España - Valencia
Sí puede ser, sí
Rafael Díaz Gómez

Tenía la muy y mucho española derecha española acogotado el Teatro de la Zarzuela (¡quién lo iba a suponer siendo tal lugar bandera y enseña de tan español género español!), cuando en mayo del pasado año vino a presentarse allí esta producción. El alumbramiento, que hubo de coexistir con las jornadas de huelga del coliseo madrileño (diez de las doce representaciones previstas se vieron afectadas), se reveló por su propio desempeño en extremo reivindicativo: la demostración palmaria de la inmensa dignidad artística que puede alcanzar una zarzuela bien hecha. Es cierto que yo esto lo he certificado ahora que la he conocido, año y medio después de comenzar su andadura (poco antes, por cierto, de la moción de censura que hizo caer al gobierno conservador, caída que, al menos de momento, porque estamos como para fiarnos de algo, parece que tiene paralizados los cambios que iban a afectar al teatro de la calle de Jovellanos). Pero no es menos evidente que lo que sirve para hoy servía también para entonces.
Durante el tiempo que ha transcurrido desde su presentación traté de evitar ver imágenes de la producción, o al menos no prestarles atención, no tanto por falta de curiosidad como por el deseo de no dejarme sugestionar por impresiones previas, especialmente desde que se anunció su acomodo en la programación de Les Arts. Pero por razones que no vienen al caso llegaron a mis manos unas fotos de la escenografía en las que por necesidad me tuve que fijar. Escasamente iluminada, en un momento que no era de función, la sensación que saqué de ese espacio es que iba a envolver a los personajes un poco a la manera de la España negra de Gutiérrez Solana. La sugestión estaba en marcha. El pintor de la grotesca raíz hispana, que vivió en la costa cantábrica, una zarzuela que se estrena dos meses antes del inicio de la Guerra Civil, un libreto que apunta en múltiples direcciones sórdidas… ¡Para qué más, Tabernera a la solanesca manera tenemos, pensé!
Sin embargo, error. Suele pasar cuando se prejuzga. Mario Gas, que mantiene con La tabernera bien anudados lazos sentimentales (su padre, Manuel, participó en el estreno madrileño de la obra en 1940 y fue precisamente en una gira de la compañía de Sorozábal por Sudamérica, en 1947, cuando Mario nació en Montevideo), no ha optado tanto por el negro, entendido en sentido metafórico y formal, como por una amplia gama de grises y azules que respetan con escrúpulo el original, otorgándole una consistencia tan sólida como vaporosa, tan sensible como intangible, tan realista como evocadora, tan teatral como cinematográfica. Local, sí, pero también cosmopolita. Cruda, sí, pero amable. Si se me apura, diría que Gas no enmascara lo concreto para recrudecerlo, sino que lo hace perceptible mediante una poética del tiempo y del ambiente. Escenografía, iluminación, vestuario, proyecciones y movimiento escénico funcionan con milimétrica cohesión en esta versión en la que todo se dice (y se dice muy bien dicho, con una cadencia rítmica muy natural) y mucho se sugiere.
Al frente de la parte musical en la representación de Les Arts estuvo un solvente Guillermo García-Calvo, también rotundo y a la vez insinuante, al que en cualquier caso se le puede atribuir la tacha de haber permitido demasiados desajustes de tempo con los cantantes, cosa extraña si se tiene en cuenta que tanto el elenco como el director ya han interpretado la obra en varias ocasiones. En este sentido la que estuvo más segura fue la voz más joven, esa ya no promesa sino realidad paisana (Valencia, 1994) que se llama Marina Monzó. Instrumento limpio, de apariencia fácil, generoso, muy seguro en el agudo, menos consistente en el grave, de bellísimo color en cualquier caso y plástica expresividad, a poco que sepa gestionar con tino, es decir, sin prisa su carrera, le esperan muchas veladas exitosas como la de esta en su encarnación de Marola. Su enamorado en el reparto, otro valenciano, el tenor Antonio Gandía, comparte con Monzó no sólo pulcritud y firmeza en su línea de canto, sino, curiosamente, también cierto envaramiento actoral. Sea como fuere, su Leandro resultó corajudo y noble y por supuesto fue secundado en su romanza por el numeroso e inhabitual público asistente como el riff de Smoke on the Water en cualquier sitio donde alguien lo escuche.
Por su parte, Ángel Ódena compuso un Juan de Eguía muy creíble, lo que no resulta precisamente fácil dada la ambigüedad del personaje. Aunque se descuadró en el “Chíbiri”, su bella voz baritonal, densa y oxigenada, se extendió con facilidad por la sala y alcanzó su más notable cumplimiento en la dramática escena final. Y como poco a la misma altura estuvo el Simpson de Rubén Amoretti, bien metido también en su papel (¡qué diferente del Mefistófeles que le vimos en la misma sala no hace tanto!). El bajo burgalés, otrora tenor, volvió a dar una nueva lección de canto, por expresividad, por dominio de los reguladores, por proyección, por homogeneidad.
Un lujo de elenco, pues, del que no desmerecieron el Abel de Ruth González, verosímil muchacho en lo escénico y de muy acertada intervención lírica, el impecable Verdier de Abel García y los característicos estupendamente compuestos de Chinchorro (Pep Molina) y Antigua (Vicky Peña), bastante mejor cantando él que ella, así como el Ripalda con desparpajo de Ángel Ruiz. Las escasas intervenciones del coro se sucedieron con la precisión de siempre y la orquesta pareció disfrutar sin condescendencia con la partitura (lo cual tiene su fundamento).
Imagino que el maestro Sorozábal habría disfrutado con este espectáculo que de forma tan manifiesta prueba que la zarzuela sí puede ser, que es buena. Lo que habría dicho de la presente situación general española y muy y mucho española, él que según sus memorias le negó a la Falange de 1940 la cesión de los derechos de La tabernera y que pocos meses después de la muerte de Franco veía en la naciente democracia un pasteleo y un cambio de collares pero no de perros, también lo puedo imaginar. Pero mejor me lo llevo a la torre de marfil.
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