España - Madrid
Tres sombreros de copa: los riesgos de la adaptación
Germán García Tomás

Existen varias formas de componer música para el teatro lírico. Una de ellas es partir de un libreto nuevo y original, quizá la opción más extendida y generalizada entre los compositores de nuestro tiempo. Otra opción válida es partir de un texto teatral ya escrito, contemporáneo o no, y musicalizarlo con una variedad mayor o menor de lenguajes y estilos.
Eso es lo que aconteció la temporada pasada en el madrileño Teatro de la Zarzuela con la adaptación musical de la lorquiana La casa de Bernarda Alba que realizó el compositor y director de orquesta barcelonés Miquel Ortega con pleno acierto, como el éxito de público y de crítica pudieron corroborar.
Ahora, el coliseo de la calle de Jovellanos ha vuelto a seguir esa senda con una obra de nueva creación de la mano del experimentado compositor afincado en Estados Unidos, profesor de la afamada Juilliard School de Nueva York, el alicantino Ricardo Llorca, que se ha enfrascado en la dificultosa empresa de poner en música una de las obras maestras del teatro del absurdo en España, Tres sombreros de copa de Miguel Mihura, terminada en 1932 y estrenada 20 años después. En origen un encargo de la New York Opera Society, institución a la que Llorca está muy vinculado, la pieza musical vio su estreno mundial en el brasileño Teatro Sérgio Cardoso de São Paulo hace dos años, el 26 de noviembre de 2017, siendo esta la oportunidad para que su visión del clásico de Mihura viera por fin su estreno en España y por extensión en Europa de la mano de esta nueva producción.
El desafío ya era de entrada arriesgado, pues la comedia original posee unas particularidades teatrales que la hacen funcionar por sí misma sin ningún tipo de aporte musical. Por ello, Llorca parte de Tres sombreros de copa conscientemente limitado y obligado a seleccionar los diálogos del dramaturgo madrileño, que combina con números cantables de su propia cosecha que reparte por toda la acción por medio de un certero y cabal uso de la tonalidad, con melodías reconocibles en todo momento, o recurriendo a células reiterativas y diseños rítmicos en ostinato.
La obra se beneficia de la capacidad del compositor para moverse en un terreno ecléctico donde abundan canciones de estilización y lenguaje italiano a la manera del siglo XVII (a veces nos parece estar ante un remedo del Pulcinella de Stravinsky), junto al son caribeño de la conga, el charlestón o la música para banda. Los cuatro instrumentos que Llorca utiliza de manera autónoma a lo largo de la representación (el inicial acordeón, el violín, la trompeta y el piano) funcionan y dan bastante juego para recrear el ambiente melancólico y nostálgico de la obra, cuyo aspecto circense (desprovisto de clowns, curiosamente) resulta en ocasiones muy familiar al de Las golondrinas de José María Usandizaga o Black el payaso de Pablo Sorozábal, dos insignes creaciones del teatro lírico español del siglo XX debidas casualmente a dos compositores vascos.
Pero es que en estas obras sí nos encontramos ante lo que podemos denominar canónicamente como zarzuelas al uso. No así el caso de estos Tres sombreros de copa de Llorca. Más que una adaptación musical de una obra de teatro preconcebida, la impresión que produce esta obra es la de estar ante una especie de ambientación musical o de música incidental de esta pieza maestra del absurdo, cuyos diálogos seleccionados se ven acompañados por el colchón sonoro que despliega esporádicamente el compositor por debajo de los mismos a la manera cinematográfica, contribuyendo en mayor o menor medida a ser un complemento expresivo. Es por tanto sustancialmente errónea la denominación que se ha dado a la obra al catalogarla de zarzuela, pues esta especie de teatro musical tal y como la conocemos no se ve aquí representada. Estaríamos más bien ante un híbrido entre muy diversos tipos históricos y actuales de opereta, pues el compositor recurre también a una expresión más vanguardista en función de las necesidades dramáticas, como ese dúo entre Don Sacramento y Dionisio, que, por otro lado, al musicalizarlo en forma Sprechgesang, ha perdido gran parte de su satírica comicidad y carácter esperpéntico.
El montaje se ve privilegiado por una puesta en escena ágil y dinámica debida a José Luis Arellano, lo que consigue el socorrido recurso del escenario giratorio, ese hotel de provincias con luces de neón donde se desarrolla la unidad de tiempo, lugar y acción de la, en esencia, triste y amarga comedia de Miguel Mihura que consigue recrear esta propuesta escénica de corte moderno. El revoltijo de personajes secundarios encuentra cabida en la llamada escena del charlestón, muy bien trabada, donde con breves trazos se retratan de un plumazo los personajes de Catalina y Valentina (que sustituyen a las originales Fanny y Sagra), El Anciano Militar y El Astuto Cazador, desdibujados en su conjunto. Se crean otros (Monsieur Garibaldi, el Forzudo Alemán) que no aportan a la acción más que el barullo de la juerga general, y desaparece El Odioso Señor, cuya escena con Paula resulta de interés para entender la psicología de la joven artista. Otra modificación la hallamos en el personaje del negro Buby Barton, cuyo ballet se convierte en un circo italiano (de ahí la frecuencia de canzoni en la partitura). Ha sido, por lo tanto, inevitable caer en lo epidérmico de una obra, la de Mihura, más compleja y poliédrica que lo que la ecléctica música de Llorca ha puesto a su servicio, pese al buen despliegue de medios técnicos y humanos con que cuenta esta producción.
Un equipo vocal que cuenta con el tenor asturiano Jorge Rodríguez-Norton, (tras El caserío, de vuelta a este Teatro), como Dionisio, al que dota de ese halo inocente y bobalicón, pese a no poseer un destacado momento de expansión canora en la partitura, limitándose a vocalizaciones que son defendidas con absoluta entrega por un artista que equilibra notablemente las facetas de cantante y actor.
A su lado encuentra una sensacional compañera en la soprano Rocío Pérez como Paula, un feliz descubrimiento tras su Nannetta del Falstaff del Teatro Real, joven cantante que demuestra unas sensacionales credenciales que van a servir para oír hablar mucho y muy bien de ella en los próximos años. Derrocha un irresistible encanto en escena y completa seguridad vocal.
No había papel mejor en esta obra para Enrique Viana que el de Madame Olga, la mujer barbuda, una creación que explota a su antojo, regodeándose en el exceso y exhibiendo sus múltiples y variopintos registros vocales al ritmo de animadas Tarantellas.
Del resto del reparto destacamos la eficacia del Don Rosario del tenor Emilio Sánchez y la del barítono Gerardo Bullón como Don Sacramento, así como la soltura en escena de Irene Palazón y Anna Gomà. Diego Martin-Etxebarria hace su flamante debut en el Teatro de la Zarzuela dirigiendo a una brillante Orquesta de la Comunidad de Madrid y a su Coro pleno de regocijo en una obra que ha trabajado y comprende perfectamente. En suma, gran espectáculo visual que se queda corto en sus pretensiones, pues participa de los riesgos de la adaptación ante una pieza teatral que se basta por sí sola.
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