Cine
La creación musical de Andréi Tarkovski (II/IV): Colaboración con Eduard Artémiev (1972-79)
Paco Yáñez

Afrontando, pues, una nueva etapa musical en su filmografía, Andréi Tarkovski requiere los servicios de un compositor cinco años más joven que él: Eduard Artémiev. Nacido en Siberia, Artémiev había sido pionero en la Unión Soviética en lo que se refiere a la utilización de música electrónica compuesta con sintetizador para el cinematógrafo. La colaboración de Artémiev con Tarkovski se extenderá a lo largo de sus tres próximos largometrajes, constituyendo, en lo musical, una etapa de especial significación que comienza con Solaris.
Солярис (Solaris, 1972)
Solaris supuso la adaptación al cinematógrafo de la exitosa novela homónima publicada en 1961 por el escritor polaco Stanisław Lem. Su argumento se centra en el descubrimiento de un océano inteligente situado en un planeta distante, capaz de alterar la mente humana, consiguiendo que ésta proyecte en neutrinos, y con apariencia totalmente real, las imágenes más recónditas que llevan las personas en su interior (tema, este del misterio insondable de las profundidades humanas, que reaparecerá en Stalker). La película se convierte en un canto a la Tierra, así como en un debate continuo entre los principios morales, entre el deber y el amor, entre la ciencia, la filosofía y el deseo; todo ello, en unas circunstancias inhumanas en las que quien se comporta de forma más humana es, precisamente, la mujer proyectada desde el recuerdo en neutrinos.
La música presente en Solaris aúna los sonidos naturalistas diegéticos, las composiciones electrónicas de Eduard Artémiev y el Preludio coral en fa menor "Ich ruf zu dir, Herr Jesu Christ" BWV 639, perteneciente al Orgelbüchlein (1708-17) de Johann Sebastian Bach. Es éste, claramente, el nuevo estilo que primará en el fonograma de las cintas tarkovskianas de aquí en adelante, por lo que podemos afirmar que, desde el punto de vista de la música y el sonido, Solaris es la primera película de madurez de Andréi Tarkovski (curiosamente, en ciertos elementos esta madurez se asienta en el terreno sonoro antes que en el imaginario visual).
Resulta importante resaltar cómo el ambiente sonoro de la Tierra y de la estación espacial son muy distintos entre sí a partir del uso del sonido. Podemos, a este respecto, rescatar de nuevo las palabras del propio Tarkovski, que dice: «En el fondo yo tiendo a pensar que el mundo ya suena de por sí muy bien y que el cine en realidad no necesita música, con tal de que aprendamos a escuchar bien». Esta concepción se encuentra plenamente desarrollada en las primeras escenas de Solaris, después de unos títulos de crédito capitalizados por el Preludio coral bachiano, a cuya duración se ajustan escrupulosamente.
Las primeras imágenes de la película nos muestran la naturaleza por medio de un arroyo con sus plantas acuáticas: ese medio primordial del que surgió la vida, acompañado de sonidos diegéticos de agua, pájaros, insectos, etc.; todo un mundo que parece resumir la creación hasta la aparición del hombre, del cosmonauta Kris Kelvin, en su despedida de la Tierra antes de partir hacia la base Solaris. Emplazados en una dacha a orillas de un lago, los primeros minutos del metraje empapan al espectador de sonidos cotidianos de la vida en el campo (agua, pájaros, insectos, perros, lluvia, caballos, pasos, risas de niños, conversaciones o viento). Constituyen toda una declaración de intenciones explícita de que la música sólo será utilizada para crear evocaciones y ambientes muy concretos en momentos precisos en los que aparece este leitmotiv que es el tema bachiano, siempre en el espacio exterior, de forma conjunta con la música de Eduard Artémiev.
Si las escenas en la Tierra, que ocupan los primeros 41 minutos de Solaris, están exentas de música (excepto la parte, en el minuto 32', en la que Berton entra en coche en la ciudad, en la que aparecen desasosegantes sonidos electrónicos creados con el sintetizador ANS que enfatizan la división entre campo-acogedor / ciudad futurista-hostil, a la par que nos dejan entrever el estado anímico del cosmonauta retirado), la ambientación sonora de la base espacial tiene una factura muy diferente, como veremos a continuación. Y es que ya desde el despegue (minuto 41:10), la composición musical de Eduard Artémiev entra en escena con un trabajo que parece recordarnos en todo momento, ya sea con zumbidos, con una base de sonido grave de fondo, con ruidos de los aparatos electrónicos de la estación espacial, etc., que estamos en otro lugar muy distinto a la Tierra. Se trata de una realidad extraña y lejana, de la cual la mayoría de los espectadores no posee una memoria auditiva que, sin embargo, Tarkovski nos suministra a través de la banda sonora, de origen sintético y electrónico (y casi siempre amenazante). Este tipo de sonidos electrónicos fueron compuestos por Eduard Artémiev con el ya citado sintetizador ANS, creado entre 1955 y 1958 por Yevgeny Murzin a partir de generadores ópticos (Beer, 2006: 103). Se trata de uno de los primeros sintetizadores de su género construidos en el mundo, gracias al cual Artémiev ya había realizado composiciones específicas para dicho instrumento, a partir de 1961. La flexibilidad de este dispositivo foto-electrónico permite un aumento muy sustancial en la cantidad y en la calidad de timbres sonoros, pues con este amplio rango el compositor puede acometer sonoridades muy sugerentes que se transforman a gran velocidad a partir de 720 tonos puros. Todo ello fue correlacionado por Eduard Artémiev en base a imágenes y sonidos, que iba puliendo a través del potencial del ANS para que el movimiento visual (especialmente, el del océano Solaris) tuviese un reflejo de un modo casi fractal en el movimiento sonoro.
Según David Beer (2006: 111-112), el uso de la música electrónica creada a partir del sintetizador ANS se circunscribe a tres ámbitos: a) presencias extrañas -explícitas o implícitas, sean o no extraterrestres-; b) elementos tecnológicos del escenario; y c) grandes espacios abiertos. Ello depara un uso muy tecnológico de la música en una película que, precisamente, aborda el tema de dicho desarrollismo, y que correlaciona una sofisticada (aunque decrépita) maquinaria espacial en lo visual con la música resultante del uso de la tecnología acústica de vanguardia en aquel momento. Estamos, pues, muy lejos de lo que podrían ser otros filmes en los que la 'ciencia ficción' (género en el que dudo se pueda incluir, estrictamente, esta película) se asocia a una banda sonora convencional y «primitiva» -siguiendo el vocabulario tarkovskiano-.
Tras la música electrónica que ha acompañado el despegue, el vuelo y el aterrizaje de Kris Kelvin en Solaris -que intenta representar los aparatos electrónicos involucrados en tales maniobras-, a los 43:57 minutos de película la música calla por unos momentos para mostrar el silencio y la soledad del cosmonauta. Sus pasos por los corredores de la estación se acompañan de ruidos de alarmas, de cortocircuitos eléctricos, etc. Todos ellos definen un ambiente muy poco acogedor y que señala un peligro potencial de todo lo que rodea al recién llegado visitante. El minuto 45', con el encuentro de Kelvin con Snawt, marca la reaparición de la música creada con el sintetizador ANS, con el motivo temático de la estación Solaris. Se trata de un tema electrónico de carácter misterioso y sereno, que se opone al tema del Preludio coral bachiano -que representaría lo humano-. Para marcar las visiones extrañas que Kelvin tiene (como la de la oreja en la hamaca de Snawt), Eduard Artémiev recurre a una base de alarmas y sonidos electrónicos, rota por la aparición de las campanillas que acompañan a la adolescente de neutrinos proyectada en su día por la mente de Guibarán. La alternancia de sonidos electrónicos oscuros y perturbadores con el «tema Solaris» marca los diferentes estados de ánimo y visiones de Kris Kelvin en la nave, incluyendo su visita al camarote de Guibarán y su encuentro con Sartorius. Únicamente cuando se recluye en su encierro, puede Kelvin recobrar cierta paz, como expresa un campo sonoro reducido que, sin embargo, se verá perturbado de forma regular hasta en los momentos de sueño. Es al dormir, precisamente, cuando reaparece en el camarote el «tema Solaris», pues la mente del cosmonauta recuerda a Hari y se produce la materialización de la mujer en neutrinos, acompañada por una exaltación del tema musical de la nave ante su visión. La música se carga de misterio y tensión a medida que Kelvin se despierta y toma conciencia de la situación, superponiendo el «tema Solaris» con diversos sonidos electrónicos de carácter confuso y amenazante. Este tema musical, que ya podemos asociar a Hari de algún modo, reaparece de forma constante, aunque más sereno en sus sucesivas entradas, cuando Kelvin ha conocido finalmente las razones 'científicas' que explican estas apariciones.
Resulta evocador y curioso, continuando en el paisaje acústico del camarote de Kris Kelvin, el uso de los papeles pegados al ventilador: un eco artificial e ingenioso en la estación espacial del sonido del viento en la Tierra que habíamos escuchado en el comienzo del filme. Ello no hace sino jugar con lo aparente y con la ambigüedad de todas las realidades que vamos conociendo a lo largo del largometraje. A este respecto, podemos citar también la materialización de Hari, que para David Beer es un buen ejemplo de lo que denomina creación de preguntas a través de la música, más que aportación de respuestas propiamente dichas. La banda sonora contribuye a cierta sensación de pérdida que nos hará cuestionarnos si realmente Kelvin está alucinando o soñando, si está consciente o inconsciente, o incluso si toda la película no es más que un residuo en la memoria del cosmonauta. Al emplazar Tarkovski la música en los espacios de transición entre la vigilia y el sueño potencia, al mismo tiempo, la transición entre realidad y fantasía, entre lo imaginado y lo soñado. Las largas repeticiones de sonidos, notas y tonos del sintetizador ANS, con su carácter de «hiperrealidad», favorecen este efecto (Beer, 2006: 113).
El minuto 19:13 del segundo DVD (seguimos con las ediciones de Ruscico comercializadas en España) nos muestra cómo va surgiendo, a partir de la música electrónica con que se acompaña la visión del océano Solaris, el tema inicial del Preludio bachiano. Éste anticipa la escena en la que Kelvin muestra a Hari el vídeo de su infancia, con el objeto de comprobar si ella recuerda algo (por tanto, si ella es 'real'). De este modo, Tarkovski asocia la música de Bach -su compositor predilecto- a la Tierra y a la pureza familiar de las imágenes rodadas en el campo: una asociación del compositor alemán con el ámbito familiar que reaparecerá en Zerkalo (1974) y en Offret (1986). Terminada la proyección del vídeo, el Preludio coral BWV 639 se mantendrá, aún, unos segundos. En esa misma escena (23:58) se produce una autocita muy especial desde varios puntos de vista, como antes hemos apuntado (también, por lo que al sonido se refiere), al resonar el agua de la ducha unida al tema coral de Andréi Rubliov, mientras Kelvin medita observando una réplica del icono de La Trinidad en su camarote. Se trata de un bello momento de paz, acompañado de su mujer en la cama, así como de una imagen y de un sonido puros de la tierra rusa, que le devuelven a un pasado y a un tiempo (proustianamente) recobrados en el espacio exterior. Este entrañable pasaje es interrumpido por la entrada de Snawt, que trae ideas de cómo deshacerse de los visitantes (en el momento, por tanto, menos oportuno para Kelvin). Su irrupción viene acompañada de la inquietante música electrónica de Eduard Artémiev, que cesa al comenzar su conversación.
Otra escena especialmente bella y cargada de matices musicales es la de la biblioteca. En el minuto 47:48 (DVD 2), mientras Hari observa el cuadro de Pieter Brueghel el Viejo, escuchamos toda una composición musical de voces, ladridos, campanadas, pájaros, etc., con electrónica añadida. El conjunto suena como una presencia espectral y distorsionada, sin pleno sentido real de la sociedad humana: es parte de ese esfuerzo imposible de Hari para tener recuerdos de su pasado, y que gracias al plano sonoro se deduce que no son naturales, sino imaginados, como una nebulosa acústica distorsionada y ambigua.
El minuto 51' (DVD 2) marca la segunda entrada del órgano bachiano (tercera, si contamos los créditos), durante la escena en la que Kris y Hari levitan abrazados en la biblioteca, suspendidos por la ingravidez y rodeados del mundo terrestre a través de sus representaciones artísticas: cuadros de Brueghel, una edición ilustrada de Don Quijote (1605/1615), diversos libros, esculturas, ornamentos de época, etc. Se trata de un fragmento de una belleza subyugante y poderosamente evocadora, en el cual podemos redescubrir, como lo hace Hari, la belleza y la profundidad de la Tierra, así como el inmenso amor que por ella destila Tarkovski a través de las imágenes y de una música sin cuya bachiana participación es imposible imaginar esta secuencia ni cuanto la misma representa. En ella se cuela, completando un todo sólidamente compacto, una fugaz imagen de la hoguera del vídeo de la infancia, a la que Kris vuelve en el regazo maternal de Hari (convertida en epítome de la madre-amante en el espacio). La música de Bach se funde con el sonido electrónico y oscuro del océano, al asomar las imágenes de este último, en un todo continuo, como si en esta fusión se unieran los motivos del hombre y del ser de neutrinos en ecos prolongados del abrazo previo.
A partir de la ruptura de este ambiente, con la escena del intento de suicidio de Hari con oxígeno líquido -a la que se asoma el «tema Solaris» de fondo-, la música es presencia casi constante en todo lo que resta de película. La enfermedad de Kelvin y su delirio están acompañados de una música mareante con entradas de un órgano distorsionado que sonoriza las imágenes de la casa de campo y de su salón, en correspondencia con el distanciamiento de la realidad terrestre que empieza a vivenciar el cosmonauta. Aparece, también, el motivo en 'fuga visual' de las personas de Hari y de la madre, casi confundidas (algo muy característico en Tarkovski, y que será fundamental en su cuarto largometraje, El espejo). Esta inquietante música sirve de camino hacia la casa del cosmonauta, donde Kelvin se reencuentra con su madre en el marco del este sueño-recuerdo-pesadilla. En él no escuchamos la voz del diálogo propiamente dicho, sino el sonido de los grillos y el tic-tac del reloj de su casa (de nuevo, la memoria se conforma a través del fonograma).
La reaparición de preludio bachiano en el minuto 77:46 (DVD 2) preside la decisión del regreso a la Tierra en el camarote, donde vemos las hierbas crecer. Ambas -imagen y sonido- actúan como nexo y lanzadera de la historia hacia nuestro planeta. La música de Johann Sebastian Bach nos lleva a un escenario como el del comienzo del filme, con el agua revisitada y Kris Kelvin de paseo por los alrededores de la dacha. No obstante, al Preludio para órgano se une ahora una lírica y evocadora música coral compuesta electrónicamente con el sintetizador ANS, para expresar el punto álgido de la vivencia recobrada de la Tierra.
Con el acercamiento a la casa paterna reaparece el «tema Solaris». Vemos llover en el interior de la dacha, donde está el padre del cosmonauta, en una fusión de imágenes enigmáticas y de música desubicada que, unidas a las nubes del final de la película, crean una conclusión muy ambigua y abierta. A ello contribuye, sin duda, la presencia de la música del tema del océano, expuesta con especial misterio y densidad.
El proceso de transformación y absorción del BWV 639 bachiano por parte de la música electrónica es especialmente relevante, según David Beer (2006: 115-116), ya que la forma clásica muta en forma electrónica de carácter disonante. Ello se asocia y se refuerza en los fotogramas, ya que las nubes y la visión de la casa como una isla en el océano nos recuerdan a las descripciones de Berton al comienzo de la película. Para Beer, esto se puede referir al «tercer espacio»: un ámbito que ya no es el hogar del que partió Kelvin ni tampoco la base Solaris, sino un nuevo lugar al que llega el cosmonauta transformado por sus experiencias en el espacio exterior. La combinación de las tres fuentes sonoras de Solaris: ausencia de música (en la Tierra), sonidos del sintetizador ANS (en la estación espacial) y la música de Bach (en el espacio exterior como evocación de la Tierra), se produce en este final ambiguo para unificar todos los espacios y las experiencias previas en el retorno de Kris Kelvin a cierto confort o seguridad del hogar, que ya nunca será el mismo, en todo caso.
Como hemos visto, la música de Eduard Artémiev resulta ciertamente avanzada para el año 1972, en lo que al terreno cinematográfico se refiere. El desarrollo como compositor de este músico se vio notablemente favorecido por el contacto con Tarkovski, que realmente era quien suministraba las ideas de cómo debería ser el ambiente sonoro de sus obras, necesitando tan sólo el «dominio magistral» (Artémiev, 2005) del compositor para unir los ruidos y hacer de ellos música. En la banda sonora, la toma de préstamos de composiciones clásicas (Bach, en este filme) no se debía resaltar más que en momentos puntuales, con la fuerza que de esta forma gana el procedimiento, mucho mayor que en el uso habitual de la música en el cine convencional, donde el espectador se llega a 'inmunizar' frente una música tan presente y sobrecargada. Eduard Artémiev (2005) dice haber elaborado un lenguaje especial durante el trabajo conjunto en Solaris, en base a un «sistema de imágenes, de filmación y de partitura» (que, afirma, ningún otro director le volvió a requerir jamás).
Destaca el compositor, asimismo, lo complejo que era trabajar con Tarkovski, pues éste no estaba presente durante la grabación del sonido: sólo a posteriori elegía entre las piezas de música grabadas, de modo que el compositor no sabía si éstas valdrían o no hasta llegar a oídos del director. Por este motivo, tuvo en algunos casos que registrar hasta ocho veces un mismo pasaje, algo que -dice- lo sumía en un estado de incertidumbre y nerviosismo constantes. Este aspecto se debe a un planteamiento sonoro fundamental de Tarkovski, al que ya nos hemos referido antes: «Cuando no me alcanzan los medios del cine, entonces yo incluyo la música».
El uso de la música clásica (con especial presencia de Johann Sebastian Bach) en el cine de Tarkovski está condicionado por la juventud de este lenguaje artístico, así como por el deseo del realizador de dotar al séptimo arte de cierta conexión histórica a través de las obras de la creación artística previas en él recogidas; preferentemente, música y pintura. Eduard Artémiev (2005) lo señala con las siguientes palabras : «El cine no tiene raíces, es un arte demasiado joven. Sólo tiene cien años. Para crear en el espectador la sensación de que este arte tiene raíces profundas y una conexión con el arte mundial, Tarkovski usa la música de los viejos maestros. Así como los cuadros de pintores famosos, que son citados en sus obras. Los de Leonardo da Vinci, por ejemplo. Esto crea, subconscientemente, la profundidad de las raíces de este arte».
Resulta harto curioso que sea en dos películas ambientadas en el espacio exterior (aunque en absoluto de ciencia ficción, en el sentido popular y encasillador del término), y cuya estructura narrativa parte de la Tierra para volver a la misma con una nueva mirada o nivel de evolución, en las que dos genios del cinematógrafo hayan comenzado a tomar préstamos de forma continua de la música clásica para sus filmes. Enfrentadas por muchos durante décadas (siendo dos joyas perfectamente complementarias), como parte de una paralela «guerra fría cultural», 2001: A Space Odyssey (1968), de Stanley Kubrick, y la cuatro años posterior Solaris son el punto de partida en ambos realizadores de un uso de la música culta que se extendería a lo largo de sus respectivas carreras. En Kubrick, ciertamente, predominó un gusto mucho más moderno y contemporáneo, que incluía piezas de György Ligeti, Béla Bartók, Krzysztof Penderecki, Dmitri Shostakóvich, etc.; mientras que las citas musicales en Tarkovski tienen un origen más clásico en los Johann Sebastian Bach, Giovanni Battista Pergolesi, Ludwig van Beethoven, Richard Wagner, Giuseppe Verdi, etc.
Así pues, Solaris, como hemos visto, es una obra que define, en lo musical, todo lo que será el Tarkovski futuro hasta 1986. En adelante, éste desarrollará sus nuevos postulados en paralelo a una visión artística cada vez más personal y profunda. La colaboración con Eduard Artémiev prosigue en la siguiente cinta de Andréi Tarkovski, la irrepetible y genial Zerkalo.
Зеркало (El espejo, 1974)
El espejo es una absoluta obra maestra en cuanto a estructura, composición y montaje. Una película de una audacia y de un atrevimiento tales en el manejo de los tres planos temporales sometidos a continuas interrelaciones como método de comprensión de las interdependencias y causalidades, que de ello se derivan unas exigencias inauditas no sólo para el espectador, muchas veces perdido ante tal suma de acontecimientos (aparentemente inconexos), sino para la génesis de la obra en sí; que tal vez sea la más compleja, en cuanto a su realización, de las filmadas por Tarkovski; así como, con diferencia, su cinta más personal. Rafael Llano (2005: 74) nos dice que las películas de Tarkovski en este período «difícilmente podrían haber sido producidas por nadie en Occidente», debido al riesgo comercial de sus propuestas: aspecto, este, condicionado de forma muy distinta en la producción soviética, donde Mosfilm, sin dar total libertad a Tarkovski, ni muchos menos, sí le permitía la realización de una cinta profundamente personal y al margen de lo que buena parte del cine occidental era ya en aquel momento.
Reflejo de la enorme complejidad de una película, El espejo, en la que, de un modo joyceano, se entremezclan recuerdos, pensamientos, pasajes soñados, corriente de conciencia, etc., articulados por la memoria del propio Andréi Tarkovski, es su banda sonora. Supone un paso más en el desarrollo de su concepto del sonido, en línea con lo ya logrado por Solaris, pero de forma mucho más sutil, pues los ambientes que se recogen en la nueva película son más variados y complejos emocionalmente. Es por ello que Eduard Artémiev compuso para ella una música electrónica realmente notable, que va de la imitación de ruidos de la naturaleza (a modo de remedos diegéticos) a sonidos que parecen ejercer de conciencia alternativa a la propia imagen, cobrando un peso por momentos más verídico que lo propiamente visual. La selección de sonidos es ahora más variada; y su integración con la imagen, más intrincadamente compleja, refinada y simbólica, a la vez que solapada entre lo que son ruidos/música y música electrónica/música clásica. El propio Tarkovski hablaba así sobre el que fue proceso de integración del sonido en Zerkalo (Llano, 2002: 366):
Yo paso mi tiempo libre en el campo, en un lugar llamado Myasnoye, donde estoy la mar de bien. Amo la naturaleza, no la vida de las grandes urbes; por eso me siento plenamente feliz allí, lejos de la parafernalia de la civilización moderna. Mi dacha en la campaña, a trescientos kilómetros de Moscú, me sabe a gloria. Pues bien, allí, el ruido del viento, del fuego, del agua está presente por doquier. Quien no haya prestado atención a esos ruidos se pierde una maravilla. Yo estaba decidido a emplearlos en El espejo. Tanto la atmósfera de la casa familiar como el mundo infantil y el entorno natural de muchas secuencias daban pie a la composición de sonidos y registros de ruidos de la naturaleza.
Algunos de esos sonidos los planificamos previamente y los grabamos en directo. Otros, los realizamos en laboratorio, después de las tomas. Grabamos también la voz de mi padre leyendo sus propios poemas; ése era un documento que me interesaba.
Empleamos, en fin, algunos fragmentos de música clásica -Purcell, Pergolesi y de Johann Sebastian Bach-. Os confieso que no conozco música superior a la de este último compositor. Se le podrá considerar elitista o no, pero si hablamos de arte, no creo que haya habido talento como el de Bach. Para mí es imposible definirlo, porque mi alma recibe de su música un impulso inmediatamente perceptible. Mis amigos saben que con una grabación de Bach me hacen feliz, aunque, la verdad, cada vez lo tienen más difícil, porque tengo una muy buena colección de grabaciones de Bach. Como lo amo, me serví de su música en El espejo.
La utilización de la música de Bach parte, de nuevo, de una breve pieza para órgano del Orgelbüchlein: "Das alte Jahr vergangen ist" BWV 614. Esta música acompaña los títulos de crédito que suceden al prólogo donde se resumen buena parte de las intenciones filme (la escena de logoterapia), y en cuyo montaje sonoro comienzan las superposiciones de audio tan típicas de Tarkovski. En este filme, éstas llegarán a su paroxismo, pues el director va a jugar con tres momentos temporales distintos. La continuidad del tema bachiano sobre la figura de la madre observando el campo, ya en la primera escena del filme, vuelve a mostrar este uso, combinado con el empleo de sonidos de la naturaleza -como hojas movidas por el viento-.
En la escena del incendio del cobertizo hace aparición la desasosegante música electrónica de Eduard Artémiev. Esta música continuará luego en la escena del niño dormido, así como en el sueño en el que vemos el bosque mecido por el viento. Otra imagen de corte onírico, la de la madre lavándose el pelo junto a su marido mientras se precipita el techo de la habitación, presenta uno de los pasajes más obscuros y expresionistas de la música de Artémiev, con una presencia amenazante y misteriosa de la electrónica en toda la secuencia.
Peculiar uso del sonido tiene, también, la escena de la familia española de los Del Bosque, en la que se introduce el audio de una plaza de toros, mientras se conversa sobre Palomo Linares -con audio en castellano en la versión original-. Tras esto, Tarkovski introduce música española sobre un recorrido vertiginoso de imágenes que nos llevan, con la misma base de sonido, a la despedida de los «niños de la guerra» en la contienda civil española de 1936-1939. Aquí aparece un nuevo plano acústico: el de la despedida en el puerto, con su respectivo paisaje sonoro transido de lamentos, lloros y sonidos portuarios.
Otro momento bellísimo en cuanto a paisajes acústico-musicales lo constituye el izamiento del globo aerostático: primero, en silencio; después, acompañado de una versión para coro del Quando Corpus del Stabat Mater (1736) de Giovanni Battista Pergolesi. Esta música queda asociada a las escenas documentales de la película, así como a algunos de sus momentos más poéticos y hermosos. Es por ello que el tema de Pergolesi se superpone a la siguiente escena, en la que Ignat observa los dibujos de Leonardo da Vinci. La escena a la que da lugar esta entrada, en la casa de Tarkovski, está confiada a la música electrónica de Artémiev desde que a la madre le cae el bolso y el adolescente siente un déjà vu, o la «electricidad», como él lo denomina. Vuelve a reaparecer la música, posteriormente, asociada a la mujer que invita al muchacho a leer, con una presencia oscilante hasta que desaparece con la marca del vaso en la mesa, enfatizando la irrealidad y carácter fantasmagórico de este episodio.
El campo de maniobras y entrenamiento de los niños durante la Segunda Guerra Mundial nos conduce a otro momento histórico distinto, con el recuerdo de los amores infantiles; produciéndose aquí un refinadísimo uso de The Indian Queen (1664, rev. 1694), de Henry Purcell. El tema musical se hará presente, asimismo, en una entrañable escena en la que el joven protagonista se observa en el espejo mientras su madre empeña unos pendientes para poderlos alimentar, enfatizando en la mirada del chico una profunda tristeza y desazón, realmente asombrosas en su plasmación, algo que traerá a su mente recuerdos de la joven pelirroja de los labios cortados, como contrapunto al drama y a la humillación del momento actual.
Las imágenes de la guerra se acompañan de un tema con fuerte presencia de percusión que arranca ya desde el campamento militar de adiestramiento infantil, con una aparición ondulante a través de las imágenes históricas de archivos de guerra. Esas imágenes, que parece entrever el niño huérfano en la distancia, desde un paisaje netamente bruegheliano, muestran la heroica exaltación soviética en la guerra, si bien este patriotismo un tanto impostado va a desembocar en el dolor de la contienda de nuevo, con el sonido de los bombardeos, la desgarradora música electrónica de Eduard Artémiev y la bomba atómica como final de toda una secuencia de horrores históricos. Este campo de desolación parece sugerirnos, tanto desde la imagen como desde el fonograma, que la guerra es siempre terrible, cualquiera que sea su resolución, algo que se refuerza en la banda de sonido con una conclusión que enfatiza de forma notable la percusión y los tambores bélicos que habían dado inicio a este recorrido.
La siguiente escena, con el regreso del padre al hogar desde el frente, es antológica y paradigmática desde un punto de vista sonoro y musical. Se trata de una secuencia de una genialidad absoluta y cumbre en el manejo de las citas, los planos, el sonido y la tensión simbólico-narrativa. En ella se enlazan los elementos de sonido característicos del lenguaje tarkovskiano, como son, por este orden: a) sonidos diegéticos naturales: llegada del padre al hogar, palabras a la madre, toma del bosque con los niños y su disputa por el robo de un libro de Leonardo da Vinci, sonidos de estos corriendo por el bosque; b) música electrónica: que acompaña la carrera de los hijos entre los árboles, después de que el padre haya llamado a Marina; recorrido para el cual Eduard Artémiev compuso una música que parece evocar un corazón ansioso y expectante por lo que se va a encontrar, no sin ciertos tintes oscuros; c) música culta: con el recitativo "Und siehe da, der Vorhang im Tempel zerriss" de la Johannes-Passion BWV 245 (1724) bachiana, que acompaña, desde su poderoso arranque de órgano, el emotivo abrazo de los niños al padre y la aparición del cuadro de Leonardo da Vinci Ritratto di Ginevra de' Benci (1474-78) -es ésta una imagen de transición que enlaza el pasado con el presente, a través de un rostro, el de Ginevra, en el cuadro, y el de la actriz Margarita Terékhova, en el papel de madre (en el pasado) y mujer (en el presente), de una cercana y perturbadora similitud-; y, finalmente, d) música electrónica: con la que concluye este prodigioso recorrido acompañando al cuadro de Leonardo en su visionado final.
Esta escena, de apenas dos minutos de duración, nos muestra no sólo la maestría en el uso del sonido al que llegaron conjuntamente Andréi Tarkovski y Eduard Artémiev, sino el profundo conocimiento de la obra de Johann Sebastian Bach que poseía Tarkovski, si atendemos al texto del mismo y a su posible correlación con lo que supone esta escena en la vida del protagonista de la película, que no es sino el propio director ruso. En dicho texto bíblico se habla del colapso del templo, que podemos identificar con el propio hogar de los Tarkovski, dominado por la madre, cuya fría y distante mirada sigue el recorrido de la llegada del padre al hogar, el mismo que años antes abandonara; al que sigue la resurrección de los muertos, algo que no nos será complejo identificar con la llegada del padre desde el frente, en cuyas batallas bien podría haber pensado su familia que éste habría muerto. De hecho, la mirada del niño durante el abrazo paterno-filial no es sino una especie de constatación de que no se acerca ningún peligro acechando a su padre, aún vestido de militar. Como vemos, es complejo encontrar en el mundo del cinematógrafo un dominio de semejante calibre, tanto en complejidad técnica como en significatividad biográfica, artística e histórica.
Tras la ya mencionada visita de Aliosha con su madre para empeñar los pendientes -acompañada por la música de Henry Purcell-, nos encontramos con una de las escenas más célebres del cine tarkovskiano: la levitación de la madre sobre la cama acompañada por el padre (filmada en un hermoso e intemporal color sepia). Para este momento de absoluta trascendencia y recogimiento, Tarkovski rescata la música de órgano bachiana que habíamos escuchado durante los créditos, en uno de los momentos clave de esta película.
Asimismo, el final de Zerkalo queda dominado, musicalmente hablando, por el Kantor, por medio del coro inicial, "Herr, unser Herrscher", de la Johannes-Passion de Bach, ya desde el encuentro del padre y la madre tendidos sobre la hierba. La mirada de la madre, en su juventud, se entrecruza con la visión de la dacha familiar destruida, así como con ella misma, ya anciana, cuando recupera el contacto con sus hijos —para ella, eternamente niños—, a los que lleva de la mano por los campos (de la vida). El coral bachiano se interrumpe bruscamente con el atávico grito del primogénito (el propio Tarkovski en su infancia): en un gesto de liberación, concluyendo el proceso de 'desbloqueo' de los recuerdos que nos había anunciado la sesión de logoterapia en el prólogo de la cinta.
En todo caso, no son estos más que unos muy significativos ejemplos referidos al ámbito musical en un largometraje de obligado visionado para quien quiera conocer no sólo una verdadera obra maestra cinematográfica, sino una de las más bellas formas de utilización del sonido que nos ha deparado el cinematógrafo a lo largo de su ya centenaria historia.
Сталкер (Stalker, 1979)
Eduard Artémiev continúa a cargo del sonido, por última vez, en el rodaje de la siguiente película de Andréi Tarkovski: Stalker. El guion, basado en la novela de ciencia ficción Пикник на обочине (Pícnic junto al camino, 1971), de los hermanos Arkadi y Borís Strugatski, es una reflexión sobre el sentido de nuestras vidas, tanto individual como colectivo, así como sobre el valor de la fe. A su trabajo con las imágenes, verdaderamente impecable, y a su refinado uso del color y del sepia, debemos añadir un uso muy cuidado de la banda sonora, en un filme de ambientes muy diversos y difíciles de abordar por un cineasta, como veremos a continuación.
Eduard Artémiev (2005) recuerda la complejidad que supuso encontrar la música exacta para Stalker, pues Tarkovski quería ahora una mezcla de estilos oriental y occidental, aunque era plenamente consciente de que se trataba de «ríos que nunca se encontrarían» (búsqueda que, como veremos, presidirá los fonogramas de las que serán sus últimas dos películas: Nostalghia y Offret, con sus músicas, respectivamente, china y japonesa). Con este objetivo, el compositor recurrió a una melodía europea medieval (tocada con una flauta de bloque), a un tar (instrumento armenio), y a procedimientos de variación de la música hindú. Tras recomponer todos estos elementos durante meses (proceso dilatado y agravado por la pérdida del material original de Stalker), Artémiev llegó a la solución utilizada en el filme, que fue tratada, a mayores, con sintetizadores. De algunos comentarios posteriores del propio Artémiev parece desprenderse que Tarkovski no llegó a estar plenamente satisfecho con esta parte musical, teniendo que contentarse con lo que habían creado, a pesar de los enormes esfuerzos de Eduard Artémiev por sintetizar tradiciones musicales y buscar en zonas del Cáucaso elementos melódicos y tonales que ejemplificaran dicho cruce de caminos cultural, artístico y espiritual.
El tema compuesto por Eduard Artémiev para la película, al que llamaremos «tema Stalker», es lo primero que escuchamos en el largometraje, precediendo, incluso, a la imagen en sepia del bar sobre la que se proyectan los títulos de crédito mientras llega a la taberna el físico: uno de los tres protagonistas de la película. Se trata del tema completo, con flauta y tar sumados a la base electrónica; un tema que no aparece en su integridad sino tres veces en todo el filme: títulos de crédito, sueño del stalker y plano final de Monita (la hija del stalker), asociado a pasajes de gran carga simbólica. Este «tema Stalker» continúa en los rótulos que nos ponen en antecedentes de lo sucedido en la Zona, cuyo final permanece silente.
La entrada en la habitación de la familia del stalker viene precedida por el sonido de los trenes, que será, junto con las bocinas de los barcos del puerto, una constante durante todo el metraje que discurre fuera de la Zona. Estos sonidos diegéticos servirán para mostrar la cercanía del stalker a su lugar de partida, ejerciendo, así, de llamada continua al viaje, al movimiento de este hombre de fe.
El plano que recorre cenitalmente la cama familiar se acompaña del estruendo de un ferrocarril pasando cerca de la casa, con un breve acompañamiento de La Marsellesa (1792), de Claude Rouget de Lisle, en la orquestación de Hector Berlioz, que emerge sobre la apariencia de una música de banda, en lo que Rafael Llano (2002: 447) denomina «música acolchada, apenas discernible entre los rumores de los trenes». Serán cuatro las veces en que la música aparecerá asociada al tren, todas ellas en momentos muy significativos de la película. En este caso, el himno francés, símbolo de libertad, igualdad y fraternidad, pasa, como el ferrocarril, con mucho estruendo, portando sonidos acerca del destino de la sociedad cerca de la familia yaciente, pero sin llevarlos más allá de la situación aparentemente miserable en la que parecen malvivir, como si los tiempos de progreso fuesen distintos, o como si ese tema, netamente occidental, quedase un tanto lejano al inmovilismo dormido de la sociedad soviética. Como comenta, de nuevo, Rafael Llano (2002: 447), ante estos temas entremezclados con el sonido del ferrocarril «el espectador no sería capaz de discriminar si lo había escuchado realmente o si se trataba de una figuración suya, de una pequeña alucinación acústica». En todo caso, ello trabaja en pos de la conformación del significado global de la escena de forma muy efectiva, así como, siguiendo la pista de Llano, no siempre consciente.
Constantes ruidos de trenes y avisos transmitidos por altavoces procedentes de la cercana estación (en un uso muy bressoniano del sonido para recrear la imagen fuera de campo), penetran en la casa del stalker, recordándole que es hora de partir. El protagonista emprende la marcha a pesar de la vehemente súplica y amarga queja de su mujer, a la que observamos sumida finalmente en una crisis nerviosa en el suelo, mientras el sonido del tren invade, atronador, la casa, acompañado del clímax orquestal de la obertura de la ópera Tannhäuser (1843-45), de Richard Wagner. Esta cita parece una alusión nietzscheana al triunfo de la voluntad del hombre por encima de su propia familia y del orden social, así como un reflejo del propio Tannhäuser en la ópera de Wagner, con un alma dividida entre el hogar y el deseo de ir más allá, hacia lo desconocido: uno de los ejes centrales de Stalker.
Las escenas que suceden a este comienzo, ya sea el encuentro con el escritor (tercer protagonista de la película) o la reunión en el bar, tienen como paisaje acústico el sonido de los trenes y de los barcos, con unas bocinas que suenan distorsionadas en el marco de un ambiente decrépito. En todo caso, parece que el único personaje atento a ese paisaje sonoro es el stalker, que es quien reconoce el sonido de su tren, uno de los más imperceptibles de cuantos escuchamos ahora en el fonograma.
El episodio de la entrada en la Zona sigue el mismo patrón acústico, con abundante sonido diegético de vehículos, pisadas, disparos, etc. El juego con el sonido correspondiente a imágenes fuera de campo sigue resultando atractivo para Tarkovski como medio para sugerir posibilidades. Así ocurre cuando parece que uno de los personajes, el físico, hubiese sido abatido por una ráfaga de ametralladora, algo que la imagen luego desmiente, aunque nosotros lo hubiésemos intuido de otro modo, vía fonograma. La larga secuencia de adentramiento en la Zona, con los tres hombres sentados en el motocarro, se acompaña de sonidos de tren casi en ostinato. A ellos se va a ir sumando, poco a poco, la música electrónica de Eduard Artémiev, casi en correlación con el sonido del motocarro, con su carácter incisivo, repetitivo y amenazante.
Si bien la llegada a la Zona propiamente dicha (con paso del sepia al color en el fotograma) aún se acompaña de esta síntesis de sonidos, al poco el silencio se constituirá como el paisaje sonoro habitual en su destino. Tan sólo escucharemos esporádicamente sonidos de animales, el sonido de los pasos y los movimientos de los tres hombres, así como una base electrónica grave y sutil que se incorpora a determinadas secuencias del filme para crear una sensación de presencia, de amenaza latente en su sonido sordo y misterioso. Este sonido, junto con otros de carácter furtivo que reaparecen en la Zona, son lo que Rafael Llano (2002: 447) denomina «rumores. Algunos de ellos serían naturales, otros los elaboraría en el laboratorio, con ayuda del compositor musical. En ningún caso se trataría de una melodía, en el sentido cinematográfico habitual del término. [...] Tarkovski confiaba en que la música electrónica pudiese transformar los sonidos naturales hasta conseguir en ellos una resonancia nueva, más poética, por así decir».
El encuentro del stalker con la Zona, cuando se adentra en ella para tenderse sobre la vegetación, va acompañado del «tema Stalker», que reaparece con enorme fuerza en este momento. La fusión del stalker con la Zona no es aún plena, no sólo porque predomine el color, sino porque el «tema Stalker» se presenta todavía incompleto, con electrónica y tar, pero sin flauta de bloque, lo cual indica que la comunión total aún no se ha consumado.
Tras ese momento iniciático de comunión, que el stalker ha de realizar en solitario, su reencuentro con el escritor y el físico se acompaña brevemente del tema musical antes citado, que desaparece a los pocos segundos. La devolución del motocarro retoma los sonidos en ostinato que los habían traído a la Zona. A ellos los sucede la visión del campo y de los tanques, con el rumor de un viento helado y apuntes de electrónica para reforzar la visión perturbadora de la maquinaria de guerra destruida e inservible en este nuevo espacio para nosotros todavía incógnito.
El trayecto por la Zona se acompaña de reapariciones del misterioso sonido electrónico de base, así como de sonidos diegéticos de pájaros y viento; si bien no veremos nunca a esos animales en la Zona, más allá de un perro, dos pájaros y unos peces. La combinación de sonidos naturales amplificados de pisadas, viento y voz distorsionada sirven a Tarkovski para crear el efecto de encuentro del escritor con la conciencia de la Zona, sin que en el fotograma nada anormal suceda, más allá del viento y del rictus de incomprensión del escritor. Esta tentativa desautorizada propicia un enfado por parte del stalker, que se distancia del grupo y se decide a hablarles de la Zona, momento en el cual reaparece el «tema Stalker», esta vez sólo como base electrónica, sin flauta ni tar.
La entrada en los restos de la central hidroeléctrica pone de manifiesto el uso del sonido a través de sus resonancias y ecos en las salas para crear una ilusión de profundidad de campo no visible, además de añadir una perturbadora sensación de desconocimiento y amplitud. A ello se une el sonido electrónico amenazante de fondo, goteos continuos, sonidos de hierros chirriando, caídas de objetos al agua, etc. Al reclinarse para descansar los tres hombres, y a medida que se recrudece la discusión entre el físico y el escritor -entre la ciencia y el arte-, se producen acercamientos al stalker, aún despierto, que intentan penetrar en su interior a través del color sepia y del «tema Stalker» en lo musical. No es hasta el tercer intento -mientras el dúo de previos litigantes duerme, paradójicamente, unido- que se consuma el largo travelling sobre los objetos sumergidos bajo el agua, a modo de residuos de la memoria -que diría Beckett-, acompañado, por primera vez desde los créditos, del «tema Stalker» al completo, con electrónica, flauta y tar, después de las palabras entonadas en off por la mujer del protagonista. Este tema va desapareciendo a medida que nos acercamos al lugar donde éste yace al lado del perro, cuando retornamos al color dominante en la realidad y en la consciencia. En su despertar, el propio stalker habla de la música, con una base de electrónica de fondo, en unos términos netamente schopenhauerianos, señalando a ésta como una realidad propia y diferenciada tanto del arte como de la ciencia. Así, en boca del stalker pone Andréi Tarkovski unas palabras que bien podrían ser las suyas, cuando su protagonista dice:
La música tiene muy poca relación con la realidad. Más bien, si tiene alguna relación es mecánica, sin sentido, como un ruido fatuo, sin relación alguna. Así y todo, ocurre un milagro: ¡La música penetra en el alma misma! Ese ruido, transformado en armonía, provoca una resonancia en nosotros. ¿Qué reacciona, convirtiéndolo en un foco de sumo deleite?, ¿qué nos une y nos conmueve?, ¿para qué nos hace falta eso? Y, lo más importante, ¿a quién? Ustedes responden: a nadie. Para nada. Desinteresado. No, difícilmente. Pues, al fin y al cabo, todo tiene su sentido. Sentido y motivo.
Ya en la clínica, donde se encuentra la habitación hacia la que se han dirigido los protagonistas de la película desde su entrada a la Zona, de nuevo se utiliza el juego de sonido y amplitud de campo sugerida por medio del fonograma; destacadamente, en los ecos que preceden a la entrada del escritor al «molino de carne», con sus cadencias de movimientos y ecos. Una vez en el interior del edificio, en la habitación de las dunas, junto al extraño vuelo de los pájaros reaparece brevemente el «tema Stalker» para acompañar la crisis existencial y profesional del escritor, al que parece asociarse el tema musical por primera vez cuando su disposición espiritual se antoja la más adecuada para acceder a la habitación de los deseos, ya despojado de su prepotencia y verborrea habitual. Llegados al umbral, sólo escuchamos el sonido de la naturaleza a través de los pájaros, antes de dejar paso a la palabra del hombre como único sonido en el fonograma. El científico explica, entonces, sus motivos, mostrando la confrontación que finalmente se da entre la alianza de ciencia (el físico frío y calculador que habla con mesura) y arte (el escritor de carácter vehemente, contradictorio y volcánico) contra el hombre de fe que es el stalker, denostado por lo anteriores, y cuyos únicos poderes son la esperanza y el altruismo.
Durante los últimos minutos en la Zona, con los ánimos ya más templados, reaparece el sonido de los pájaros, así como un teléfono de fondo, antes de que el agua purificadora nos conduzca a la habitación. Es una imagen del dispositivo programador de la bomba, sumergido junto a unos peces, lo que reintroduce el sonido del tren unido al Boléro (1928) de Maurice Ravel, a modo de celebración festiva por el encuentro del hombre con el umbral de su esperanza. A través de estos sonidos, realizamos el regreso de vuelta al mundo en sepia del bar, donde reaparecen los ecos de los trenes y los barcos de fondo. La imagen en color de Monita bajo la nieve nos trae, por tercera y última vez en el filme, el «tema Stalker» al completo, acompañando a la familia y al perro camino de su hogar, con un paisaje inhóspito e industrial de fondo. Se trata de un magnífico ejemplo de uso del mismo sonido para la Zona y para el entorno urbano, algo que diluye las fronteras entre los dos mundos, haciéndonos más difícil dilucidar el entramado relacional que sostiene a la película (Beer, 2006: 112). Este tema musical se introducirá brevemente en la casa del stalker, mientras el perro bebe y el hombre expresa su ira y frustración, al tiempo que nos encontramos con el hogar del «simplón» -como lo había llamado el escritor antes- repleto de libros. Tras las palabras de su mujer, aún habrá lugar para un uso simbólico final de la música, acabada la lectura de un poema por parte de Monita en la cocina. Primero, escuchamos las bocinas de los barcos de fondo, a modo de paisaje acústico de tipo diegético; pero cuando la niña mueve los vasos con su mente, el perro -fuera de plano- emite sonidos de desasosiego e intranquilidad, como si algo fuera de lo normal se estuviese desarrollando en la cocina, o como un recuerdo de la Zona, parte de cuyo poder parece mostrar la hija del stalker en este último e inesperado gesto que nos revela otra naturaleza extraordinaria.
El final de la película trae el sonido del tren, de nuevo, a un primer plano, acompañado en esta ocasión del coro final de la Novena sinfonía (1822-24) de Ludwig van Beethoven, como celebración de la humanidad y de la esperanza en el futuro de ésta -en un sentido muy cercano al que realizará Tarkovski, con fragmentos de este mismo coro, en su siguiente largometraje: Nostalghia-.
En su interesante libro sobre Stalker, Antonio Mengs (2004: 82-83) recoge las palabras de Eduard Artémiev en lo relativo al significado de las citas musicales en este largometraje, un significado que Tarkovski no quería asociar a grandes planteamientos filosóficos o artístico-culturales, sino a los sonidos que, como el tren, nos deja la vida como destellos a su paso. Creo, en todo caso, que debemos ser muy cautos con las declaraciones y con los escritos de Andréi Tarkovski, ya que a menudo incurre en fuertes contradicciones, según el contexto y el momento en que estén efectuadas (no debemos olvidar, al respecto, la fuerte presión que las autoridades soviéticas ejercían sobre los artistas e intelectuales rusos). Dudo, asimismo, que estas citas no tengan una muy premeditada significación simbólica, cultural e histórica; máxime, al asociar a la figura de un personaje filántropo, como el stalker, músicas de cargado mensaje humanista, como La Marsellesa o la Oda a la libertad/alegría de Beethoven. En todo caso, como todo el cine de Tarkovski, se trata de una propuesta para la vivencia personal de cada espectador, que en su propia interpretación de lo visto y de lo escuchado debe resolver buena parte de estas propuestas.
Stalker supuso la última colaboración entre Eduard Artémiev y Andréi Tarkovski, director que no volvería a realizar ninguna película en suelo soviético. Las bandas sonoras de las tres películas que rodaron juntos se pueden encontrar reunidas en un disco compacto del sello Electroshock Records (ELCD 012); si bien hay que reconocer que su contenido pierde muchos enteros despojado de la presencia de las imágenes que motivaron sus sonidos.
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