada de medias voces que enriquecen su prestación general, luciendo en el dúo con Ana Mari del primer acto, en su sentida romanza “Yo no sé qué veo en Ana Mari” y el concertante final del acto segundo. Aun así, en esta función comentada tuvo un clarísimo despiste en la segunda estrofa de la canción de los versolaris, que omitió yéndose directamente a la tercera y última, intentando enmendar el error como pudo y que también enmarañó a su compañero Jorge Rodríguez-Norton. Este tenor avilesino (que se ha convertido en el tercer español en cantar en Bayreuth este pasado verano como el Heinrich der Schreiber de Tannhäuser) repite también del reparto de 2015 en el mismo personaje cómico de Txomin, al que le ha cogido el punto perfecto, pese a algún exceso de énfasis, y su partenaire, la mezzosoprano Ana Cristina Marco, es una pizpireta Inosensia que derrocha encanto en escena.
El resto del reparto actoral, al igual que el memorable trabajo del Coro de Teatro, cumple y hace verosímil una función de El caserío cuya garantía de éxito a nivel musical se halla en el foso de la mano de Juanjo Mena, una visita a La Zarzuela que ha supuesto todo un acierto. El internacional maestro vitoriano, como el propio Guridi, hace suya una música que le es connatural por sus raíces, y cuyo concepto reconoce que ha revisitado ampliamente respecto a su grabación de 2001 de la obra completa para el sello NAXOS junto a la Sinfónica de Bilbao, en donde contó con un ya maduro Vicente Sardinero, además de con Ana Ibarra y Emilio Sánchez. Si en ese registro la batuta parece estar un tanto constreñida y resultar un discurso general anodino y hasta plúmbeo, ahora se libera mostrando sin reservas toda el alma vasca que destilan los pentagramas de Guridi, mediante un pulso ágil, fresco y dinámico que hace de la escucha de El caserío una experiencia gozosa.
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