Obituario
De mortuis nihil nisi verum. El legado de Peter Jonas
J.G. Messerschmidt
De mortuis nihil nisi bonum, traducido libremente: de los muertos ni una palabra, si no es de alabanza. Esta norma, sin embargo, tiene sus excepciones. Quien ha tenido una actividad pública, queda sometido al juicio también público, incluso póstumo. De ciertos difuntos sólo se acepta como políticamente correcto el oprobio, mientras atribuirles alguna virtud es pecado que convierte automáticamente en sospechoso a quien osa señalarla; corrección política bastante estúpida, pues la perfección es virtud celestial y no humana; y así hasta el más perverso, por ser falible incluso en su perversidad, tendrá siempre una insospechada minucia de bondad, como el más santo la suya de maldad.
Tan arduo como decir algo bueno sobre alguien con una cósmicamente sancionada mala fama, es negar las virtudes y acusar los defectos de aquel a quien la misma opinión universal y consagrada llena de loas. Queda, desde luego, la posibilidad del nihil, la "ni una palabra" del refrán, pero es una opción equívoca, pues, como es sabido, quien calla concede. En el contexto de los personajes públicos, silenciar actuaciones inadecuadas equivale a darlas por buenas, sentándose así un precedente peligroso o dándose, como mínimo, un mal ejemplo. Sea pues nuestro lema una versión convenientemente modificada del mentado refrán: de mortuis nihil nisi verum.
El pasado 22 de abril murió en Múnich el británico Peter Jonas, ex-intendente de la Ópera del Estado de Baviera, quien había ejercido cargos semejantes en la Orquesta Sinfónica de Chicago y en la Ópera Nacional Inglesa en Londres. Tenia 73 años y la causa del fallecimiento fue un cáncer, enfermedad de la que padecía desde hacia muchos años. De la labor de Peter Jonas en Chicago y en Londres no podemos decir nada que no sea de oídas. De su gestión en Múnich, en cambio, nos atrevemos a emitir un juicio, pues la experimentamos personalmente durante unos cuantos años. No vemos ningún motivo para cambiar tras su deceso la opinión que de sus actos tuvimos mientras vivió.
Reluce, aunque no sea de oro
La gestión de Peter Jonas como intendente de la Opera del Estado de Baviera fue inusualmente dinámica. Fueron varios los frentes en los que Jonas desarrolló su intensa actividad y en los que transformó la institución que dirigía. Por una parte, siempre se esforzó en llenar el cartel con los nombres de intérpretes, tanto cantantes como directores de orquesta, de fama mediática. No nombraremos a nadie. Baste decir que en los años de su gestión abundaron las actuaciones de esos artistas que llenan las páginas de cultura de los periódicos, que conceden entrevistas a publicaciones de gran tirada e incluso aparecen a menudo en la televisión, sea como intérpretes, sea mostrando cómo también una estrella de la ópera sabe cocinar un plato de lentejas. Entre estas figuras hubo sin ninguna duda artistas serios y del máximo mérito, pero también, por desgracia, personajes cuyas habilidades musicales eran menores que las publicitarias. Lo importante, sin embargo, parecía ser el tener bajo contrato a un cierto número de supuestas estrellas internacionales invitadas. Naturalmente, estos contratos tenían su precio, y no solo monetario.
En los teatros de ópera centroeuropeos existía la tradición de poseer una compañía propia. Los cantantes de estas compañías eran empleados fijos (¡y en algún caso hasta funcionarios!). Cada compañía tenía sus propias estrellas, en algunos casos verdaderas estrellas de rango mundial (como por ejemplo Edita Gruberova en la Ópera de Viena). En todo caso, el trabajo continuo de una compañía estable, a la que con cierta frecuencia se suman invitados, da a un teatro un carácter y una personalidad propios, logra una cohesión y un nivel sin altibajos en los repartos y facilita el trabajo en los ensayos, para los cuales en estos teatros de repertorio, con función prácticamente diaria durante diez meses al año y un muy elevado número de estrenos y obras en programa, no suele sobrar el tiempo.
Es verdad que cuando Peter Jonas llegó a Múnich este modelo se hallaba ya en crisis y se mantenía firme sólo en teatros menores, fundamentalmente por motivos económicos. Pero también es verdad que durante su gestión, la política de estrellas invitadas para ocupar los papeles principales y la práctica de dejar los secundarios a los cantantes propios (cuyo número y calidad fue descendiendo progresivamente) dio el golpe de gracia a esta buena práctica. Con el tiempo, hasta los papeles secundarios han ido pasando a manos de invitados. Por otra parte, tampoco se hicieron suficientes esfuerzos para mantener en la compañía a grandes cantantes que, lograda una cierta fama, prefirieron independizarse. Que duda cabe, esta tendencia es propia de nuestra época, pero no es fatal: las tendencias son obra de los hombres y Peter Jonas fue, en Múnich, uno de estos hombres.
Alfa encuentra su beta
Un capítulo aparte merece la llegada de Zubin Mehta a Múnich como director general musical en 1998, es decir, cuando Jonas llevaba cinco años al frente de la casa. Hasta entonces, con el más modesto titulo de director de orquesta jefe, Peter Schneider había regido en el ámbito musical. Peter Schneider no fue nunca una estrella internacional, sino algo mucho, muchísimo mejor: un extraordinario intérprete de los tres compositores que tradicionalmente son considerados como espíritus rectores de este teatro, Mozart, Wagner y Strauss. Maestro excepcionalmente sólido, culto, de profundos conocimientos teóricos y estilísticos, fiable, sensible, más introvertido que expansivo, sin más pretensiones que las de servir al compositor interpretado en cada caso, un verdadero kapellmeister (en el más noble sentido de este término), cortés y algo tímido, sin sombra de vanidad, pero consciente de su valor y de su autoridad, resultaba demasiado serio y poco comercial para los fines de Peter Jonas.
A nadie le pudieron pasar inadvertidas las diferencias de temperamento y de concepción artística que separaban a Jonas y Schneider. Buena parte de la prensa y del público, con mucha más frivolidad que cultura y sensibilidad artística, se mostró abiertamente hostil a Peter Schneider. Desde luego, no solo dependió del intendente Jonas que en 1998 Zubin Mehta sucediera a Peter Schneider. Una decisión de ese calibre requiere inevitablemente el placet del ministro competente (convenientemente informado por sus eminencias grises), pero sin el apoyo decidido del intendente de la Ópera tampoco es posible. De Zubin Mehta diríamos que es la antítesis de Peter Schneider.
Saltando de una orquesta a otra (junto a la dirección musical de la Ópera, Mehta seguía como director titular del Maggio Musicale en Florencia y de la Filarmónica de Israel, además de aparecer en incontables actuaciones como invitado), demostró, sin embargo, ser un competente director verdiano y un apropiado intérprete de Berg y Schönberg; apenas se animó a abordar a Strauss y aun menos a Mozart (abstenciones que quizá fueron lo mejor de su paso por Múnich), pero se atrevió con Wagner y no pudo resistir la tentación de dirigir un Anillo que en lo musical resultó, gracias a su dirección, un fiasco considerable. Ahora bien, Mehta gozaba del favor mediático y popular, así como de las simpatías de una crítica cuyo prestigio demasiado a menudo superaba a su competencia. Y precisamente esos factores fueron de gran relevancia durante el mandato de Peter Jonas
Peronismo operístico
Y así llegamos a otro de los frentes en los que Jonas desarrolló una intensa actividad. Hasta entonces, la ópera había sido en Múnich fundamentalmente una institución cultural frecuentada por unos sectores de público concretos: el de los verdaderos iniciados en el género, el de sus amantes sin más y el de los que acudían al teatro por motivos de prestigio social. De hecho, se trataba de un público no excesivamente numeroso y más o menos estable. Se observaba un cierto código de comportamiento que daba a la asistencia al teatro un carácter festivo más o menos solemne (que, por otra parte, está en las raíces mismas del teatro desde sus orígenes). La ópera era respetada por todos, pero no era popular ni recurría a los habituales procedimientos de proselitismo publicitario para serlo. A lo largo del mandato de Peter Jonas esta situación fue cambiando poco a poco. La ópera, en el ideario de Jonas, debía ser popular, estar abierta a todos. Aquí se dio un desvarío típico del pensamiento populista derivado de los movimientos del año 68: que la festividad solemne y el carácter minoritario de un fenómeno cultural deben ser rechazados por ser signos de elitismo excluyente, mientras que la cotidianeidad y la masificación deben ser promovidos por ser signos de justicia social.
Hagamos un breve excurso. Curiosamente, esta predilección por la banalización y la masificación es también típica del capitalismo neoliberal actual (y del totalitarismo en general), si bien por motivos diversos. Si contemplamos, sin embargo, el paradójico paso de buena parte de la juventud del 68 (precisamente la generación de Jonas) de la revuelta callejera a las oficinas de grandes empresas multinacionales (o de otras a las que les gustaría serlo) y de organismos públicos desde los que se pretende, con más o menos éxito, ejercer el poder, la cosa nos sorprenderá menos. De hecho, las tácticas que sirven para destruir cualquier jerarquía de valores y, en consecuencia, convertir a los individuos en masa anonadada, son las mismas, independientemente de que el fin sea hacerlos servir de carne de cañón en una revolución populista o de zombis en el tantálico proceso de trabajar y consumir cada vez más y más rápido. Al final siempre espera el totalitarismo.
De modo latente, también el mundo de la ópera (y el de tantos otros ámbitos culturales) ha ido últimamente por estas sendas y, de manera subrepticia, ha servido para apuntalar, en la medida de sus posibilidades, tales procesos en su dimensión global. La igualación del valor cultural de productos supuestamente musicales producidos industrialmente con el fin de satisfacer un consumo efímero, con el de obras de arte estética, técnica y conceptualmente serias e individualmente elaboradas, es un síntoma inequívoco de este estado de cosas: la actuación de un exitoso rapero en un video de internet aparecerá comentada en la sección de cultura del periódico con la misma seriedad, y probablemente más espacio, que la necrológica de Krzysztof Penderecki. Y, ¡ay del que se atreva a reclamar la superioridad de la obra del compositor polaco sobre las creaciones de un veinteañero de moda!
Pero volvamos a la Ópera de Múnich. Para abrir la ópera a un público más amplio y sobre todo para atraer a espectadores jóvenes, Peter Jonas recurrió a técnicas publicitarias y de relaciones publicas habituales en ámbitos comerciales y aun políticos. Desde luego, no fue el primero en recurrir a estos usos: ya unos años antes los tres tenores y Zubin Mehta habian tenido enorme repercusión en empeños similares. En este sentido, no es ninguna casualidad que Mehta se convirtiera en director musical del teatro regido por Jonas. Las iniciativas más características en este sentido fueron las transmisiones llamadas Oper für alle (ópera para todos). Éstas consisten en la proyección en directo en una pantalla gigante situada en la plaza delante de la Ópera de una obra que se representa en el teatro. Estos eventos, gratuitos para el espectador, tienen lugar durante el festival de verano. La plaza se llena de gente que, sentada en el suelo o por donde puede, al tiempo que mira la pantalla y oye el tronar de los altavoces, come, bebe y, si se aburre, se levanta y se va cuando quiere.
Como es verano, buena parte de la transmisión ocurre a pleno día (las funciones empiezan a las 19 y, si se trata de una ópera de Wagner, a las 16). Abundan quienes, después de haber asistido a tal espectáculo, comentan la función de modo inevitablemente laudatorio, en tono de experto, aun sin haber entrado jamás en un teatro. Más de una vez hemos debido padecer tales discursos de boca de alguno que creía estar muy enterado... La mayoría de quienes asisten a estas transmisiones se conforma con ellas, pues tienen la ventaja de facilitar la huída en medio de un aria si uno ya no puede más (cosa casi imposible en el teatro), permiten el consumo simultáneo de alta cultura por un lado y botellón y bocata por el otro y, sobre todo, son gratis. Algunos (más pocos que muchos) pican y deciden comprar una entrada para alguna función de la próxima temporada (las del festival están todas invariablemente agotadas).
Otra iniciativa comparable es la Festspielnacht, patrocinada por un banco, también gratuita. Ésta consiste en una serie de actuaciones que se celebran simultáneamente en diversos lugares de una galería comercial del centro de Múnich una noche al comienzo del Festival. Los espectadores más astutos y pacientes llegan bastante temprano al lugar del evento que les interesa, ocupan un lugar y esperan. La gran masa, sin embargo, está formada por sujetos poco previsores, que cometen el error de llegar al lugar de la función poco antes de que comience y que acaban amontonados por ahí, intentando oír algo; o deben retirarse, si la función es a puertas cerradas. Muchos nomadean de un sitio a otro estorbándose mutuamente, sin acabar de ver ni oír nada. La mayoría, sin embargo, regresa a casa satisfecha de haber respirado algo de arte, aunque sea de lejos, de haber participado en un acto de alta cultura y con la ilusión de haber ganado un cierto status intelectual (del que se puede presumir si se quiere) sin gran esfuerzo y sin más gasto que lo que costaron unas bebidas.
Fuera de ciertos deberes y derechos fundamentales, hay en el mundo muy poco que pueda ser para todos. Deseo y aptitud, en la mayoría de los casos también necesidad y mérito, son requisitos, cada uno de los cuales debe cumplirse en una medida mínima para que el goce de un bien no acabe convirtiéndose en un daño; pues cada uno tiene diversas aptitudes, necesidades, méritos y deseos, que ignorar y pretender igualar no es justo, sino todo lo contrario (por supuesto, factores como riqueza, influencias o nacimiento jamás deberían determinar el acceso a estos bienes). En estas circunstancias, el populista para todos tiene algo de totalitario y oculta siempre una cierta hipocresía, como veremos más adelante. No se hace ningún bien a la ópera ni a su público con una política de café para todos. También en la cultura convendría atenerse al principio de cuique suum, a cada uno lo suyo.
Haendelmanía y mediocridad
Una de las principales responsabilidades de un intendente de ópera es el configurar con el director musical un repertorio. Es este aspecto uno de los más importantes de los 'frentes' que mencionábamos. En él se dio desde el principio un hecho curioso: Peter Jonas dedicó sus mayores empeños a introducir en la programación de la Ópera de Baviera las obras de un compositor que en este teatro apenas había sido interpretado anteriormente y que resultaba casi un cuerpo extraño y difícilmente integrable en el en sí ya muy variado conjunto de óperas que se ofrecía al público. Nos referimos a Händel. En poco tiempo, se convirtió en uno de los compositores más interpretados en la casa, una decisión artística difícil de justificar también por el hecho de que ni el inicial director titular, Peter Schneider, ni su sucesor, Zubin Mehta, demostraron interés por su obra, que les resultaba decididamente ajena.
La primera explicación de este fenómeno (prácticamente en cada temporada se estrenó alguna producción de una ópera u oratorio escenificado de Händel y en ocasiones hasta más de una) es la predilección de Peter Jonas por este compositor. Es natural que un director introduzca obras de su gusto en su programación, pero que lo haga de forma tan masiva resulta simplemente arbitrario. Si además, el director musical titular no está disponible para esas obras, la decisión del intendente es difícilmente justificable. Ahora bien, el interminable ciclo de obras de Händel tuvo, a nuestro parecer, un valor que podríamos llamar estratégico. Al público tradicional de la casa difícilmente le convencería este tipo de obra, al menos en esa cantidad. Y todavía menos el tipo de interpretación del director al que se encomendó la mayor parte de estas piezas, Ivor Bolton. De hecho, Bolton estaba en este teatro tan presente como el propio director titular, pues pronto se le encomendó también la dirección de óperas de Mozart. Como decíamos, el público habitual, después de aceptar como una curiosidad las primeras producciones y las versiones de Ivor Bolton, empezó a sentirse irritado. Pero precisamente lo que quería Peter Jonas era nuevos espectadores, un publico virgen, poco crítico, dispuesto a descubrir la ópera y a creer que lo que se le estaba dando era lo mejor posible. En este sentido, un hasta entonces inusitado trabajo de relaciones publicas y de autopublicidad, así como la colaboración de críticos ansiosos de novedades, acabó por conquistar a una buena parte de la nueva clientela.
Pero las producciones de Händel no sirvieron sólo para estos fines, fueron también el caballo de Troya con el que entró en la Ópera de Baviera una forma de dirección escénica antitradicional, moderna, más o menos identificada con el concepto alemán de regietheater, en la que el director de escena de algún modo asume, en su ámbito, el papel de autor e interpreta la obra libre, o mejor arbitrariamente, sin atenerse a las intenciones del libretista y el compositor. Sería falso decir que el público de la Ópera muniquesa no conocía este tipo de puesta en escena antes de la llegada de Peter Jonas. Pero lo que sí es cierto es que las producciones de esta clase no abundaban y se mantenían dentro de ciertos límites.
Al ser las óperas de Händel un terreno ignoto, para introducir formas vanguardistas de dirección escénica resultaban más aptas que obras de compositores habituales, en las del conocimiento cabal de la pieza por parte del público habría provocado el rechazo de su deformación. Y con este tipo de escenificación llegó a Múnich un director que acabaría hasta por escenificar, desgraciadamente, el Anillo: David Alden. Tanto Ivor Bolton como David Alden se contaron entre los colaboradores predilectos de Peter Jonas. El propio teatro y buena parte de la prensa los presentó como artistas innovadores y geniales. En realidad, se trataba de figuras muy secundarias, de epígonos que intentaban seguir, respectivamente, los pasos de artistas muy discutibles, pero sin duda originales: Nikolaus Harnoncourt y Peter Sellars. A falta de los originales, se hacían pasar por buenas las imitaciones.
La sacra provocación transgresora
A partir del éxito de este tipo de producciones, la propaganda del teatro, apoyada por la crítica y por las instituciones académicas (más de una vez era difícil distinguir entre unas y otras, pues en bastantes ocasiones las mismas personas eran docentes universitarios, redactores de periódicos y autores de artículos en las publicaciones editadas por el teatro) se dedicó a consolidar sus conquistas por medio de ciertos argumentos. De pronto, términos como provocación o transgresión se convirtieron en elogios inevitables y repetidos hasta la saciedad. En realidad, los autores de las óperas, todos los grandes artistas habrían querido provocar y transgredir, por lo cual las interpretaciones de sus obras debían también hacerlo. Y todo lo que no transgrediera ni provocara estaba verstaubt (polvoriento) o salía de la mottenkiste (el baúl de las polillas), otras dos manidas muletillas para definir lo estética y políticamente incorrecto. De este modo, se pasó de la loa de una moda al desprestigio sistemático de cualquier cosa que resultara vagamente tradicional, y así han seguido las cosas hasta el presente.
Por ejemplo, en un número de la revista del teatro, se recogían hace unos cuantas temporadas las declaraciones de una aficionada de trece años de edad (el juicio del público joven es especialmente apreciado), quien repetía aplicadamente lo seguramente tantas veces oído de sus mayores: que no soporta las puestas en escena polvorientas y que adora las transgresoras y provocativas. ¿Dónde, teniendo esa edad, pudo asistir a una escenificación polvorienta? Nos habría gustado saberlo, para poder ir a verla. En todo caso, las escenificaciones polvorientas fueron extinguiéndose como los osos panda, mientras las provocativas se multiplicaban como últimamente las langostas africanas.
En los estrenos era interesante observar el ritual de los aplausos y los abucheos. Al salir el director de escena a saludar, del segundo y tercer piso y de la galería surgían los abucheos y los bravos; más raramente del patio de butacas, el balcón y el primer piso que, por lo general, aplaudían sin demasiada convicción. Al director de escena de turno le halagaban más los abucheos que los aplausos, pues quizá creía haber provocado y transgredido con éxito. Craso error: a casi un siglo del estreno de La consagración de la primavera ya no había espectadores escandalizados por nada, sino hartos de necedades. Por otra parte, la provocación y la transgresión en la ópera eran y siguen siendo muy cautelosas: se hacen a costa del libreto, de la música, de la estética, tratan de sexo, son ordinarieces... Pero tienen exquisito cuidado de no rozar temas verdaderamente polémicos: crítica social, problemas ecológicos, asuntos políticos actuales y demás terrenos minados son evitados cuidadosamente. Todas las libertades parecen estar permitidas, menos la de poner el dedo en la llaga. Ya veremos por qué.
La opera en venta ossia El cliente siempre tiene razón
De este modo llegamos al último de los frentes en los que Peter Jonas peleó su guerra. Ya hemos hablado de la renovación del público y, de pasada, del gran incremento de la actividad de relaciones públicas durante su mandato. Del público, sin embargo, deberemos contar algo más. Precisamente la publicidad y los nuevos espectadores son facetas que están relacionadas con un aspecto capital, el económico, y uno que suele quedarse en la sombra, el político. La Ópera del Estado de Baviera es, como su nombre indica, una institución pública. Al Estado no le sale barato mantenerla y no le resulta siempre fácil justificar un gasto relativamente alto en un tipo de espectáculo que no alcanza a una gran masa de espectadores (en este sentido la ópera para todos supuso un cierto alivio de esa presión). Por esta causa, y también por motivos puramente ideológicos, los gobiernos bávaros no sienten precisamente celos cuando la Ópera recurre a una especie de privatización informal, haciéndose subvencionar por personas y entidades particulares. Con Peter Jonas este tipo de financiación experimentó un crecimiento ligado estrechamente a la política de relaciones públicas ya mentada.
Ambos campos, publicidad y captación de fondos, fueron las dos caras de una misma moneda. La publicidad sirvió no sólo para captar un nuevo público de base, sino también a una nueva élite dispuesta a invertir medios económicos a cambio de beneficios aparentemente inmateriales. Se crearon así diversos círculos de donantes, llamados zafiro, diamante etc. según el monto de la aportación de sus miembros. De más está decir que los nombres de estos benefactores aparecen regularmente en las publicaciones del teatro. Ahora bien ¿a qué tipo de donante se dirigió la Ópera con este fin? En primer lugar, a grandes empresas y a sus directivos. También a personas privadas, dotadas de medios suficientes.
Desde luego, entre estos donantes hay poquísimos a los que se pueda denominar mecenas, en la medida en que tal es alguien que dona por amor al arte y sin esperar beneficios. De lo que aquí se trata es de publicidad para grandes empresas, de beneficios fiscales, de prestigio social y a veces, simplemente, de vanidad. Por otra parte, la pertenencia a un círculo exclusivo da la posibilidad de establecer contactos útiles a alto nivel. El interés cultural o artístico no es el móvil principal. En este sector del público hay, desde luego, personas sinceramente entusiastas y buenas conocedoras de la ópera, pero en general fueron reclutados muchos novatos, algunos de los cuales necesitaban urgentemente un barniz de cultura.
Aprendiendo a ser élite
Una anécdota servirá de ejemplo. En una ocasión, poco antes de comenzar el ballet Romeo y Julieta, el espectador que teníamos al lado se volvió y nos dirigió la palabra. Se trataba de un catedrático de economía y presidente de una muy famosa entidad dedicada al estudio de asuntos financieros, un personaje que ejercía una gran influencia en la política económica gubernativa y en las decisiones de las multinacionales y los bancos alemanes, un hombre autoritario que estaba muy convencido de su propia importancia y que habitualmente solía ponerla de relieve sin consideraciones en todo lugar donde pudiera. "¿Hoy qué se representa?", preguntó, diríamos que con candor, si no fuera porque el personaje lo era todo menos candoroso. "El ballet Romeo y Julieta". "¡Ah! Y la música …...¿de quién es?". "De Prokofiev". "¡Ah! Prokofiev..."
Esta nueva élite, más bien bisoña en cuestiones culturales, era también una clientela bastante apropiada para la nueva línea estética de la casa. Al no conocer demasiado la tradición, no la echaría de menos. Adaptada al cambio continuamente acelerado, sin otro fin que crear nuevos productos para aumentar las ventas o competir exitosamente con los rivales, estaba dispuesta a asumir casi cualquier innovación en el teatro no sólo como un signo de creatividad artística sino, sobre todo, como ineludible necesidad de supervivencia. Por otra parte, el mostrarse entusiasta de unas formas de arte supuestamente vanguardistas, contribuía a dar a la propia imagen un perfil dinámico y joven y librarse de la sospecha de un conservadurismo cada vez más desprestigiado.
Ahora bien, todo tiene sus límites. Lo que este estrato del público no podía ni puede aceptar es que la supuesta transgresión, el supuesto progresismo, la supuesta provocación sean crítica de verdad y, como ya hemos señalado, se tomen la libertad de poner el dedo en la llaga de problemas sociales, ecológicos, económicos, políticos y aun, de forma menos específica, existenciales, de modo que la imagen del grupo, sus actividades, su ideología y su posición en la sociedad aparezca representada de forma poco halagadora. Pero Peter Jonas, y con él los artistas que cultivan este estilo, sabía muy bien que no se debe morder la mano que a uno le da de comer, y así la transgresión se ha quedado en pura forma, políticamente desactivada. En este sentido, no es casualidad que la obra del dúo Brecht-Weill, tan apropiado si se quiere provocar, brille por su ausencia del repertorio. En cambio, sí hubo puestas en escena que parecían hechas a medida para satisfacer a esta élite de patrocinadores.
Un buen ejemplo de ello fue el Roberto Devereux escenificado por Christoph Loy. La imagen de la monarquía británica que se transmitía recordaba vagamente a la crónica escandalosa de Lady Di y compañía. La acción se situaba en un aeropuerto, los personajes parecían ejecutivos en viaje de negocios. Poco importaban las incongruencias involuntariamente cómicas (el barítono, con traje gris, camisa blanca, corbata azul y maletín en la mano pedía a los gritos una espada para lavar su honor): la mejor parte del público creía reconocerse a si misma en el escenario. El director de escena había regalado a estos espectadores una dignidad trágica que jamás habían soñado. De pronto, su prosaica vida de negocios aparecía sublimada y equiparada a la de la realeza en su momento histórico de mayor esplendor. De pronto, también a ellos se les reconocía tácitamente una especie de heroísmo. Y es que si bien la ópera es para todos, hay todos y todos; y unos son más todos que otros...
Panem et circenses
Esto es algo que se pone de manifiesto precisamente el día en que se celebra el mentado evento denominado 'ópera para todos'. Ya en la plaza delante del edificio de la Ópera, una valla de metal y unos cuantos agentes de policía separan al público de pago de los espectadores callejeros. Para acceder al pórtico del teatro no hace falta mostrar la entrada: el atuendo y el porte bastan, solamente para pasar al interior hay controles. Amontonado detrás de la valla, el público exterior (generalmente en camiseta y zapatillas) contempla a los que (normalmente vestidos de fiesta) van llegando y se sitúan en la escalinata y entre las columnas del teatro, haciendo tiempo antes de entrar en el caluroso edificio o esperando a un acompañante que se retrasa. Este alegre apartheid se repite en el entreacto: arriba unos se pasean con una copa en una mano y un cigarrillo en la otra y miran con indiferencia a la masa a sus pies. Tras la valla, se mira hacia arriba con curiosidad, ahora es allí donde esta el escenario. Unos admiran, otros son admirados. Al final de la función, el intendente y los artistas participantes salen al pórtico a saludar al pueblo, que aplaude halagado.
Apoteosis y júbilo
Esta curiosa mezcla de populismo y elitismo alcanzó su cénit el 31 de julio de 2006, cuando Peter Jonas y Zubin Mehta dejaron sus puestos. Es este el día en que acaba el Festival de verano y con él la temporada. Tradicionalmente en la ultima función se representaba Parsifal (el sucesor de Peter Jonas, Klaus Bachler, y el último director musical, Kirill Petrenko, rompieron la tradición y programaron regularmente Falstaff para ese día: alguna cosa tenían que transgredir ellos también). En aquella ocasión, a cada espectador se le dio un pañuelo de algodón blanco en el que estaban escritos los nombres de Jonas y Mehta en letras rojas. Se trataba de que los espectadores saludasen con esos pañuelos a ambos cesantes. No se esperó un gesto espontáneo del público, se quería tener la seguridad de que éste reaccionara de un modo concreto; y para ello lo mejor era inducir de algún modo el saludo. No pareció que los homenajeados fueran muy ajenos a este homenaje inducido. Naturalmente, todo salió como estaba previsto. Fue difícil no recordar el concepto de culto a la personalidad y los homenajes populares al dirigente de turno organizados por este mismo en los regímenes totalitarios.
Tras la despedida del público, se celebró una gran fiesta en el enorme escenario del teatro: grandes cantidades de comida y bebida; mesas y bancos como en una cervecería al aire libre; actuaciones diversas. Los asistentes al evento fueron buena parte del personal de la casa, los artistas de la velada, autoridades, por supuesto los patrocinadores y supuestos mecenas, amigos y amigotes, espectadores escogidos, algunos representantes de la prensa (si de estas cosas nadie se entera, se las disfruta mucho menos), etc. Un servicio de seguridad velaba porque no se colaran huéspedes indeseados, sin poder evitar alguna rara excepción. En resumen, un acto de masas para la minoría, todo presentado como apoteosis de los directores salientes. Lo que no nos quedó claro fue ¿quién homenajeaba a quién? ¿Era éste un modo de agradecer a los invitados por su colaboración en los últimos años? ¿O era un homenaje a los que partían? Y, en este caso, ¿organizado por quién? Desde luego, no por los invitados. Luego, ¿por la dirección del teatro? Es decir, ¿un autohomenaje en el que se invitaba a participar a los allegados, igual que se había inducido a los espectadores a saludar con los pañuelitos? ¿Y quién corría con los gastos?
Sea como fuere, la fiesta fue superlativa; mas sólo en lo cuantitativo, pues las actuaciones y el ambiente en general no fueron precisamente refinados. Los homenajeados y sus huéspedes renunciaron a elegancias: la atmósfera recordaba en cierto modo a la de la plaza en una velada de ópera para todos; en alguna actuación se llegó simplemente a la chabacanería. No sabemos cómo terminó la cosa, nos fuimos relativamente temprano. Una celebre bailarina petersburguesa, al saber de la fiesta unos días más tarde, afirmó que eso había sido un sacrilegio. El escenario de un teatro tiene algo de sagrado, es un recinto en el que solo se pueden celebrar los misterios del arte y que jamás debe ser profanado. Un bellísimo pensamiento.
El totalitarismo triunfante
Los cambios introducidos por Peter Jonas en Múnich podrían hacerlo parecer un innovador o incluso una especie de revolucionario. En realidad, no lo fue en absoluto. Peter Jonas se limitó a seguir una moda y el camino marcado, desde hacía bastantes años, por muchos otros directores de grandes y no tan grandes teatros en Alemania y, en menor medida, en otros países. Cuando las llevó a Múnich, su estética y su estrategia de mercado ya habían dejado de ser nuevas y estaban convirtiéndose en la regla general. La Ópera muniquesa era un lugar que, antes del mandato de Peter Jonas, estas tendencias ya habían rozado, pero aún no conquistado. Primero las introdujo con cautela, al tiempo que tejía una red de connivencias, apoyos y complicidades que le facilitara el éxito. Cuando se sintió lo bastante seguro, las impuso sin grandes consideraciones. Lo que se quiso hacer aparecer como revolucionario, se convirtió rapidísimamente en convención institucionalizada, en dogma y canon, en intolerante monopolio; un ejemplo perfecto y particularmente pétreo de aquello que con un anglicismo suele denominarse establishment.
Una crítica fundamental a este estado de cosas es impensable, pues conlleva la automática descalificación y estigmatización del crítico. En defensa de este sistema se ha establecido un remedo de ortodoxia que anatemiza cualquier disidencia y convierte al disidente en un hereje que puede y debe ser quemado en la hoguera del desprestigio intelectual e incluso político. Circunstancias todas estas que confirman cuán avanzado estaba este proceso cuando, dejándose llevar por la corriente, Peter Jonas lo puso en marcha en la entonces todavía resistente Ópera de Baviera, pero que parece haberse quedado obsoleto.
Han pasado los años. Peter Jonas fue sucedido por Klaus Bachler, cuyo mandato prácticamente ya ha acabado, unos meses antes de lo previsto a causa del cierre de los teatros ordenado por el gobierno a causa de una epidemia. Zubin Mehta fue sucedido por Kent Nagano y éste por Kirill Petrenko, que entre tanto se ha ido a Berlín a dirigir la Filarmónica. Händel y David Alden desaparecieron como habían llegado. Nadie parece echarlos de menos. Sin embargo, los cambios introducidos por Peter Jonas están consolidados.
Post scriptum
Releemos este articulo antes de enviárselo al editor y sospechamos que muchos lectores lo encontrarán antipático. Nuestra única intención ha sido dar testimonio de la labor profesional de un director teatral y matizar críticamente la imagen, a nuestro juicio demasiado embellecida, incluso patéticamente edulcorada y heroica, desgraciadamente no muy real, que se ha dado de ella en ciertos medios de comunicación. El panegírico hagiográfico forzado no nos parece la forma adecuada para referirse seriamente a un hombre público recientemente fallecido. En algunos casos el tono podrá y acaso deberá ser laudatorio, en otros más bien no. Si esto resulta antipático, lo lamentamos. Solo hemos contado lo que vivimos y cómo lo vivimos, esforzándonos en alcanzar toda la objetividad que la subjetividad de la experiencia personal permite. Como diría Tácito, sine ira et studio. Los que no hayan vivido aquella época y quizá en el futuro se tomen la molestia de investigarla, tal vez puedan esbozar una versión más neutra. Por lo pronto, como los de todos nosotros en algún indeterminable momento del mañana, los días de Peter Jonas en este mundo han terminado. Requiescat in pace.
Comentarios
Se podrá estar o no de acuerdo con alguna de las apreciaciones, más que sobre la figura evocada sobre algunas otras mencionadas, pero se trata de una nota honesta y valiente. Personalmente sólo puedo agregar, por desdicha, cómo Jonas destrozó algunas voces (una en concreto la tengo muy presente) que pretendía haber descubierto o dirigir supuestamente a la fama. Y punto final, como dice la Menegilda