Reino Unido
Un Siegfried triunfante en un Londres trágico
Agustín Blanco Bazán

Después del Oro del Rhin (2018) y La Walkiria (2019), Vladimir Mikhailovich Jurowski y su Orquesta Filarmónica de Londres inauguraron este año con una antológica versión de concierto de Siegfried en el Royal Festival Hall londinense. El ocaso de los Dioses vendrá el año que viene, como parte de dos ciclos completos del 23 al 31 de enero y del 5 al 10 de febrero. Después de este Siegfried yo me anoté para el primer ciclo, aniquilando así las esperanzas de una entrada de prensa para mis colegas de Mundo Clásico. Y a ver si puedo explicar mi entusiasmo en las líneas que siguen.
Comencemos por sugerir que la wagnerización londinense de Vladimir Mikhailovich no puede haber sido más a tiempo. El año que viene se inaugurará como director artístico de la Ópera de Baviera, y allí no le quedará más remedio que hacer mucho, pero mucho Wagner, si es que quiere dejar una huella similar a la de sus predecesores. Y deberá hacerlo con las producciones que le caigan en suerte, algo no siempre auspicioso en medio de ese cultismo de obsesiva reformulación de diez óperas wagnerianas que impera entre el Rhin y el Oder. No por casualidad ensalza el ruso las virtudes de una versión concertante con esas frases tan suyas, escuetas y a la diana: “el principal punto de interés es la música en sí misma.” Un cronista del Financial Times decidió endulzar un poquitín este concepto al sugerir que “una versión de concierto parecería ser la única forma de reintroducir la música y los cantantes como foco de interés.” Al diablo pues con eso de la Gesamtkunstwerk, esa “obra de arte total” con que el compositor definía el elemento teatral como inseparable del resto. Algún complejo de culpa en este sentido llevó a los organizadores ingleses a poner unos vídeos afortunadamente sosos para decorar esta ocasión, por ejemplo un oso atravesando el fondo, una cobra de lengua literalmente viperina en lugar de Fafner y unos rayos y truenos al comienzo del tercer acto. Y como en la selva del dragón parece llover tanto como en Londres, a alguien se le ocurrió ponerle al caminante un impermeable negro con caperuza y todo. El resto fue una versión de concierto hecha y derecha, y de las mejores, con cantantes de una experiencia suficiente no sólo para cantar sino también para actuar su fraseo sin partitura; salvo Pankratova, que pidió un atril para mayor seguridad, pero sin dedicarle siquiera una mirada durante el dúo final.
Y, de cualquier manera, hubo una escenografía fascinante, a saber, la de la interacción entre Jurowski, la orquesta y los cantantes. A diferencia de Thielemann, que no deja de mirar a los solistas, Jurowski parece concentrarse más sobre la orquesta, con solo algunos movimientos de mano muy precisos y económicos para dar entrada a los cantantes. Lo milagroso en esta ocasión es que estos últimos, ubicados en el proscenio, casi tenían el director a sus espaldas aún cuando sincronizaron con este a la perfección. Sólo en algunos momentos decisivos (pero no más que diez) giró Jurowski 90 grados a la derecha o la izquierda para confrontar a los personajes. Así que corrijo: algo de buen teatro hubo, gracias al talento, experiencia y profusión de ensayos invertidos en esta ocasión.
Que Jurowski es exactamente lo contrario que su compatriota Gergiev quedó claro ya desde una introducción de timbales con absoluta oscuridad en el podio, seguida de una diferenciada entrada de metales y moderados sforzandi de tubas. De esta manera, la premonición dramática de todo el acto se instaló como hilo conductor de un trabajo de filigrana, ansioso y evocativo en el primer diálogo de Siegfried con Mime, de asertivo contraste en el dialogo entre éste y el caminante, y jubiloso cromatismo en la forja de Nothung. En línea con la dramaturgia musical de esta obra, Jurowski nunca se esforzó por ser sentimental o apasionado, sino simplemente sensible y asertivo, con un pathos sesudamente construido a través de detalles expuestos sin estereotipos y una exposición de tiempos que pareció acelerarse hacia el fin de cada acto. La soledad de Sigfried después de haber matado a Mime y su ansiedad por precipitarse al miedo de la vida fueron comentados con milagrosa diferenciación de violas, chelos y contrabajos, y en el preludio al tercer acto un hierático piccolo pareció rebelarse en contraste con los arrolladores dominantes de la masa orquestal. Como consecuencia de esta sólida unidad interpretativa, la última escena no salió como un estertóreo contraste a lo anterior, sino más bien como afirmación de todo lo ocurrido: la trascendente revelación del miedo de Siegfried y el neurótico temor de Brünhilde confluyeron en un final desprovisto de heroísmo fascista y concentrado en la angustia y el desafío encapsulado en esa frase que lo dice todo: “leuchtende Liebe, lachender Tod!” (amor radiante, muerte risueña).
Éste último fue también un momento de triunfo para Pankratova, una Brünhilde cuya voz tiende a desbordar en cada nota pero que a cambio exhibió una densidad formidables, un trino bien diferenciado y un luminoso agudo final. También fue un triunfo para Torsten Kerl, luego de un Siegfried que cantó con incisiva articulación, timbre cálido y registro sin quiebros. Eugene Nikitin interpretó un Caminante con soberano apoyo de frases en legato y Adrian Thompson fue un Mime en la línea del inolvidable Graham Clark, que cinceló cada frase con enfático humor, furia, y sobre todo oscuridad de psique. Vocalmente hablando, el más imponente del reparto fue Robert Hayward como Alberich, pero su formidable squillo y pareja impostación lucieron menos de lo que deberían por causa de un alemán algo impreciso. Menos convenció la Erda de Anna Larsson, siempre sensible en el fraseo pero ahora algo insegura en el apoyo y el passaggio. Excelente el Fafner de Brindley Sherrat, y luminosa Alina Asamski como el pájaro del bosque.
La función comenzó el primer sábado de febrero a las tres de la tarde con un Royal Festival Hall repleto de melómanos que durante los intervalos aprovecharon para explorar en compañía de sus correligionarios el sentimiento trágico de sus vidas luego de consumado el Brexit. En suma, pues, un gran día de triunfo y tragedia wagneriana.
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