España - Valencia

El babilonio muere de amor

Rafael Díaz Gómez
viernes, 13 de diciembre de 2019
Plácido Domingo © 2019 by Miguel Lorenzo y Mikel Ponce Plácido Domingo © 2019 by Miguel Lorenzo y Mikel Ponce
Valencia, jueves, 5 de diciembre de 2019. Palau de les Arts. Sala Principal. Nabucco, dramma lirico en cuatro partes, música de Giuseppe Verdi sobre un libreto de Temistocle Solera basado en la obra Nabucodonosor de Auguste Anicet-Bourgeois y Francis Cornue y en el ballet homónimo de Antonio Cortesi. Estreno: Milán, Teatro alla Scala, el 9 de marzo de 1842. Producción: Washington National Opera, en coproducción con The Minnesota Opera y Opera Philadelphia. Dirección de escena y escenografía: Thaddeus Strassberger. Vestuario: Mattie Ullrich. Iluminación: Mark McCullough. Plácido Domingo (Nabucco), Anna Pirozzi (Abigaille), Arturo Chacón-Cruz (Ismaele), Riccardo Zanellato (Zaccaria), Alisa Kolosova (Fenena), Dongho Kim (il Gran Sacerdote di Belo), Mark Serdiuk (Abdallo), Sofía Esparza (Anna). Cor de la Generalitat Valenciana (Francesc Perales, director). Orquestra de la Comunitat Valenciana. Dirección musical: Jordi Bernàcer.
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Sí, volvía Domingo a actuar en España. A teatro lleno, claro. Lo habría estado de todas formas de figurar él en el reparto. Pero ahora su presencia cobraba un nuevo significado. O varios. Y todos condicionados por la serie de supuestos abusos sexuales a mujeres de su ámbito profesional. Caso tan sobrada como parcialmente conocido, a resultas del cual la actividad del artista en Estados Unidos se ha suprimido.

Quienes han tenido la paciencia de leerme en más de una ocasión saben que en este punto lo más probable es que me extendiera en alguna de las repercusiones no necesariamente artísticas del regreso de Domingo.

Así, por ejemplo, con la risa floja, aludiría a cómo defienden algunos la presunción de inocencia. Y no porque lo hagan, pues se trata de un derecho del todo indiscutible, sino porque lo conviertan en una especie de competición ética de la que Europa sale triunfante frente a los Estados Unidos.

Una Europa modélica que, por lo visto, ni cercena derechos ni los dosifica según calidades determinadas por el sexo y la cuenta corriente y en la que, y aquí ya me despitorro, España es paradigma excelso, si no reserva espiritual.

O acaso podría haberme dado por considerar las relaciones entre el teatro y la vida, o la necesidad o no de la construcción teatral de una vida que se quiere mostrar intachable, porque el héroe, si lo es, parece que ha de aspirar a la perfección (o al menos aparentarla) en todos los ámbitos.

E incluso podría haber hecho gala de ese mal gusto que no oculto y habría fabulado con la posibilidad de que parte del público asistente a la función, al calor del creciente estado mental patrio (tan macho, tan nuestro), jaleara las intervenciones del cantante con interjecciones que trataran de imponer sobre consabido ¡bravo! otras del tipo: ¡rabo!, ¡nabo! o, la más elaborada, ¡ese trabuco, Nabucco!

Pero no lo voy a hacer. Voy a comentar simplemente lo que a mi entender ocurrió sobre el escenario de Les Arts. Y lo que allí sucedió es que hubo un par de mujeres que se comieron artísticamente a todos los demás. No lo apunto con la idea de alimentar esa supuesta guerra de sexos que creen advertir quienes denuncian los excesos del feminismo. Simplemente es que aconteció así. Anna Pirozzi fue una poderosa Abigaille. Es cierto que a sus graves, que por supuesto están en su sitio, les falta más presencia y que su desenvoltura actoral es algo compacta. Pero supera las dificultades del endiablado papel como seguramente pocas sopranos lo puedan hacer en la actualidad. Por caudal, timbre, afinación, agilidad y matices fue la gran triunfadora de la velada (curiosidad: la dirección de escena no permitió que muriera, sólo que desapareciera de las tablas; en fin, al menos en este caso bien se lo había ganado).

Y no le fue a la zaga Alisa Kolosova en la resolución del papel de Fenena, que respondió a la naturaleza del personaje, tan diferente al de Abigaille, con un bello canto, bien timbrado, rico de color, volumen copioso y expresiva línea. Será conveniente seguir la evolución de esta mezzo moscovita de tan bien asentado presente.

El lado masculino del reparto mostró, en cambio, otra cara. Arturo Chacón-Cruz enseñó una vez más con su Ismaele lo que ya ha evidenciado en otras ocasiones en Les Arts, es decir, la posesión de una voz grata pero corta de espesura, fácil por el agudo y sin embargo sometida a tensiones y opacidades que limitan la intención comunicativa que sabe darle a su canto. Mientras, entre los bajos, Riccardo Zanellato fue un Zaccaria de medios muy limitados, aunque logró sacarle algo de lustre a su aria “Tu sul labbro”. Más facultades exhibió Dongho Kim como Gran Sacerdote di Belo, de tal forma que podría haber asumido el papel más extenso y hermoso del sacerdote de Jerusalén.

Y bien, nos queda Plácido (en los roles menores, Mark Serdiuk como Abdallo y Sofía Esparza como Anna cumplieron perfectamente). El reconocido y ovacionado Plácido Domingo. Porque se le aplaudió. No más que en anteriores comparecencias en Les Arts. Tampoco menos. ¿Pero qué se le reconoce y aplaude? ¿La actuación que acaba de brindar o una trayectoria? La segunda es brillante, sin duda.

La primera, ¡ay, la primera! Que Domingo se entrega al límite de sus posibilidades físicas (y hasta se tira al suelo con cierta solvencia y canta recostado), sí. Que conserva y otorga pinceladas canoras de muy bella factura, verdad. Que, como “animal escénico” que siempre se ha dicho que es aún presenta autoridad, cierto. Pero, ¿y la articulación íntegra del personaje? ¿Y la administración de la respiración? ¿Y el color baritonal? En definitiva, ¿cumple su canto con las reglas y estándares de la ópera pasadas o presentes? No creo. Domingo, como Nabucco, no es dios. Acaso rey (emérito) de su profesión, debería guardarse de la condescendencia ajena que evita reconocer cómo el rey se está presentando cada vez más desnudo. ¿Qué le impulsa a forzar esa transigencia? Lo ignoro. No obstante, sea como fuere, lo repito, el público legitimó su gloria durante y después de la función con sostenidas y amorosas ovaciones. Al menos, una vez más.

Concertó con rectitud el alcoyano Jordi Bernàcer. Muy atento a que nada se le fuera de las manos, quizás dejó escapar ese punto de flexibilidad temporal y dinámica y esa atención a las líneas internas que convierten lo bueno en superior, pero en cualquier caso fue una labor la suya muy meritoria y no siempre facilitada por alguna de las voces desde el escenario.

Escenario en el que se imponía el juego metateatral de Thaddeus Strassberger, que nos quiso trasladar a la Scala de 1842 en la que se presentó la obra. Así, soldadesca, jerarquías y damas austríacas se paseaban antes y entre los actos por la escena y asistían desde un extremo del proscenio a una representación que tanto en vestuario como decorados remitía a la época de estreno. Dos fueron las sorpresas principales, y ambas con el “Va pensiero” como protagonista.

La primera, donde toca, es decir, en el tercer acto, sólo que con el efecto de colocarnos por detrás del escenario y como asistiendo a la representación desde un foro que parecía abrirse y querer encontrar su fundamento en lo popular, o al menos en una sociedad más amplia que la que representaba el aforo escalígero. Fue quizá por eso por lo que el coro se giró, afortunadamente, hacia nosotros.

La segunda ya tuvo lugar cerrada la obra. Abigaille recoge del suelo algunas de las flores allí lanzadas y a su vez las arroja de malos modos a los austríacos. El resto del reparto también se encara con los invasores mientras el coro improvisa el “Va pensiero” y se exhiben un par de grandes banderas italianas, una de ellas con el anagrama de Viva Verdi.

En fin, una forma de abordar Nabucco que entretiene y no ofende a nadie (mientras se entienda que el nacionalismo que se reivindica es de los buenos, no hay problema), que pese al barroco juego testimonia que se está viendo Nabucco y que en líneas generales no empece el desarrollo de la música. No lo hizo, en modo alguno, respecto a la labor del Cor de la Generalitat, que supo recoger el testigo protagónico que le pasó Verdi con nobleza, empaque, resplandor y dulzura. Y ahí sí que estuvieron a la par tanto ellas como ellos. Vamos, como ha de ser. Antes, ahora y siempre.

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