Alemania
La ingenua criatura del monstruoso Dr. Frankenstein
Juan Carlos Tellechea
El compositor alemán Jan Dvořák (Hamburgo, 1971) obtuvo un resonante triunfo con su ópera Frankenstein, estrenada entre vítores y ovaciones bajo la régie de Sebastian Schwab y dirección musical del italiano Giuliano Betta, en el magnífico Musiktheater im Revier (MIR) de Gelsenkirchen, palpitante corazón de la Cuenca del Ruhr.
Dvořák, quien no tiene ninguna relación familiar con el célebre compositor checo Antonín Dvořák, centró la historia de la famosa novela de la británica Mary Shelley en el monstruo, representado aquí por un muñeco de tamaño real y 7,5 kilos de peso que animan sobresalientemente tres fenomenales titiriteras (Evi Arnsbjerg Brygmann, Anastasia Starodubova y Eileen von Hoyningen Huene) que le prestaron además su voz, acaparando con su extraordinaria labor gran parte de las aclamaciones de la velada.
Toda la acción se desarrolla en un auditorio (escenografía, Britta Tönne), como el de una facultad de medicina, efectivo y versátil, que a veces se convierte en una escarpada ladera de los Alpes por la que trepa el científico suizo Viktor Frankenstein (magnífico el barítono polaco Piotr Prochera), creador del engendro, tratando de huir de la terrible realidad que él mismo imprudentemente gestara.
La puesta de Schwab (Francfort del Meno, 1977), también actor y músico, lleva a una honda reflexión de gran actualidad sobre la experimentación científica en nuestros tiempos, con las nuevas y asombrosas (más que diabólicas) tecnologías genéticas.
La presente es la segunda puesta de este director escénico, tras Klein Zaches - genannt Zinnober de la banda berlinesa Coppelius, la primera ópera steampunk del mundo (inspirada en el cuento homónima de E. T. A. Hoffmann de 1819), estrenada en 2015 en este teatro. El personaje fue evocado también en los Cuentos de Hoffmann (1881), de Jacques Offenbach.
La historia se expone desde diversas perspectivas. A diferencia de la novela de Shelley, el monstruo aparece en la ópera desde un comienzo y relata cómo nació y cómo cobró conciencia de sí mismo. Frankenstein entra más tarde y actúa como el segundo narrador junto a su abominable criatura.
El compositor había estrenado una primera versión en 2018 en Hamburgo (para el bicemtenario de la publicación de la novela) que fue revisada y adaptada ahora expresamente para la ópera de Gelsenkirchen. Dvořák la había creado sobre la base de la música incidental que compusiera en 2014 para el Teatro de Basilea. Así es fácil entender cómo surgió esta estructura que parece un poco retorcida. Actualmente el Teatro de Basilea ha subido a cartel Los cuentos de Andersen, con música del estadounidense Jherek Bischoff (Sacramento/California, 1979) y libreto del propio Dvořák.
El relato del monstruo es ilustrado a través de dieciséis imágenes que representan sendos lugares diferentes de Europa, hasta el Polo Norte. Los parajes son creados en la mente de los espectadores por el lenguaje y los inusuales atuendos, a veces incluso grotescos, de la vestuarista chileno-alemana Rebekka Dornhege Reyes, mientras los decorados sobre el escenario (el hemiciclo antes mencionado) permanecen inmutables.
Los textos de Dvořák, cantados, declamados y recitados, son de un poder narrativo tan intenso que el público atónito, completamente atrapado por la trama, podría muy bien imaginar las diferentes situaciones cerrando los ojos y escuchando las voces junto con la sugestiva y apuntalante música, como la de una banda sonora cinematográfica.
Brillante, en este sentido, fue el trabajo de Betta desde el foso al frente de la Neue Philharmonie Westfalen, interpretando con escrupulosa precisión la partitura. Lo que falta, con muy pocas excepciones, son arias genuinas, dúos e intervenciones vocales conjuntas, aunque sin duda la idea de la utilización de un coro de cámara como espejo de Frankenstein resultó excelente. Los papeles femeninos, bellamente encarnados por la soprano Bele Kumberger (Elisabeth Delacey) y la mezzosoprano japonesa Rina Hirayama (la niñera Justine), ofrecen los pocos momentos de arias líricas que definitivamente se echan de menos aquí.
El voyerismo es inevitable. Para mostrar la época crucial en la que vivió la autora de la novela fueron varias veces diseccionados cadáveres sobre el escenario. De ahí la elección de un aula como las utilizadas en los cursos de anatomía. Con su espacio cerrado el auditorio parece también el ruedo de una plaza de toros e incluso una prisión. Es en ella que tiene lugar la terrible y escalofriante confrontación entre Viktor y su engendro, cuando éste le dice que no quiere quedarse solo y que necesita asimismo una compañera con la que compartir su vida (y, lo que sería peor aún, multiplicarse).
La sala sigue con suma expectación y comparte con extrema emoción cada uno de los acontecimientos que se desarrollan sobre tablas, inspirados en aquella novela de horror de más de 200 años de antigüedad, una de las más famosas de la literatura romántica y fantástica, escrita en Ginebra en el verano de 1816.
El cuento había sido un buen pasatiempo aquel verano sin verano. Los cielos se encapotaron durante meses en todo el planeta por a densa cortina de cenizas (160 kilómetros cúbicos) que causara la violenta erupción del volcán Tambora, en la isla indonesia de Sambawa el año anterior. Fue aquella la explosión volcánica más importante y destructiva de la época moderna, cuatro veces más catastrófica que la del Krakatoa en 1883.
En esa estancia estival junto al lago de Ginebra, Shelley (Godwin de soltera) se encontraba acompañada por su entonces pareja, Percy Bisshe Shelley, el escritor Lord Byron, el médico de éste John William Polidori y la escritora Claire Clairmont (hermanastra de Mary).
La estructura narrativa de Dvořák muestra adrede una clara ruptura. Si bien al principio el monstruo ocupa el foco principal como un asesino contra su voluntad, desde la mitad de las dos horas y media de entretenida representación Frankenstein es incontestablemente el verdadero criminal, no su criatura que despierta en cambio la compasión de toda la platea.
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