Obituario
Viens, mon grand!
Jorge Binaghi
Son éstas las palabras, repetidas, con que termina el cuarto acto del Don Quichotte de Massenet. Las pronuncia Sancho para consolar al caballero y para exaltar su figura ante la burla de los demás y la nostálgica pero firme negativa de Dulcinea. Son las que esta mañana me vinieron como un resorte a la mente cuando un amigo me envió la noticia de la muerte de Gabriel Bacquier, el descollante barítono francés y el más notable representante de su cuerda en su país (con el permiso del magnífico Robert Massard, que poseía seguramente medios más nobles o extensos, pero no su magnética y polifacética personalidad ni su versatilidad estilística).
Como en tantos otros casos tuve la oportunidad de verlo y oírlo (en su caso estaría mejor decir escucharlo porque era imposible no interesarse por lo que ese maduro, distinguido, pero en más de una ocasión, libertino y un punto o mucho ‘canalla’) en la década de 1960 en el Colón bonaerense (que si bien tuvo algún bache sigue siendo la más destacada de las últimas –y vamos ya por la sexta- y la única que en conjunto puede juzgarse digna del renombre que el coliseo porteño había alcanzado justificadamente).
Su debut con La Traviata que traía por segunda vez (1965) la incomparable protagonista de Anna Moffo y el Alfredo del triestino pero ‘argentino’ Carlo(s) Cossutta no pasó en absoluto desapercibido. La clase con la que interpretaba ese poco simpático personaje ha reaparecido últimamente, de otro modo, en dos cantantes tan distintos entre sí como Keenlyside y Tézier. Bacquier demostraba un conocimiento del italiano y del acento necesario en Verdi como para hacer de Germont padre un escaparate de sus virtudes (‘Di sprezzo degno’ en su entrada en el cuadro de Flora era memorable).
Pero después vino su intervención en una fabulosa versión de concierto de la difícil Damnation de Faust junto a la memorable Régine Crespin y un buen Albert Lance que, ¡ay!, sustituía a Nicolai Gedda. Y ahí, en el canto de su país, en el fraseo intencionado, satírico y satánico del diablo de Berlioz, sin vestuario ni decorado, produjo verdadera sensación (nunca he vuelto a oír, pasmado, una versión como la suya de ese sutil y sensual –ligeramente mefistofélico y nunca mejor dicho- ‘Voici des roses’).
Para mostrar su versatilidad al año siguiente cantó la versión para barítono del Orfeo y Eurídice de Gluck (que logró sacar adelante pese a algunos factores adversos) y en la misma temporada regresó para el protagonista de Guglielmo Tell-aún en italiano; ¿qué habría sido con la versión francesa? La respuesta está en su grabación comercial. Frente a un reparto desigual y una versión profundamente italiana de Fernando Previtali, y pese a un agudo corto (era esa su única debilidad) dio un retrato del protagonista completísimo.
Y a continuación fue el protagonista (un tanto maduro, pero para nada falto de enfermiza sensualidad y una socarronería muy gala) del mejor de los Don Giovanni (en conjunto) que me tocó presenciar en el Colón. Todavía cantaría en 1967 un notable Posa en un excelente Don Carlo volviendo a demostrar que cuando un papel de Verdi correspondía a sus cualidades su fraseo lo colocaba por encima de otros que, con más medios (pienso en Aldo Protti en 1962) sólo lograban impactar por la torrencialidad de volumen y extensión.
Pero tuvimos la suerte de verlo aún en dos de sus creaciones mayores, los cuatro diablos de Los cuentos de Hoffmann (un Lindorf peligroso y despectivo, un Coppélius cínico –lo que era al lado de Sandor Konya, el protagonista, lo puede saber sólo quien estuvo presente aunque una de las funciones se haya publicado hace tiempo en cd- y un Docteur Miracle estremecedor sin excederse en efectos ni en gesticulación, seguramente el más perfecto. En Dappertutto no era época para escapar de la difícil aria ‘Scintille, diamant’ que hoy se cambia o se corta por razones ‘filológicas’ y porque pocos se atreven con ella. Estaba claro que el tremendo agudo final le podía causar problemas: la forma de resolverlo fue justamente admirada y admirable).
Todavía le vimos su festejado e incontrolado Conde de Le nozze di Figaro junto a la excelente y también recientemente desaparecida Jeannette Pilou –una figura a la que no se le ha reconocido su justa importancia). Y en ese mismo papel lo vi en el Palais Garnier en 1980 en la famosa producción de Giorgio Strehler dirigido por Solti y con compañeros como Popp, Von Stade, Van Dam y Janowitz (una Condesa mejor que en el Colón): estaban intactos sus medios vocales y su actuación había ganado en naturalidad y desenfado.
Sólo una vez más pude verlo, y lamento profundamente no haberlo podido oír nunca en una opereta o un recital de cámara (ahí está en youtube su fascinante versión de ‘Allons-y Chochotte de Satie), en el escenario del Liceu barcelonés, en la que sería su última actuación allí, a finales de 1986: precisamente el Sancho al que me refería al principio en la maravillosa puesta en escena de Piero Faggioni y con Ruggero Raimondi de protagonista. Su intervención fue apreciada en su justo valor y después de esa especie de monólogo de final de acto recibió una merecida ovación, que se repitió al saludar al final.
No supe que me había despedido de él; era aún lo bastante joven como para no pensar en la edad de los cantantes, o si lo hacía seguía sin creer que algunos pudieran retirarse o morir, y ya había tenido bastantes ejemplos. Como el gran Bacquier, tan grande en su Sancho, o más, que su señor Don Quijote, decía en una entrevista cuando era profesor en el Conservatorio de París y otros sitios: “en prenant de l’âge, on devient sage”.
Es un axioma pero no para ‘perder el tiempo’ en épocas de corona virus para recordar a alguien que ha dejado su huella en el arte lírico…y en el corazón y la mente de los que tuvieron el privilegio de verlo y escucharlo: ‘Viens, mon grand! Viens, viens!”.
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