España - Galicia
Paladas a las dictaduras
Paco Yáñez
Una temporada más, la Orquesta Sinfónica de Galicia nos vuelve a presentar una programación escasamente imaginativa marcada por la ausencia de los grandes compositores de nuestro tiempo, así como por una empecinada reiteración de partituras; cuando no, de ciclos sinfónicos traídos sin el más mínimo sentido de la efeméride, como lo fueron, en cursos anteriores, los de Beethoven y Chaicovski, y en las temporadas 2018-2019 y 2019-2020, el de un Dmitri Shostakóvich (San Petersburgo, 1906 - Moscú, 1975) que goza de una presencia en la OSG que para sí quisieran otros compositores coetáneos al ruso que apenas o nunca se han programado en A Coruña, eludiendo la dirección artística de la orquesta (y privando a su público), así, muchos de los debates estéticos que diversificaron el curso de la música a lo largo del siglo XX.
Fruto de tan sesgada concepción del arte de programar, es el que hoy en día hasta hayan desaparecido de la temporada herculina conciertos monográficos como los vividos otrora con partituras tan significativas como la Turangalîla-Symphonie (1946-48), de Olivier Messiaen, o la Sinfonia (1968) de Luciano Berio; por no mencionar el largo cortejo de ausencias que, a posteriori de la muerte de Shostakóvich, jalonan el enriquecimiento estético del pasado siglo, por lo que podríamos hablar, en este sentido, de un carácter regresivo en una programación abiertamente descolgada de la música actual más sustancial (como desde hace años uno viene denunciando, sintiéndose al respecto, por tomar un símil de un compositor netamente sinfónico que también padeció en sus carnes el azote del conservadurismo más abyecto, cual San Antonio predicando a los peces).
Así pues, recalamos de nuevo en uno de los repertorios más trillados por la OSG: el ruso; si bien, al consultar antes del verano la programación para la temporada 2019-2020, veíamos que este tercer concierto de abono tendría, al menos, el aliciente de estar dirigido por una batuta con galones en dichas partituras: la del ya veterano (87 años cuenta) Vladímir Fedoséyev. Pues bien, días antes del concierto se anunció la baja (por enfermedad) del petersburgués, haciéndose cargo del mismo el director asociado de la OSG, el también percusionista de la orquesta José Trigueros, un músico de cuyo estreno al frente de esta formación dimos cuenta en febrero de 2017, destacando, ya entonces, su buen hacer con la batuta (con un repertorio más contemporáneo e innovador: opción que, tristemente, no ha repetido Trigueros al frente de la OSG). En esta ocasión, habiendo asumido el programa tan sólo cinco días antes del concierto y con una semana de escasos ensayos de por medio (otra lacra que asola a nuestras orquestas: unas insuficientes horas de ensayos que, además, han ido menguando con el paso de los años y que lejos quedan de la carga laboral del trabajador medio por cuenta de una institución pública en Galicia), bastante hizo Trigueros con sacarlo adelante sin que se resintiese mayormente el resultado a nivel técnico, deparando su esforzado aprovechamiento de las pocas horas que ha trabajado con la orquesta una primera parte simplemente justa; y una segunda, realmente notable...
...y es que era difícil que, con tan poco tiempo de ensayos (sin que el director se haya podido apropiar, creativa y artísticamente, de la partitura, ya no sólo durante esta semana, sino durante años de estudio previos; pues, que tenga constancia, era la primera vez que Trigueros dirigía ambas obras), se sacase adelante con excelencia el Concierto para piano y orquesta Nº2 en sol menor opus 16 (1912-13/1923) de Serguéi Prokófiev (Sóntsovka, 1891 - Moscú, 1953), una de las páginas concertantes técnicamente más endiabladas de la primera mitad del siglo XX, y uno de los puntos álgidos en el catálogo de un Prokófiev que, sabido es, tuvo que reescribir la partitura tras su destrucción durante la Revolución rusa: reescritura que se favoreció del hecho de que el propio compositor había sido el solista en el estreno (así como en el reestreno de 1924). Ya el comienzo del 'Andantino - Allegretto' mostró que director y orquesta iban con pies de plomo, sin asumir riesgo alguno, sabedores de la enrevesada construcción de su tejido orquestal y de las tan particulares relaciones entre solista y orquesta. De este modo, se llevó el desarrollo del primer movimiento con un tempo predominantemente lento, quedando la obra, así, un tanto deslucida y roma, pues si algo nos presenta el opus 16 del volcánico primer Prokófiev es una página de un arrojo y una energía feroces, propia de un momento de renovación estética en Europa marcada por el Futurismo y la impronta de unos mecanismos sonoros de los que también bebe este concierto.
Momento crucial en el primer movimiento es la monumental cadencia, que ofrecía la posibilidad a Varvara Nepomnyaschaya de dar rienda suelta a una concepción más interiorizada de la partitura; y doy fe de que lo ha hecho, pues la suya ha sido una cadencia extremadamente personal: fruto de un enfoque en alto grado creativo, así como de una técnica tan sólida como a la que los estudiantes de los conservatorios rusos nos tienen acostumbrados (Varvara lo fue del Chaicovski de Moscú), y de un recorrido por la historia como alfaguara de la que se nutre este verdadero núcleo estructural y conceptual del 'Andantino - Allegretto'. No estamos, de entrada, ante una cadencia en un solo bloque, unitaria y poderosamente aguerrida, típica -pongamos por caso mi versión predilecta de este concierto- de un Vladímir Áshkenazi, que en su grabación con André Previn para la Decca (452 588-2) nos deja abrumados en un ejercicio de virtuosismo apabullante en cada compás, dirigiendo la misma hacia un final de movimiento implacable. La cadencia de Varvara ha sido más cerebral y sofisticada, así como conducida desde el posromanticismo al futurismo, con un particular rubato que ha utilizado sutilmente para convertir la cadencia en una construcción netamente episódica. Así, en los primeros compases pareció evocar el piano de Skriabin, con su cromatismo suspendido y una marcada sensualidad en el fraseo. Posteriormente, serían ecos de Franz Liszt (compositor bien conocido por Varvara, cuya Sonata en si menor (1852-53) tocará el 3 de diciembre en Barcelona) los rescatados; por tanto, ya más aguerridos, pero sin abandonar un legato y un sentido de la frase aún tradicionales. En el último bloque de esta cadencia tan ecoica e intelectualizada, Varvara hace partícipe a Prokofiev de un Suprematismo que, de forma prácticamente coetánea, se gesta en Rusia cuando se estrena este concierto (más, aún, en el momento de la revisión del año 1923), estructurando su piano en bloques independientes y acerados, cual constructos arquitectónicos que chocan entre sí y se superponen sin perder, por ello, su naturaleza ni sus geometrías, al modo de los lienzos futuristas de Kazimir Malévich (expuestos en San Petersburgo cuando Prokófiev escribe su opus 16). Fue, por tanto, la cadencia lo más interesante de un primer movimiento tras cuya exposición la OSG entró, de nuevo, de forma plomiza sobre el piano, sin énfasis ni proyección vertical de los bloques lanzados por Varvara en los compases finales del desarrollo de la candencia, por lo que si ésta terminó en lo más contemporáneo de la escena artística rusa de 1913, la orquesta se fue, en su rúbrica, varias décadas atrás, al universo de un Chaicovski (y de orden celibidacheano).
Si el primer movimiento apenas había mostrado fulgor ni caracterización entre Andantino y Allegretto, el segundo sí resultó más convincente, con un 'Scherzo' verdaderamente vivace que dotó de una muy otra vida a la lectura de la OSG, con mayor definición y un encuentro con la solista más vigoroso y acerado, rubricado de forma contundente y muy plástica en su golpeo final. Mientras, el 'Intermezzo: Allegro moderato' volvió a cambiar radicalmente el tempo y el color, con un comienzo cargado de tuba y percusión que expuso un halo sombrío y amenazador muy efectivo, por contraste con el luminoso 'Scherzo'. También hay que destacar, aquí, el trabajo de Juan Antonio Ferrer (que estaría inmenso en la segunda parte del concierto), en el clarinete principal, y de Steve Harriswangler, en el primer fagot: maderas que ofrecieron algo más de luz y personalidad en un tercer movimiento marcado por las tinieblas de su comienzo, más moderato que allegro propiamente dicho. Por su parte, Varvara ha incidido en las tan particulares relaciones de piano y orquesta en este tiempo, aportando aquí dosis de humor; especialmente, en los compases más mecánicos, con unas escalas que, en su virtuosismo ensimismado, resultaban de lo más teatral frente una orquesta tan aplomada y circunspecta. Ello ha deparado, hasta por propia fenomenología derivada del tempo -que diría Celibidache-, una notable transparencia, de forma que Trigueros protegió (diría que con criterio, vistas las circunstancias que han precedido a este concierto) a sus músicos, sin obligarlos a acelerar ni a enardecer una interpretación, así, simplemente correcta (prácticamente, una lectura orquestal), en la que se ha echado en falta el modernismo salvaje y brutal que Prokófiev pone sobre los atriles. En todo caso, el clímax del tercer movimiento deparó uno de los momentos más convincentes en la ejecución (más que interpretación) de este concierto, muy asertivo y rotundo en los metales, así como con un sutil y bello rallentando en las maderas.
Algo de ello se contagió a un 'Allegro tempestuoso' que comenzó con ímpetu y algunas licencias más creativas en la batuta de José Trigueros, con un rubato bien marcado para ralentizar el edificio orquestal en los temas de una cuerda grave, como casi siempre en la OSG, con solidez y buena definición, prácticamente aislando cada fraseo. La primera de las cadencias de este cuarto movimiento volvió a ser expuesta por Varvara con lentitud y una gran transparencia, además de reverberando otros modos de entender el teclado: desde el contrapunto bachiano hasta el propio melodismo de Rachmaninov (si tal cosa hubiese admitido Prokófiev); quizás, de ahí, una posterior entrada de la OSG sobre esta primera cadencia igualmente más rachmaninoviana que fiel a lo que este virulento Segundo concierto es. Por lo que a la última cadencia se refiere, la atacó Varvara de forma solemne y sombría; de nuevo, con ciertas reminiscencias de Skriabin, por su suspensión cromática, si bien toda esta articulación poliestilística a la hora de convocar referentes en las cadencias concluyó con una afirmación del yo de Prokófiev como resultado final, con su poderoso mecanismo, exigente digitación y virtuosismo, lo que nos lleva a pensar que esta pianista, aun con su juventud (pues cuenta 35 años), es capaz de adentrarse en la partitura ya no sólo para dar las notas, sino para ver qué hay detrás de ellas, brindando una interpretación analítica muy bien estructurada y de considerable madurez artística. Frente a tanto producto de mercado como nos rodea en el mundo del piano, resulta alentador escuchar un enfoque humanista y respetuoso con la tradición, como el que, en general, representa la escuela rusa, y Varvara, como fiel heredera de la misma. Desde tales planteamientos, solista y orquesta se unieron, ahora de forma ya integrada, para regalarnos un final más logrado y convincente que la mayor parte de una lectura del Concierto para piano Nº2 que, en lo orquestal, apenas pasó de eso: de lectura (con el 'eximente' de las circunstancias que rodeaban a esta velada, como antes les hemos especificado).
Tras los prolongados aplausos, Varvara nos ofreció como propina la séptima de las Diez piezas para piano opus 12 (1906-13) de Serguéi Prokófiev, partitura coetánea al opus 16 que tan bien casa con el propio concierto antes escuchado, cuya lógica de virtuosismo prolongó la pianista moscovita con gran énfasis en el color y en la técnica, sin escatimar pasajes de acusada delicadeza, incluidos los ágiles arpegios de mano derecha que dan nombre a la partitura (también conocida como "Arpa") y con los que hace partícipe a esta pieza de los mecanismos y contrastes dinámicos del Concierto Nº2, por lo que la lógica en el bis fue, esta vez, total, prolongando unos minutos más nuestra incursión en los paisajes acústicos de la efervescente Rusia prerrevolucionaria.
Las mayores dificultades de la OSG en la primera parte del programa hay que comprenderlas, también, no sólo en clave de dinámica de ensayos, sino por lo escasamente que se programan partituras rusas de la época más modernista (segunda, tercera y cuarta década del siglo XX; diríamos que hasta el 28 de enero de 1936: fecha en la que aparece en Pravda la tristemente célebre Galimatías en lugar de música: crítica con la que se condenaba la soberbia Lady Macbeth del distrito de Mtsensk (1930-32), de Dmitri Shostakóvich). De este modo, partituras como las sinfonías Segunda (1927), Tercera (1929) y Cuarta (1935-36) del propio Shostakóvich*; o la Tercera (1928) de Prokófiev, raramente se escuchan en las temporadas de la OSG, en detrimento de las sinfonías compuestas a partir de la Quinta (1937) de Shostakóvich, lo cual depara un dominio por parte de la formación herculina muy superior de estas páginas, como escuchamos el 23 de noviembre de 2018, con la Sinfonía Nº7 en do mayor "Ленинградская" opus 60 (1941), y el 5 de octubre de 2018, con la Sinfonía Nº11 en sol menor "1905-й год" opus 103 (1956-57); ambas, en sobresalientes versiones dirigidas por Dima Slobodeniouk. Así pues, por tradición interpretativa (de la que él mismo ha formado parte como percusionista), José Trigueros lo tenía todo de cara para afrontar al que considero compositor que mejor defiende la OSG desde hace años, abordando en esta ocasión una página bien conocida por la orquesta herculina como la Sinfonía Nº10 en mi menor opus 93 (1953).
Fiel a esta dilatada tradición shostakoviana, la lectura interpretada esta noche en A Coruña resultó realmente notable y, desde luego, muy superior a nivel técnico y expresivo con respecto a lo escuchado en la primera parte. Sin embargo, con el concierto para piano compartió esta Décima un comienzo lento, lúgubre y elegíaco (más pertinente aquí que en el opus 16 de Prokófiev): parte de una dramaturgia que Trigueros comprendió a la perfección, y que nos muestra la partitura como una progresiva afirmación de yo; cuando no, como una palada sobre el féretro de Stalin. El contraste entre el lamentoso 'Moderato' inicial y el asertivo y triunfal 'Andante - Allegro' final, así nos lo comunica, desgajando Trigueros y la OSG cada estación en esta consolidación del autor, hasta llegar a la exposición flamante del motivo DSCH (re - mi bemol - do - si) en el cuarto movimiento, sin escatimar los juegos que previamente realiza Shostakóvich en los tiempos previos: perfecta radiografía de la penosa reconstrucción de su identidad que supuso el paso por los años del terror estalinista, cuyo final -al menos el de la vida de Stalin- tuvo lugar (en terrible coincidencia con el día en que muere Prokófiev: 5 de marzo de 1953), el año en que Shostakóvich compone la Décima sinfonía (aunque hay autores que señalan que la obra se esboza en materiales previos de los años 1946 a 1951: reutilización, por otra parte, habitual en el compositor ruso). Destacar, en el primer movimiento, a una cuerda grave soberbia, así como a unas maderas muy musicales y bien fraseadas, con un Juan Antonio Ferrer estupendo en el clarinete. También lo estuvo el trío de fagotes, o el dúo de flautines: músicos, todos ellos, a aplaudir de comienzo a fin de esta sinfonía. Igualmente, y como ya señalé en anteriores reseñas shostakovianas de la OSG, excelentes han estado las violas en su contrapunto a los violines, mostrando el peso que esta cuerda adquiere en Shostakóvich, así como la filiación que, por procedencia geográfica y cultural, tiene buena parte de esta sección herculina con el compositor ruso. Dentro del gran control y equilibrio de este primer movimiento, el aterrador clímax fue expuesto por Trigueros de forma muy medida, sin descontrolar ninguna sección, hasta con unas trompetas que logró meter en vereda toda la noche (lo cual no es baladí en la OSG).
Frente al tan sombrío y opresivo primer movimiento, el 'Allegro' supuso un contraste total: frenético, visceral, aristado y especialmente acentuado por metales y percusión, por lo que fue aquí donde la OSG y José Trigueros estuvieron más próximos a las lecturas rusas de la Décima que considero más logradas, las de Kiril Kondrashin (Melodiya MEL CD 10 01065), Yevgueni Mravinski (Erato 2292-45753-2) y Gennadi Rozhdéstvenski (Melodiya 74321 63461 2). Y es que los citados directores bien sabían por dónde iban los tiros (nunca mejor dicho) en este retrato satírico de Stalin que no escatima la brutalidad ni el clima de terror en el que el propio Shostakóvich y tantos otros artistas vivían por entonces, por lo que el contraste entre el miedo acallado y latente que imperaba en el primer movimiento y la explosión de violencia del segundo se expuso con todas sus consecuencias, de un modo irreprochable. Pero no por ello perdió Trigueros el dominio dinámico y estructural de la orquesta, en un pasaje tan dado al descontrol y al exhibicionismo, destacando que, aún en semejante marasmo opresivo, las maderas sonaron con total transparencia, como en toda la lectura (y como viene siendo marca de la OSG en las últimas temporadas: parte de una mejoría palpable de la orquesta a la que ya nos hemos referido tras la marcha de Víctor Pablo Pérez y la llegada a la titularidad de Dima Slobodeniouk).
A pesar de ese breve asomo de rusificación interpretativa en el segundo movimiento, el 'Allegretto' nos devolvió a un enfoque que, como es habitual en la OSG (incluso cuando Dima Slobodeniouk dirige), es netamente occidental, por lo que los motivos de danza y los ecos populares en el tercer movimiento no sonaron tan acerados y paródicos como en -pongamos por caso- Kiril Kondrashin en su apabullante registro del año 1973. Mientras, lo más suspendido del movimiento sí resultó tan mistérico como bien resuelto; especialmente, en trompa solista, cuerda en pizzicato, tam-tam y corno inglés: todos ellos magníficamente ligados, creando un flujo de reverberaciones y diálogos entre secciones tan camerístico como orquestal (nuevo eco de los procesos de cambio de grosor instrumental que Shostakóvich bebió de un Gustav Mahler que sobrevuela la dirección de José Trigueros). El cambio de tono y color propiciado por el corno inglés y los coros de maderas también fue muy bien conducido por la OSG para afrontar otro episodio de danza en el que ha vuelto a faltar la punzante mordacidad de un Rozhdéstvenski en estos compases, por lo que los referentes suenan más occidentales y cercanos, aquí, a un Herbert von Karajan en su soberbio (pero tan poco ruso) registro del año 1981 para la Deutsche Grammophon (477 5909). Con el director austriaco compartió José Trigueros un especial mimo en los compases finales del 'Allegretto', tan demorada y exquisitamente paladeados, destacando aquí el trasfondo de percusión grave que han dibujado Irene Rodríguez y Noé Rodrigo (músico del que tan grato recuerdo tenemos de su paso por A Coruña el mes de mayo, dentro del Festival Resis), así como trompa y flautín, o los violines, arropando aquí a su concertino, la finlandesa Maaria Leino, con su habitual sonido de total pulcritud en la afinación.
Por último, el 'Andante - Allegro' fue ligado con total lógica por José Trigueros con el primer movimiento, por lo que los ecos sombríos marcaron el comienzo del cuarto tiempo, con un acongojante canto en la sección de violonchelos en puertas de una nueva demostración de excelencia de Casey Hill en el cambio de color desde un oboe tan bien fraseado y musical como siempre. El primer clímax del 'Andante - Allegro' sonó, por tanto, plenamente integrado: resultado de un desarrollo, no sólo en los primeros compases del movimiento, sino en toda la dramaturgia de la obra, expuesto en un solo trazo, muy integrado en el desarrollo del crescendo hacia la aparición de un motivo DSCH rubricado con una contundencia digna de una versión propiamente rusa en la percusión, tan asertiva, ruda y violenta (y es que no se ha andado con medias tintas José Belmonte en los timbales esta noche, como el resto de sus compañeros de sección). Hasta John Aigi sonó convincente en sus pasajes de trompeta, dando muestras de que, tras unos años realmente preocupantes, el norteamericano vuelve a sonar con mayor sentido de los rangos dinámicos y un tono menos estridente. Los motivos de danza han bailado, en este último movimiento, con más convicción que en los previos, ya sueltos y seguros, con menor ironía aquí y un empuje hacia el clímax final más integrado en las sucesivas afirmaciones de la rúbrica DSCH con la que la OSG y José Trigueros finalizaron con ímpetu esta Décima que, una vez más, ha vuelto a dar una palada de tierra sobre el cadáver de Stalin (por más que, hasta 1961, el cuerpo de Iósif Vissariónovich fue embalsamado y expuesto junto al de Lenin en el mausoleo comunista de la Plaza Roja).
Una palada musical, por tanto, resuelta con notabilidad por José Trigueros, a pesar del cambio de batuta realizado en la misma semana del concierto. Una palada que llega tan sólo un día después de que la democracia española haya dado, por fin, la suya sobre el ataúd de otro nefando dictador del siglo XX, Francisco Franco, de cuyo mausoleo hemos visto cómo eran retirados sus despojos, procediendo a una de las muchas reparaciones que aún quedan pendientes en este país para erradicar los restos de una dictadura política que ya no es tal, por más que otras de menor aparato y violencia se hayan establecido subrepticiamente en nuestra sociedad, idiotizándola en grado extremo a través de los medios de (in)comunicación; por no hablar de la dictadura del conservadurismo y la repetición que padecemos en nuestros auditorios, con los paralelos estragos que ello conlleva. Como la palada sobre tal cosa, mientras no se cambien los criterios de programación en nuestro territorio, va para largo, nos quedamos con la ovación que el público herculino tributó a su orquesta, con especial énfasis para los solistas de clarinete y trompa, así como -y aquí se sumó la propia OSG con convencimiento- para el propio Trigueros.
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