España - Castilla y León
De derrota en derrota hasta la victoria final
Samuel González Casado

Después de un primer concierto de temporada algo irregular, se produce el que parece ser una de las cumbres de la temporada: el del n.º 2, un “todo Chaikovski” que podría ser juzgado tan comercial por las obras como inhabitual por el formato. Como ocurre siempre, estas apreciaciones apriorísticas pueden languidecer ante la importancia de los resultados, que en este caso fueron apabullantes.
En el Concierto para violín, e incluso antes que el solista, lo primero que destacó fue el sonido de la orquesta, que Pinchas Steinberg consiguió convertir en una especie de tapiz. No hay duda de que este director es un esteta y disfruta calibrando volúmenes, imbricando timbres... para conseguir una suerte de uniformidad que curiosamente abre todas las posibilidades del mundo, como demostraría en su inolvidable Quinta y desde luego en el Concierto, aunque aquí, claro está, todo el protagonismo se cedió al violinista Vadim Gluzman, que no defraudó.
En un análisis completo de la interpretación de Gluzman podrían entresacarse algunos aspectos que evitaron que todo fuera redondo: a su concepto, por ejemplo, le faltó coherencia en los tempi, tanto en un nivel general (rapidísimo movimiento final en contraste con el amor por el detalle del resto) como particular (algún repentino acelerón), lo que dificultó la sincronía, si bien el mayor escollo (último movimiento) se solventó con gran talento. También podría decirse que en algunas agilidades puntuales la afinación se desdibujó algo. Pero ahí acaba todo, porque realmente Gluzman hizo tan bien lo que hizo bien que su labor hubiera resultado igualmente admirable con defectos —si es que se les puede llamar así—mayores.
Y es que el sonido que Gluzman extrae al famoso Leopold Auer es inolvidable: robusto en el centro y cristalino en los agudos, se explota para que todo resulte patente y espléndido. Musicalmente, la versión de Gluzman está repleta de sutilezas bien elegidas, con finales de frase muy intencionados y una perfecta ligazón en su especial pero no azaroso fraseo. En estos aspectos, tanto la cadencia del primer movimiento, desde luego la mejor que yo he escuchado en directo, como la Canzonetta, fueron un escaparate para admirar hasta qué cotas puede llegar la colaboración entre una obra genial y un artista a su altura.
De la primera siempre recordaré el trino final, que se presentó de todos los colores antes de convertirse en un susurro y volver a aparecer prácticamente de la nada para engarzarse con la orquesta; y de la segunda la absoluta coherencia y la perfección técnica al servicio de la más pura poesía, con lo que se transitó por un clima muy especial, como si nada más pudiera existir fuera de la música. Seguramente los fuegos artificiales del Finale, como se ha apuntado, hubieran ganado con otro tempo, pero la brillantez de Gluzman fue excelentemente complementada por la orquesta; por tanto, sería absurdo negar que el efecto fue impecable y el disfrute del público máximo, como demostraron la ovaciones y las múltiples salidas a escena.
Para Steinberg, el alma de la Quinta sinfonía de Chaikovski es el segundo movimiento, y de hecho el cambio de cariz que la interpretación experimentó del primero al segundo fue evidente. En el primero, las tensiones parecieron ser domadas desde una estructuración bastante lógica, casi podría decirse que karajaniana, y discretas intervenciones de la percusión. Todo estaba en su sitio y la intencionalidad se captaba en una medida satisfactoria, con el foco puesto en ese sonido maravillosamente equilibrado de Steinberg, que permite gran transparencia hasta el forte y por tanto dotar de significado cualquier pasaje gracias pequeños matices de maderas, chelos, etc. (lo que se suele llamar color).
Pero algo ocurrió en el segundo: de repente, la orquesta pareció implicarse al máximo, y Steinberg la motivó hasta límites cercanos a la extenuación. Los contrastes se exacerbaron y, si las gradaciones dinámicas siempre habían sido ejecutadas magistralmente, ahora añadieron un grado de radicalidad y desesperación difícil de describir. Y todo esto ya desde la altísima cota impuesta por la increíble intervención del trompista Alfredo Cabo, fundamental para que el público se introdujera inmediatamente en las casi insoportables tensiones que habrían de llegar.
Hubo que ser muy insensible para no emocionarse, para no exaltarse, con ese Andante Cantabile envenenado de Steinberg y la OSCyL; y así, después de la tempestad, el amable vals subsiguiente supuso un alivio. Pero creo que su intención fue la de aparentar una sibilina y poco misericordiosa tregua antes del terremoto final, todo él en la línea de las partes más tensas del segundo movimiento.
Los músicos se emplearon al máximo, y ese patente esfuerzo físico amplificó más si cabe toda esa plétora de sentimientos encontrados que los grandes maestros saben extraer y hacer suyos en este Finale; como cita el escritor Leonardo Padura en el excelente documental Cuba crea, presentado en la SEMINCI de Valladolid en coincidencia con la génesis de esta crítica: “De derrota en derrota hasta la victoria final” (Churchill). Y esta victoria, como de todos es sabido, es la de la muerte, con su señorial y famosa marcha, de nuevo inmejorablemente planificada para ofrecer ese contradictorio efecto conclusivo que parece culminar la sinfonía a lo grande y solo pone de manifiesto hasta qué punto una celebración —especialmente esta, pero también otras— puede ser dictada desde un orden salvajemente cruel.
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