Alemania
Stravinsky devuelve la estabilidad al MIR
Juan Carlos Tellechea
El nuevo director de la compañía de danza del Musiktheater im Revier (MIR), de Gelsenkirchen (Cuenca del Ruhr), Giuseppe Spota (Bari, 1983) no presentó nada propio, como hubiera sido dable de aguardar, en la primera velada que tuvo lugar el domingo 10 de noviembre de 2019, para abrir la presente temporada 2019/2020. Tras asumir su cargo y formar una compañía con 13 nuevos bailarines que pasó a denominar MIR Dance Company, Spota optó por contratar a coreógrafos amigos que ensayaron dos piezas de Ígor Stravinski de forma, digámoslo diplomáticamente, no demasiado convincente.
La partida en la pasada temporada de la directora del ballet del (MIR), la estadounidense Bridget Breiner, para dirigir al Badische Staatstheater de Karlsruhe, ha generado un enorme vacío en este teatro. Spota (Bari, 1983), largo tiempo bailarín y asistente de coreografía en el sur de Alemania, hizo todo lo contrario de lo que había hecho en estos días otra excelente coreógrafa, la nueva directora del ballet de la cercana ciudad de Hagen, Marguerite Donlon (County Longford/Irlanda, 1966).
Donlon se presentó con una nueva pieza suya en la apertura de la temporada, La casa azul, inspirada en la célebre pintora mexicana Frida Kahlo, alcanzando gran éxito de público y crítica. Dicho sea esto al margen, la irlandesa, que anteriormente dirigió el Ballet del Saarlandisches Staatstheater (Teatro Estatal del Sarre), sucede en el Theater Hagen al coreógrafo español Alfonso Palencia Linares (Valencia, 1976) a quien no le fue prorrogado el contrato firmado para la temporada 2017/2018 por irreconciliables diferencias sobre la concepción artística de la programación.
Les Noces
Volviendo al MIR de Gelsenkirchen, el italiano Mauro Bigonzetti se encargó de Les Noces, que creara en 2002 para el Aterballetto de Reggio Emilia/Italia; mientras que los israelíes Uri Ivgi y Johan Greben hicieron lo propio con Sacre, coreografía que estrenaron en 2017 con el Ballet Ensemble del Konzert Theater de Berna/Suiza, con la música de Le sacre du printemps.
Bigonzetti transforma las escenas en imágenes muy rígidas. Les Noces, estrenada en 1923 en el Théâtre de la Gaîté-Lyrique, Paris, vierte una mirada a las costumbres tradicionales de una boda rusa. Describe los rituales de los preparativos, de la celebración misma y del momento en que, tras el hilarante festejo, los invitados y familiares acompañan a los novios al dormitorio hasta el lecho nupcial.
Desde el foso intervienen la orquesta, integrada por cuatro pianos y varios instrumentos de percusión que entregan un sonido notablemente duro y poco flexible; así como el coro de la Ópera del MIR, preparado por Alexander Eberle; y los cuatro solistas vocales, Bele Kumberger (soprano), Almuth Herbst (mezzosoprano), Adam Temple-Smith (tenor) y Michael Heine (bajo) que cantan en idioma ruso (sin subtítulos). Al igual que en Sacre, cuyo estreno sinfónico en el Casino de París el 5 de abril de 1914 fue un éxito apoteósico, en Les Noces predomina lo rítmico por encima de lo melódico.
A ambos lados del escenario los bailarines están sentados sobre taburetes elevados, con apoyaderos para los pies, de sencilla estructura que semejan los reclinatorios en las iglesias. Ellas a la izquierda, ellos a la derecha, separados por un largo practicable que sirve de mesa o de pasarela entre los dos costados. Al comienzo se oye un fuerte sonido machacón. Cuando sube el telón se ve a los intérpretes balanceándose con las banquetas para que las patas produzcan ese persistente ruido que seguidamente es retomado por la percusión.
La novia (Chiara Rontini) se eleva con su vestido blanco por encima de las demás bailarinas. Al novio (Alessio Monforte), en cambio, apenas se lo distingue del grupo. Paulatinamente bailarinas y bailarines procuran romper un imaginario muro que divide ambos sectores. Los acercamientos se tornan cada vez más frecuentes, pero exentos de consecuencias. Tampoco los novios pueden quebrar ese rígido ritual. Cuando él intenta levantarla, pierde fuerzas y la deja caer de la pasarela.
Como contrapartida a las estrictas normas que atan a los novios, Bigonzetti introduce en su coreografía a una joven pareja de enamorados (Marie-Louise Hertog y Brecht Bovijn) que con sus fluidos movimientos se distingue claramente del resto del elenco. Estos luchan juntos contra las rígidas convenciones y continúan sus delicados desplazamientos cuando cae el telón.
Los pianistas Sangho Lee, Annette Reifig, Yuna Saito y el argentino Martín Sotelo acompañan la escena con un toque duro, que subraya la agarrotada estructura de la ritualizada fiesta de bodas. Los vocalistas y el coro suenan impecables. Sin embargo, los bailarines de la compañía, reforzados con dos alumnos del Royal Swedish Ballet School, apenas convencen en esa oscura masa que carece de toda posibilidad desenvolvimiento individual. La claque gritaba frenética desde diversos ángulos de la platea, mientras el público aplaudía, pero más bien por cortesía, muy tibiamente.
Le sacre du printemps
Tras el intervalo de 15 minutos, vino Le sacre du printemps, probablemente la pieza de ballet más importante del siglo XX, con la que el coreógrafo ruso de origen polaco Vaslav Nijinsky (Kiev/Ucrania, entonces Imperio Ruso, 1889 – Londres, 1950) propuso una nueva concepción de la danza (que no es el caso ni mucho menos en esta versión) que fue recibida con un monumental escándalo en el Théâtre des Champs-Elysées el 29 de mayo de 1913.
Aquí se describen las imágenes de la Rusia pagana que, desde el culto a la tierra a comienzos de la primavera, pasan a la selección de una vírgen para sacrificarla y aplacar al dios que rige el renacer de la vida. La segunda parte trata del destino de esta víctima que baila hasta la muerte en un ritual ancestral, cuyos orígenes se pierden en la oscuridad de los tiempos. Los dos coreógrafos, Uri Ivgi y Johan Greben, logran una adaptación más bien modesta de la historia, centrándola en una lucha descarnada por la supervivencia.
Al principio, se ve en hilera a los 15 bailarines, de pie sobre la rampa, como una pared negra, de espaldas a la platea, mirando fijamente a una niña que tienen enfrente. Uno ya tiene la impresión de que la inmolación va a comenzar de inmediato, pero nos equivocamos, la presunción es engañosa.
El conjunto parece haber quedado aprisionado en un recinto herméticamente cerrado. El vestuario de Natasja Lansen insinúa que sus integrantes luchan por sobrevivir. El espacio esta rodeado de altos muros, en parte agrietados y con pequeños boqutes, que no permiten escapar fácilmente.
Solo en la pared del fondo hay un abertura algo más grande a través de la cual podría, tal vez, acometerse una huída de este claustro. El orificio no se puede alcanzar debido a la enorme altura en la que se encuentra. Los intentos individuales de los bailarines fracasan. Se desarrolla entonces una dinámica de grupo que varía constantemente y que va excluyendo de forma paulatina a cada uno de sus participantes
Los bailarines tienen que esforzarse permanente e individualmente en el colectivo para tratar de dirigir la atención hacia una nueva víctima. Esto es implementado sin piedad por el conjunto que intenta además hechizar con su crueldad a los espectadores, sin conseguirlo. Más bien genera hartazgo y angustioso rechazo.
Finalmente, la víctima ha sido seleccionada (Simone Frederick Scacchetti), es alguien que parece lo suficientemente fuerte como para posibilitar que los demás escapen del recinto. Cuando comienza la referida danza de atávico rito, principia también la fuga a través de la brecha existente en el paredón. Poco a poco, los bailarines pelean por escalar el muro y desaparecer del escenario. Cuanto menor sea el número de los que queden en el recinto, más difícil será el combate por la supervivencia.
Una y otra vez Scacchetti intenta librarse de ese papel de víctima que le han impuesto. Pero el resto es más fuerte. Hay histéricas idas y venidas, corridas de un rincón a otro. Todo parece muy caótico. No hay trazas de buen ballet ni de creación estética ni de sensibilidad ni de tranmisión de emociones ni de buen gusto en la expresión. Nos recuerda a otras rústicas y grotescas parafernalias similares que hemos visto en el pasado, verbigracia con el conjunto de Sasha Waltz en Berlín.
Al final quedan solamente Simone Frederick Scacchetti, Brecht Bovijn y Simone Donati en el escenario tratando de sacar provecho el uno del otro para salir del paso. Scacchetti sucumbe ante los otros dos que logran escapar del cercado con los últimos compases de la música. Sola, aislada bajo la pálida luz, así permanece ella cuando cae el telón.
Giuliano Betta, al frente de la Neue Philharmonie Westfalen, realizó un trabajo bien hecho en la transformación musical de esa seudodramática y cuasidespiadada batalla, ganándose un merecido y caluroso aplauso del público. La claque, más desaforada aún que antes, no cesaba de emitir alaridos para mover a la sala a ovacionar una coreografía que dejaba muchísimo que desear, abundante en elementos deja vu y escasa de nuevas y creativas ideas, pese a haber sido estrenada hace dos años. Francamente...si este es el derrotero que habrá de seguir la MIR Dance Company en el futuro, habremos de echar muchísimo de menos a la talentosa Brigdet Breiner y su ballet.
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