España - Galicia
Poca broma
Alfredo López-Vivié Palencia

A la vista del programa, me había prometido a mí mismo disfrutar de una función alegre, divertida y chispeante: una obertura celebérrima directamente ligada a la sinfonía con más sarcasmo de todas las de su autor, y un concierto de fuegos artificiales. Además, un solista precedido de galardones prestigiosos y un director a quien ya conocía y de quien tengo buena opinión. Disfrutar, disfruté; pero esta noche no se escuchó en el Palacio de la Ópera nada divertido ni chispeante (y no me estoy refiriendo a los “guasapitos” inoportunos –todos procedentes del mismo sector de la sala, lo cual significa que al dueño del teléfono no le dio la gana de apagarlo-, ni al coro de toses del respetable –al que un servidor contribuyó, no por aburrimiento sino por catarro-).
Andrey Boreyko (Leningrado, 1957) no quiso ningún lirismo en las secciones impares de la obertura de Guillermo Tell: la primera sonó con la oscuridad propia del arranque de la Cuarta Sinfonía de Sibelius (y con el cuerpo que ha ganado la cuerda grave de la orquesta en los últimos tiempos), y la tercera con un fraseo sobrio. Tampoco dio rienda suelta a la tormenta –contenida, con poco aparato eléctrico-, ni mucho menos al galope final, cortado al bisturí y con la percusión atada en corto. Pero me gustó, y mucho, porque el concepto fue coherente, y porque la Sinfónica de Galicia rindió servicio a alto nivel, en conjunto y en individualidades.
Seong-Jin Cho (Seúl, 1994) ganó el tercer premio del Concurso Chaicovsqui en 2011. No se conformó, y en 2015 se llevó el primer premio del Concurso Chopin. La fuerza del uno y la poesía del otro le vinieron bien para dar el Concierto en La mayor de Liszt. A pesar de su aspecto adolescente, su versión me pareció madura, consciente de que –por una vez- en esta pieza manda más la orquesta que el piano, y por lo tanto se dejó llevar por un Boreyko que –otra vez- impuso un carácter muy serio a la cosa. No hubo alharacas en la orquesta ni en el teclado; lo que no me impidió apreciar un toque muy limpio en el coreano, y una potencia sonora apabullante. Con buen criterio, Cho agradeció los aplausos del público con una propina de ambiente sereno (y, para mí, de autoría ignota).
He escuchado interpretaciones muy burlonas de la Décimoquinta Sinfonía de Shostakovich, aunque nunca sabremos si ésa era la intención del buen Dmitri (lo cual tiene la ventaja de que cualquier interpretación puede sonar “auténtica”). Desde luego para Boreyko no lo es. Tuve la impresión de que al maestro ruso el inmenso segundo movimiento le pesó demasiado como para olvidarse de su carácter sombrío en el Allegretto que le precede y en el que le sucede, pues ambos sonaron muy prudentes. Igualmente, en el último tiempo no se me apareció el esqueleto partiéndose los huesos de risa (imagen que, por la razón que sea, siempre me viene a la cabeza cuando oigo esta música). Pero de nuevo esa coherencia conceptual me convenció.
Qué difícil es ese segundo tiempo; y qué concentración la de Boreyko y la orquesta para resolverlo con nota. El recuerdo de Götterdämmerung no sonó dramático ni amenazador, como también Boreyko evitó cualquier desbordamiento sonoro en las tremendas explosiones que lo sacuden. Porque estuvo metido de lleno en la estepa orquestal que lo domina: en esos momentos Boreyko dejó la batuta en el atril y, con unas manos que son la viva expresión de la elegancia y de la sobriedad, guió con más empaste que pulso a la orquesta en esa larga travesía, recorrida paso a paso, sabedor de que en el desierto hay que administrar la poca agua con que le proveen a uno.
Ni que decir tiene –pero es una obligación y un placer decirlo-, la Sinfónica de Galicia sobresalió en un repertorio que conoce, y sus primeros atriles brillaron en una pieza en la que abundan las intervenciones solistas, desde el concertino hasta el último percusionista. Por eso al terminar el concierto fue Ruslana Prokopenko –chelista principal- quien, con todo merecimiento, se llevó a casa los dos ramos de flores: el de Cho, porque su dúo con el pianista fue una preciosidad; el de Boreyko, por su sonido grande y su buen fraseo en el Tell (si tardó apenas una fracción de segundo en corregir la afinación del sobreagudo final, es otra prueba de su profesionalidad), y sobre todo por el aplomo con el que afrontó sus largas intervenciones en el páramo de Shostakovich. Brava, brava, y tres veces brava.
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