España - Castilla y León

La calidad como antídoto

Samuel González Casado
jueves, 21 de noviembre de 2019
Andrew Gourlay © by Tommaso Tuzj Andrew Gourlay © by Tommaso Tuzj
Valladolid, viernes, 15 de noviembre de 2019. Centro Cultural Miguel Delibes. Sala Sinfónica Jesús López Cobos. Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Roberto González-Monjas, violín. Andrew Gourlay, director. González Escalera, López Estelche y Fernández Ezquerra: Paisajes de Castilla y León (Viraje perpetuo: Las hoces del río Duratón; Valle del Silencio; Evocación del monasterio de San Pedro de Arlanza). Szymanowski: Concierto para violín n.º 1, op. 35. Tavener: Mahashakti, para violín, tam-tam y cuerdas. Prokófiev: Suite escita. Ocupación: 85 %
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Denso e interesante programa el que llevó a cabo Andrew Gourlay para el concierto de abono n.º 4 de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, que tuvo un original comienzo con el estreno de una obra de autoría compartida. Los tres ganadores del Concurso Nacional de Composición de la OSCyL (Escalera, Estelche y Ezquerra) son los responsables de sendos movimientos de Paisajes de Castilla y León, por lo que en realidad se pueden considerar tres composiciones individuales, de unos cinco minutos de duración cada una. El orden fue organizado para que la obra común resultara en una especie de arco, en el que los extremos (Viraje perpetuo: Las hoces del río Duratón y Evocación del monasterio de San Pedro de Arlanza) se definieron por las texturas tímbricas, y el centro (Valle del Silencio) por una base melódica de cuatro notas.

Muy gráfica la primera, onomatopéyica incluso, se caracterizó por la imaginación en la combinación sonora, repleta de sorpresas, pero también por su sólida unidad y original desarrollo. Valle del Silencio, por su parte, retrotraía a sistemas más clásicos y su efectividad evocadora fue incuestionable, a la vez que conectaba curiosamente con una obra que se interpretó en la segunda parte: Mahashakti, de Tavener. El movimiento final, de Nuño Fernández Ezquerra, destacó como siempre ocurre con este autor por la sutileza tímbrica, que incluye un dinamismo muy personal y hallazgos excitantes (por ejemplo, y aunque sea un detalle: intervenciones de la trompa). A través de la reiteración, se conforma una malla flexible que en este caso evoluciona hacia una subrayada variación rítmica y una conclusión muy elegante.

Fue un comienzo exigente para la OSCyL y Gourlay, que mostraron buena implicación, pero realmente el programa de esta velada dio poco pie al relax. Quizá el público pudo disfrutar de una forma distinta con el Concierto para violín n.º 1 de Karol Szymanowski, ante todo porque el protagonista, Roberto González-Monjas, bordó una interpretación (realmente difícil por la exposición del solista) repleta de plasticidad y precisión. El arte violinístico de este vallisoletano muestra a día de hoy una saneadísima zona aguda, cuya flexibilidad, unida a la imaginación del artista, hacen que cada frase sea intencionada y siempre tenga algo que transmitir. Además, González-Monjas no tiene miedo a mirar cronológicamente hacia atrás si en el fraseo se puede expresar cierta carga significativa que enriquezca continuamente el discurso, siempre desde una discreción total en los efectos y una especie de esencialismo perpetuamente matizado, aspecto en el que tan solo me pareció levemente cuestionable la forma de realizar algún portamento. Por lo demás, si se tiene en cuenta el excelente acompañamiento de Gourlay, que evidenció un perfecto conocimiento de obra y estilo, esta interpretación no pudo menos que resultar un fantástico colofón a la primera parte.

Volvió González-Monjas como violín solista en Mahashakti, obra de John Tavener de estructura repetitiva, también muy complicada para el solista; sobre todo en la endiablada parte final, donde el material significativo (no tanto el musical) se trasciende y se rodea de efectos, por ejemplo trinos, y unos cambios técnicos que implican gran dificultad en la afinación. Sin resultar tan perfecto como en la obra anterior, mejor madurada por el solista, en esta salió airoso por su capacidad para ir más allá en los pequeños detalles y una labor de conjunto con la orquesta de cuerda en la que nada chirrió, lo que permitió la perfecta concentración del público.

El gran efectivo orquestal que fue apareciendo tras el discreto de Mahashakti auguraba lo que casi literalmente se vendría encima: la Suite escita de Prokófiev. Lograr un ejercicio de transparencia con esta orquestación es tarea ardua, y Gourlay lo consiguió a veces. En líneas generales la interpretación, como en ocasiones ocurre con este director, no se caracterizó por una personalidad acusada: fue contundente pero no excepcionalmente, y se echó de menos mayor marcado rítmico en algunas partes, como en el segundo movimiento. Sí es cierto que en obras como esta siempre hay que sacrificar algo para conseguir cierta radicalidad, y Gourlay intentó huir de ella para que todo estuviera en su sitio. Fue interesante el ambiente logrado en el tercer movimiento, Noche, a modo de interludio, donde la cuerda sonó algo mejor que en el resto, lastrada por cierta heterogeneidad dada su ampliación. La conclusión funcionó muy bien gracias a su planificación dinámica, y logró excitar el ánimo del público pese que esta obra no se digiere fácilmente aunque sea espectacular.

En definitiva: un concierto distinto dentro de la programación habitualmente conservadora de esta orquesta, que el público pareció disfrutar y que se vio muy bien complementado por las documentadísimas notas de José Miguel González Hernando, repletas de citas interesantes. Por tanto, buen trabajo por parte de todo el mundo y una excelente muestra de que la música contemporánea merece la pena cuando todos los actores están convencidos de que la calidad es un antídoto contra cualquier tópico.

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