Recensiones bibliográficas

Viva y coleando: la ópera del Novecento

Raúl González Arévalo
viernes, 3 de abril de 2020
Elvio Giudici, Il Novecento © 2020 by Il Saggiatore Elvio Giudici, Il Novecento © 2020 by Il Saggiatore
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Es frecuente leer y escuchar dos afirmaciones lapidarias: que la ópera como género está muerta y que después de Puccini (o de Strauss) no se han compuesto más títulos dignos de ser recordados. La primera la desmentía, antes de la landa desolata que ha provocado la crisis del COVID-19, la programación tan dinámica de miles de teatros de la cultura occidental. Además, la publicación de grabaciones integrales, en su mayoría en formato DVD, confirmaba el dinamismo que de alguna manera había recuperado el sector discográfico tras la crisis del CD, renovado por otra parte en su oferta por sellos pequeños pero inquietos. Para muestra, las novedades que cada año está impulsando el Palazetto Bru Zane, centrado en la recuperación del repertorio francés del Gran Siglo XIX (1789-1918).

La segunda queda fácilmente desmentida con un simple vistazo al índice de Il Novecento e la musica americana*, quinto y último volumen de la serie L’Opera. Storia, teatro, regia que Elvio Giudici ha consagrado a la historia del género desde una perspectiva doble, entendido en primer lugar como teatro musical y en segundo desde la evolución de las propuestas escénicas, según códigos culturales en continua evolución, precisamente desde mediados del siglo XX. Había curiosidad (no exenta de malicia) por ver el resultado dedicado a este período, desdeñado por cierta crítica, pero también por el público generalista, afecto al gran repertorio. El resultado: 1.500 páginas dedicadas a 59 compositores y el análisis de 125 óperas. De manera global, Giudici ha realizado un trabajo hercúleo, que a la postre se ha saldado con 6.000 páginas y un centenar y medio de compositores tratados. La comparación con su mítica L’Opera in CD e video en su última edición (Il Saggiatore, 2007), con 218 autores y 735 títulos en 2.336 grabaciones, es inferior en número; sin embargo, el estudio de las obras es mucho más extenso. De hecho, el detalle con el que aborda algunos aspectos (el estilo, el fraseo, el acento, la prosodia) o arias emblemáticas es asombroso, convirtiéndose en auténticas clases magistrales escritas.

Frente a los volúmenes anteriores (Il Seicento, dedicado al Barroco; Il Settecento, centrado en el Clasicismo; L’Ottocento, vol. I y L’Ottocento, vol. II Verdi-Wagner, con el Romanticismo como hilo conductor) se observa la ruptura definitiva de la unidad del género, iniciada de forma progresiva en el siglo XIX. Pero si entonces aún se distinguían elementos comunes en el lenguaje, fruto de transmisiones culturales que abarcaban del bel canto italiano a la influencia de la grand-opéra francesa, el Siglo de las Guerras rompe los moldes de las escuelas nacionales para ofrecer recorridos individuales. Con todo, se pueden distinguir los cantos del cisne de cada una, empezando por la italiana, que parte de la Giovane Scuola, etiqueta reductiva que Giudici discute constantemente, con razón. Aquí el compositor más destacado –de todo el volumen en realidad– es Puccini, a quien dedica nada menos que 440 páginas (casi un tercio de la obra) y de quien están todas las óperas menos Le villi (apenas publicado el primer DVD en Dynamic). De todos los autores probablemente es quien mejor representa en formato audiovisual la evolución de las propuestas escénicas, de las más tradicionales de la segunda mitad del siglo XX hasta las más recientes y rompedoras.

Como en anteriores ocasiones –Don Carlo(s) de Verdi, Carmen de Bizet y Los cuentos de Hoffmann de Offenbach– Giudici no duda en entrar en cuestiones musicológicas, enriqueciendo el debate con razones eminentemente teatrales, lo cual resulta mucho más atractivo al apasionado de ópera. Así, vuelve a defender –como ha hecho siempre– la versión original de Madama Butterfly –en particular el primer acto, el más afectado por los cortes posteriores– a partir de la grabación de la apertura de temporada en la Scala con Chailly (Decca 2016). De la misma manera, entra en materia con los dos finales de Turandot escritos por Alfano y, sobre todo, la nueva propuesta de Luciano Berio, de la que realiza un análisis muy detallado, de nuevo gracias al registro del director italiano en el coliseo milanés (Decca 2015).

El acercamiento al DVD por fuerza debe ser diferente al CD. En el disco el oyente visualiza el personaje con imágenes sonoras, mientras que el formato audiovisual limita más la interacción del espectador con la música, condicionado por lo que ve. Es un tema fundamental que Giudici desarrolla, entre otros títulos, a propósito de la Manon Lescaut de Kaufmann y Opolais (Sony 2014). Aquí explica el poder del acento para imprimir sensualidad a los personajes, aspecto que Freni y Pavarotti lograban plenamente en disco, con 55 años cumplidos, pero que difícilmente habrían satisfecho en DVD en nuestra época, dominada por el imperio de la imagen. A la inversa, si Kaufmann ha conseguido imponerse como referencia en los papeles del Cisne de Luca en lo vocal como en lo actoral, Opolais, cuya figura y adecuación física son indiscutibles para el título, presenta fallas importantes en el canto. Se trata de una cuestión fundamental que explica las discusiones entre aficionados, con algunos que no quieren ver ópera en DVD, y otros que por el contrario no quieren el disco.

Indudablemente son aspectos que aparecen constantemente en los demás autores de la escuela, en la que Pagliacci di Leoncavallo y Cavalleria rusticana de Mascagni han constituido la punta de lanza de la discusión. Al mismo tiempo, en el caso de las grandes estrellas clásicas del disco hay ocasiones en las que el formato audiovisual supera claramente la grabación solo audio, como el Andrea Chénier de Giordano con Pavarotti; en otras ocurre al contrario, como el Rodolfo del tenor de Módena desde San Francisco en compañía de la Mimì de Freni en 1989, frente al disco de ambos en 1972 con Karajan, o la propia encarnación vídeo de Big Luciano en 1977 con la Scotto desde el Metropolitan. Además están las encarnaciones que, sencillamente, llegaron tarde, o no debieron llegar, pero no hace leña del árbol caído: a propósito de Adriana Lecouvreur, Giudici escribe que “cada uno reacciona a su manera ante artistas en declive que ha amado mucho, de modo que puede ser que a los fans de Joan Sutherland no les importe escuchar semejante documento despiadado de un estado vocal no en declive sino, en 1990, ampliamente declinado. A mí me da pena y el amor de tanto tiempo me impide entrar en detalles”. Por el contrario, afortunadamente, el DVD también ha documentado grandes encarnaciones que no llegaron al disco, como ocurre con esa misma Adriana Lecouvreur con Mirella Freni, o su Fedora de Giordano.

El avance del mercado del DVD permite a Giudici salirse de los títulos más trillados para entrar en consideraciones sobre otros menos transitados, más allá de los compositores citados. Así, junto a la Adriana Lecouvreur de Cilea está su L’arlesiana; junto al Chénier de Giordano, sus Fedora, Marcella e Il Re; L’amico Fritz de Mascagni e, incluso, La campana sommersa de Respighi (cuya La bella dormente del bosco, recién publicada por Naxos, no ha llegado a tiempo de ser incluida). Al mismo tiempo, sorprenden algunas ausencias de compositores citados en el discurso para recordar el contexto musical: de Alfano se habla de sus finales para Turandot, pero no comparece su Cyrano de Bergerac, del que hay dos DVDs, nada menos que con Plácido Domingo (Naxos) y Roberto Alagna (DG); de Catalani falta el de La wally (Capriccio) y de Pizzetti el de Assassinio nella cattedrale con Ruggero Raimondi (Decca). Si La donna serpente de Casella está demasiado reciente en Naxos, había uno previo en Bongiovanni. Por último, Palla de’ Mozzi de Marinuzzi ha recibido su estreno europeo en Cagliari hace escasos meses, aunque está por ver si llegará al DVD.

Por el contrario, la inclusión de las óperas de Nino Rota (Napoli milionaria, La notte d’un nevrastenico, I due timidi) es una reivindicación en toda regla de un compositor de primera línea, demasiadas veces minusvalorado, digno heredero de una escuela que en el volumen llega hasta la interesantísima Il signor Goldoni de Luigi Mosca. Lástima que no haya grabaciones en DVD de las óperas de Marco Tutino, cuya música me consta que aprecia Giudici, con obras profundamente teatrales, de Il bello indifferente (sobre texto de Cocteau) a La ciociara (cuya versión cinematográfica valió el Óscar a Sofia Loren), estrenada con una extraordinaria Anna Caterina Antonacci en Cagliari. En cualquier caso, se trata de ausencias que anhelará más el lector ávido de profundizar en el tema y conocer la opinión de Giudici, pero que no afectan un ápice a la valoración excepcional del volumen.

A caballo entre el siglo XIX y el XX, Rimsky-Korsakov justifica su presencia en el volumen como el compositor más moderno del Grupo de los Cinco. El profundo conocimiento de Giudici de la escuela rusa –ya evidenciado en Ottocento. Vol. I, con sus análisis de las obras de Borodin, Chaicovsqui y Musorgsqui– culmina un recorrido que, en términos musicales, se vio conmocionado por la Revolución Rusa, una cesura evidente a la hora de abordar tanto Stravinsky como Shostakovich, exponentes unipersonales dentro y fuera de la Unión Soviética.

La ópera alemana se lleva otra parte del león, con Richard Strauss a la cabeza (265 páginas). Aquí el universo cultural es bien diferente y Giudici se revela de nuevo fino conocedor, incluyendo los cambios derivados de traumas como la I Guerra Mundial. Para muestra, el análisis que rodea El caballero de la rosa y La mujer sin sombra, hasta llegar a la desconexión total de lo que le rodeaba con el auge del III Reich y la postrera Capriccio. El periodo de Entreguerras que condujo al auge de los fascismos en Europa y la II Guerra Mundial recibe también una atención detallada en el extenso tratamiento de obras tan representativas como Lulu y Wozzeck de Alban Berg. Mucho más reducida es la presencia de otros compositores encuadrados en lo que los nazis llamaron Entartate Musik (música degenerada): Hindemith, Schönberg, Korngold y Weill. Y si de una parte subraya la importancia de su producción, en otros casos no se priva de juicios lapidarios, como cuando define de soporífera la historia del Palestrina de Pfitzner. No ha llegado a tiempo de incluir la Beatrice Cenci de Goldsmith aparecida hace poco.

Como apasionado del teatro, la valoración de Janacek y Britten, exponentes aislados de la lírica checa y británica, es muy alta, de modo que se extiende a gusto en cada uno de los títulos incluidos. Y lo mismo hace con otra obra tan icónica como Pelléas et Mélisande de Debussy, aunque ciertamente en el caso de los franceses da mucho más juego desde el punto de vista teatral Poulenc (Diálogos de carmelitas), mientras que la presencia de Messiaen y su San Francisco de Asis parece más la obligación de un hito musical de la década de 1980.

Más allá de la perspectiva estrictamente personal del autor, la ambición enciclopédica del planteamiento de la obra confirma la casi nula repercusión internacional de los compositores españoles, con la única presencia del Merlin de Albéniz (escrita, para más inri, para la escena inglesa y en el idioma de Shakespeare). Así, resuena el vacío de los estrenos de los últimos años, que tuvieron cierto predicamento entre la prensa nacional y fueron fijados en DVD, como Don Quijote y Lázaro de Cristóbal Halffter, Gaudí de Joan Guinjoan o El público de Mauricio Sotelo. Se trata de una cuestión más evidente aún cuando compositores de países sin tradición lírica prácticamente, y menos aún de proyección fuera de sus fronteras, como Finlandia, sí están presentes, de Salinen a Rautavaara y Saariaho (con L’Amour de loin, pero no Only the Sound Remains, grabada por Erato con Philippe Jaroussky como protagonista); lo mismo ocurre con Maskarade de Nielsen, ópera nacional danesa; por no hablar del chino afincado en América Tan Dun, que con su Marco Polo une Oriente y Occidente, mientras que para El primer emperador contó nada menos que con Plácido Domingo.

La megaestrella española, recientemente estrellada entre acusaciones de abuso de poder y acoso sexual que algunas instituciones y medios de comunicación de todo el mundo han dado públicamente por válidas, es la razón de ser de grabaciones como Il postino, del mexicano Daniel Catán, o Goya, del italo-americano Gian Carlo Menotti, cuya importancia en la historia de la ópera adquiere otra dimensión respecto a la atención internacional que concitó en su momento. Hay que lamentar la ausencia absoluta de su compañero Samuel Barber, cuya Vanessa vio la luz en DVD por primera el año pasado (Opus Arte).

Entramos así de lleno en el tercer pilar del volumen: la música americana (o anglosajona, sin incluimos compositores como el británico George Benjamin, presente con su exitosa Written on the Skin, pero no con la igualmente aclamada Lessons in Love and War). El propio título del volumen, Il Novecento e la musica americana, impone una reflexión previa: la lírica del siglo XX y la producción americana ¿son géneros diferentes? Dicho de otra manera: ¿existe una ópera americana? ¿Podemos hablar de música americana como escuela nacional, al estilo de las europeas decimonónicas? Para ser considerada tal, ciertamente se tendrían que compartir algunos rasgos básicos, más allá del idioma común. Y la verdad es que no lo hay salvo, tal vez, una inclinación evidente por la tonalidad y la melodía, que algunos relacionan directamente con un género, ese sí genuinamente americano, como es el musical. Comoquiera que sea, por número de compositores incluidos, veinte, en una línea que comienza con Gershwin y su Porgy and Bess (considerada la “primera ópera genuinamente americana”) y llega hasta el Hamlet de Brett Dean (entrenado en 2017), la ópera americana es la que mayor peso tiene por variedad de autores. Por el contrario, la inmensa mayoría de nombres comparece con un solo título, con excepción de John Adams (La muerte de Klinghoffer, El niño, Nixon en China), Thomas Adès (The Exterminating Angel, Powder Her Face, The Tempest) y el ya citado Menotti (Il console, Goya, La medium). En todo caso, es innegable que, hoy por hoy, Estados Unidos es el único territorio occidental en el que se estrenan óperas nuevas cada año, de manera regular, con compositores cuyos mayores logros y principal reconocimiento se sitúa, precisamente, en el campo de la lírica.

Bien es cierto que esta escuela americana presenta una particularidad única, ausente en los compositores europeos: la influencia del cine, en el que Hollywood sigue detentando la primacía mundial. No solo resultan inevitables, sino que son obligadas las referencias a grandes clásicos modernos, ganadores del Óscar o no, y que muchas veces partían asimismo de clásicos de la literatura americana. Y aquí Giudici confirma otra de sus grandes pasiones y referentes: el cine. Bien lo ejemplifica Jake Heggie, cuya Moby Dick es el único título incluido, aunque se analiza también Dead Man Walking (película traducida como Pena de muerte en España), presente en el Teatro Real de Madrid la temporada pasada, a la vez que Erato lanzaba la grabación solo audio de su última ópera, Great Scott, menos lograda sin duda que las anteriores. Otras óperas parecen haber envejecido prematuramente, a pesar del éxito del estreno, como Un tranvía llamado deseo de André Previn, La elección de Sophie de Nicholas Maw o Los fantasmas de Versalles de John Corigliano, una de las pocas ocasiones en las que no hay referencia literaria o cinematográfica.

Por ese motivo al público de sensibilidad más contemporánea resultarán más cercanos otros dos títulos que han merecido un extenso análisis por razones diversas: Mujercitas de Mark Adamo (siete páginas, incluido el análisis literario y cinematográfico) o Brokeback Mountain de Charles Wuorien, con el mismo procedimiento. Hay para todos los gustos: de clásicos contemporáneos como Bernstein (Candide; no así West Side Story, que algunos teatros de ópera incluyen en su programación) a directores metidos a compositores como Lorin Maazel y su filosófica 1984; o tratamientos de fábula como Pinocchio de Jonathan Dove. Aunque, si de americanadas se trata, la palma se la lleva, sin duda, la Anna Nicole de Mark-Anthony Turnage sobre la vida acelerada (de previsible fin prematuro) de la exconejita Playboy, en un mix cuanto menos original, con influencias evidentes de jazz, pop, country, canción melódica y ritmos desenfrenados a lo Bernstein. Sin duda, para el público europeo, pero para el americano también, tiene más atractivo la ópera dedicada a la icónica Jacqueline Kennedy, protagonista de la Jackie O de Michael Daugherty, por la que desfilan otros tantos mitos americanos contemporáneos como el millonario griego Aristóteles Onassis, la diva Maria Callas, el artista pop Andy Warhol, la actriz Elizabeth Taylor o la aristocrática intérprete, luego princesa, Grace Kelly. Probablemente las dos últimas óperas sean un buen compendio de lo que podemos entender por cultura americana contemporánea vista con los ojos de un europeo.

Como era de esperar, la prosa aguda, brillante, por momentos ácida, siempre con sentido del humor, de Elvio Giudici, mantiene todo su ingenio y profundidad, en un estilo único inconfundible, que le ha convertido en una referencia obligada como analista de la cultura no solo italiana, sino occidental, tomando como observatorio y punto de partida el mundo de la ópera. Pero no teman, su amor por las voces está bien presente y sus viejas predilecciones permanecen inmutables: su amada Mirella Freni, desaparecida hace pocas semanas y el inmenso Luciano Pavarotti, tótems de Puccini; o Renée Fleming y su Strauss.

Como ocurre cuando uno llega al final de un viaje (ya sea una serie literaria, cinematográfica o de televisión) hay una cierta sensación de melancolía. Afortunadamente, se puede releer cuanto se quiera. En los más de veinte años que llevo haciéndolo no dejo de aprender y de asombrarme, también desde la discrepancia. O quizás más aún precisamente por ello. Por todo, gracias, Elvio.

Notas

Elvio Giudici, "Il Novecento e la musica americana. Storia, teatro, regia", Milán: Il Saggiatore, 2019, 1584 pp

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