España - Galicia
Dos mujeres en escena
Alfredo López-Vivié Palencia

Al parecer, la australiana Jessica Cottis (Sale, Victoria, 1979) padece -o goza- de sinestesia, esto es la capacidad de experimentar el sonido en forma de colores. Ignoro si esa facultad es innata o se puede adquirir, el caso es que habiendo estudiado órgano con Marie-Clare Alain y dirección con Sir Colin Davis, lo que no tuviera de nacimiento a buen seguro lo aprendió después. Tal vez eso explique, al menos en parte, la inmejorable impresión que me causó en su debut con la Real Filharmonía, incluso en un programa tan poco colorista como el que figuraba en el cartel. La otra parte que apoya el elogio es una musicalidad desbordante y un buen gusto palmario.
Hacía tiempo que no se escuchaba aquí un Beethoven tan bueno, y no se me ocurre mejor manera de homenajearle en este año de conmemoraciones del aniversario de su nacimiento. Por de pronto, Prometeo es una partitura que le va como un guante a la Real Filharmonía, paradigma del repertorio para el que fue concebida la orquesta santiaguesa. Por lo demás, Cottis dio los ocho fragmentos de este ballet con fuerza y con claridad: de una parte, si bien Cottis no desconoce las enseñanzas historicistas, las moldea con una técnica “nach dem Schlag” que da calidez y cuerpo al sonido allí donde otros sólo ven aspereza y raquitismo; de otra parte, Cottis sabe que a la música de Beethoven no se la puede dejar que suene sola, sino que hay que esforzarse en cada compás, cada línea, cada frase, cada plano sonoro (cuánto y qué bien se ocupó de subrayar el peso de la cuerda grave, de jamás tapar la presencia de las maderas, y de empastar la orquesta con una argamasa sólida). El resultado –tanto en los tutti como en las muchas intervenciones solistas (bravo para el chelista Plamen Velev y para el flautista Laurent Blateau)- fue de un vigor contundente, y el público lo apreció con toda justicia. Ojalá que vuelva pronto.
También las dos obras de la primera parte se ajustan a las medidas de la Real Filharmonía. Y Cottis demostró la naturalidad de su pulso para sostener las Danzas concertantes de Stravinski, una obra que atrapa por su transparencia y por ese jugueteo seco del autor con el estilo clásico y el lenguaje moderno. Igualmente en el acompañamiento limpio de ese Adagio con dos anexos que se conoce como Concierto de Aranjuez. La decepción estuvo en el bilbaíno Enrike Solinís: las canas me sirvieron para sobreponerme a la mala predisposición que supuso ver que iba a tocar con amplificación; pero también me valen para confirmar que el estilo aflamencado no le va nada a una pieza que tiene más sobriedad que duende, razón por la cual no necesita los muchos ornamentos que le puso Solinís. Lo que no quita para reconocer su pasmoso virtuosismo en la propina que ofreció tocando un minúsculo ukelele.
Y aquí es donde entra la segunda mujer. Si Pablo de Sarasate hubiese sido guitarrista, habría renegado de este concierto como lo hizo del de Brahms y por el mismo motivo; porque tocar el solo de corno inglés como lo tocó Esther Viúdez, con un fuelle infinito para frasear con la mejor de las elegancias, le mereció que la ovación del público fuese más intensa que la dispensada al solista. Hasta donde yo sé, en los contratos que los músicos firman con sus orquestas no se suele incluir una “cláusula de rescisión” al modo futbolístico; pero también sé que no hay nada que lo impida. Que tome nota quien haya de tomarla, no se (nos) la vayan a llevar.
Comentarios
Pocos músicos españoles con el talento del señor Solinís son los elegidos para dar un nuevo aliento a la música clásica. El crítico Alfredo López deja ver una vez más la falta de conocimiento de la música en general, llenando sus críticas de palabrería ajena al arte musical por desconocimiento y tirando de clichés que beben de conceptos estéticos de épocas pasadas. Una pena.