DVD - Reseñas
Brillante fantasía moruna de Rossini
Raúl González Arévalo

Con algunos títulos no hay manera. O casi. Ricciardo e Zoraide es uno de ellos. Probablemente se trata del título de Rossini menos popular de los que compuso para Nápoles. Como prueba, el hecho de que, desde su fundación en 1980, el Festival de Pesaro solo lo había programado una vez, en 1990, con un magnífico reparto encabezado por Bruce Ford, William Matteuzzi y June Anderson, dirigidos nada menos que por Riccardo Chailly. Desgraciadamente, la RAI nunca ha publicado la grabación de la retransmisión televisada, uno de sus tantos tesoros que duermen el sueño de los justos. Tuvieron que pasar 28 años hasta que se repuso en 2018, coincidiendo con el bicentenario de su estreno y el 150º aniversario de la muerte de su compositor.
La dificultad del título y su escasa popularidad también habían jugado en su contra en el ámbito discográfico. A pesar de la Rossini Renaissance experimentada desde la década de los 80 del siglo XX, no hubo grabación disponible hasta que en 1994 Opera Rara vino a su rescate, de nuevo con Ford y Matteuzzi como protagonistas masculinos y con Miricioiu y Jones en los femeninos, una excelente versión que mantiene su encanto y todas sus opciones vigentes para el melómano. Como complemento, la nueva propuesta de C Major viene a colmar la laguna audiovisual, pues se trataba del único título napolitano que no había sido plasmado en ese soporte (aunque en realidad, de Maometto II solo contamos con la revisión para Venecia).
Las razones para la escasa popularidad del título están claras: en el aspecto musical requiere un reparto de primera clase, capaz de afrontar las exigencias habituales de las obras destinadas a los míticos Colbran, Nozzari y David; la vertiente teatral no es menos complicada, con una historia insulsa, de lento y torpe desarrollo dramático, culpa del libretista. Tampoco contiene grandes arias solistas como reclamo. En definitiva, se trata de una obra en la que predominan los números de conjunto, dificilísimos y sin el gran impacto de otros del catálogo rossiniano por lo general.
De lo que no hay duda es de que Pesaro puso toda la carne en el asador y probablemente tengan que pasar una o dos generaciones de nuevo hasta que se pueda hacer una propuesta de altura similar, de modo que C Major ha hecho muy bien en aprovechar la ocasión para inmortalizarla, con el gran reclamo de Juan Diego Flórez, al igual que ha ocurrido con otros títulos raros que ha rescatado en el festival, como Matilde di Shabran o Zelmira. A falta de su referencial Rodrigo de Otello, inexplicablemente sin grabación oficial, tenemos ahora su ejemplar Ricciardo, que brilla como cabía esperar, más allá de algunos signos de desgaste leves (agudos más duros, fiato un punto acortado), consecuencia probablemente tanto del paso del tiempo como del repertorio más pesado en el que ha decidido centrarse. Con todo, la coloratura aparece tan fluida y deslumbrante como siempre y el dominio absoluto del lenguaje rossiniano le permite un nivel de expresividad que con Donizetti o Verdi no alcanza. Además, aunque en conocimiento de estilo van a la par, personalmente lo prefiero de lejos a la voz evanescente y la coloratura semiaspirada de Matteuzzi, por más cómodo que el italiano esté en el registro agudo e insolente con el sobreagudo.
Siempre es más difícil encontrar candidato para los papeles de baritenor estrenados por Nozzari. Sin duda, Sergei Romanovsky tiene todas las cartas en regla, y no solo para Agorante, con graves asentados, agudos fulgurantes y coloratura de primera clase, como confirma desde su presentación. Además, tiene una presencia escénica envidiable, canta con arrojo y gusto e imprime intención dramática al acento. El dúo con Flórez en el segundo acto es sin duda uno de los momentos más espectaculares de la grabación, con el ruso dando perfecta réplica al peruano. Además, puede mirar sin sonrojo el retrato de Bruce Ford, quien apenas le aventajaba en una mayor variedad expresiva, con un fraseo y un acento siempre matizados de modo exquisito.
Como en otras óperas napolitanas (Pilade de Ermione; Iago de Otello, Carlo/Goffredo de Armida), también aquí hay un tercer tenor sin aria solista pero con una parte comprometida. En esta ocasión Ernesto lo asume el joven Xabier Anduaga, otro de los alumnos salidos de la Accademia Rossiniana y flamante vencedor de Operalia 2019. Con una voz de gran belleza y flexibilidad –no pierde golpe frente a Flórez– y acentos atractivos, supera por goleada a Paul Nilon y no cabe duda de que le espera un gran futuro, como confirmó su posterior Leicester en Il Castello di Kennilworth de Donizetti. Desde luego, tiene tiempo para madurar y asentar sus cualidades, sin prisa. Por último, Nicola Ulivieri, única voz grave masculina, hace un buen Ircano, papel extraño por lo demás en el desarrollo de la trama.
Los papeles Colbran tienen siempre el problema de resultar muy agudos para las mezzos y muy graves para muchas sopranos. Hoy en día se los reparten entre Bartoli, DiDonato y Pratt. La australiana, además, ha regalado grandes interpretaciones en las últimas ediciones del ROF y una Semiramide de todo respeto este mismo año en Venecia. Pretty Yende es un nombre en auge, tiene muy buenas cualidades, pero no es, en ningún caso, la soprano corta que conviene a la parte. Con un instrumento de lírico-ligera (se está prodigando con Bellini y Donizetti: La sonnambula, La fille du régimen y Lucia di Lammermoor), sin el centro y el grave que necesita Zoraide, barre para casa y tira hacia el registro agudo en el que brilla con seguridad, dominando las escenas de conjunto con facilidad. A falta de mayor variedad teatral –la intérprete se muestra más monótona que sus compañeros– aporta gran pureza de línea y una coloratura lustrosa, aunque el personaje no termina de alzar el vuelo, algo evidente –más allá de su menor desarrollo dramático– en una comparación somera con la grabación de Nelly Miricioiu, de timbre más ingrato, pero medio y grave más sólidos, además de un grandísimo fraseo, siempre matizado y teatral. En Rossini Yende estará sin duda más cómoda como Comtesse Adèle de Le Comte Ory.
El otro papel femenino, Zomira, fue compuesto para la gran Rosmunda Pisaroni, de modo que es una parte muy grave que requiere fuerza y personalidad. Della Jones tenía ambas a raudales. Victoria Yarovaya es una buena cantante, pero con una voz clara en el agudo y un punto engolada queda claro que no es la contralto que necesita la parte: la tesitura le queda baja y los graves suenan por momentos forzados y sordos. En consecuencia, el resultado es menos redondo que en otros papeles rossinianos en los que brilla por mayos adecuación y naturalidad.
El coro y la orquesta aportan un gran nivel musical a las órdenes de Giacomo Sagripanti, que debutó en el ROF con una obra difícil por longitud y exigencias para los cantantes. Su dirección convence plenamente por la flexibilidad del acercamiento, el acompañamiento de las voces y la variedad de dinámicas que insufla a una obra que, como he apuntado más arriba, no es de las mejores de su autor.
Resulta complicado hablar de la propuesta escénica. El decorado y el vestuario se sitúan a medio camino entre el Simbad el Marino de Douglas Fairbanks (Hollywood, 1947), el último Aladdin de Disney (2019) y las producciones kitsch rutilantes, sin complejos, de Bollywood: trajes brillosos dignos de La princesa Caraboo, decorados de cartón piedra que hacen veraces los de Cecil B. Demille y bastante ballet aunque no venga a cuento. La dirección de actores brilla por su ausencia, en la alternancia de estatismo y movimientos mecánicos y estereotipados. El resultado es una fantasía moruna de apariencia brillante por la música de Rossini y el nivel de cantantes y orquesta.
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