Discos
Sangre, sudor y lágrimas
Raúl González Arévalo

Parece que toda soprano que triunfe en Il castello di Kennilworth , cuya protagonista es Isabel I.
no se consagra como reina del Donizetti trágico sin completar el Gran Slam de la mal llamada Trilogía Tudor. En realidad, el bergamasco nunca concibió Anna Bolena, Maria Stuarda y Roberto Devereux como un conjunto, pero la idea ha arraigado entre los aficionados y a ellos se dirige la sinopsis de la contraportada del nuevo lanzamiento de Erato cuando explica, sin rigor alguno, que el compositor “volvió una y otra vez al periodo Tudor de la historia inglesa, seleccionando tres de sus famosas reinas […] para una trilogía de óperas belcantistas con imponentes escenas finales”. Ya puestos, por qué no hablar de Tetralogía si incluimosEn lo que no hay discusión posible es en el hecho de que las escenas finales de las tres óperas son impresionantes, un auténtico tour de force de sangre, sudor y lágrimas en el que las protagonistas atraviesan una variedad de estados de ánimo que se reflejan a la perfección en la música y su complejidad dramática. Las dificultades estrictamente vocales son muchas, algo normal si recordamos que las partes fueron compuestas para dos auténticos monstruos del belcanto, Giuditta Pasta (Bolena) y Giuseppina Ronzi di Begnis (Stuarda, Elisabetta). Para esta última Donizetti destinó además otras grandes escenas finales en Fausta, Sancia di Castiglia y Gemma di Vergy, que pertenecen al mismo periodo de primera madurez (década de 1830) y merece la pena conocer, sobre todo la última.
La lista de grandes sopranos que se han acercado a los tres papeles es impresionante: Leyla Gencer, Devereux ). Sin olvidar, además, el testimonio pionero de la Callas como Bolena y de la Sutherland en el mismo papel al final de carrera y, sobre todo, como Stuarda en versión Malibran.
, , y , por citar las más conocidas y grabadas. La turca, reina de los discos pirata, tiene registros en vivo, como la española, que no consiguió sacar adelante su proyecto de plasmarlas en estudio con EMI, pues la discográfica inglesa finalmente decidió comprar a la Westminster sus registros con la americana. La eslovaca, que había forjado la reina escocesa para Philips, se montó su propio sello y las grabó también en estudio. Solo la italiana no tiene publicado ningún registro de Bolena (sí de Stuarda y dos de¿Para qué saco la lista de las grandes reinas Tudor? Para ponernos en situación y explicar que, a diferencia de lo que ocurría con el soberbio recital monográfico de Grand Opera , también en Erato, mismo director y orquesta– en esta ocasión la alemana lo tenía mucho, muchísimo más difícil y no solo porque las comparaciones sean odiosas. Al fin y al cabo, hay cuestiones que son de gusto, y para gustos, los colores. Pero otras son indiscutibles. La primera de ellas, su menor adecuación vocal para estos tres papeles, que requieren un centro y sobre todo un grave que la alemana no tiene por naturaleza, aunque la voz haya ensanchado con el paso del tiempo y la técnica, formidable, le permita construir el sonido en la zona baja de la tesitura. En consecuencia, su instrumento suena puntualmente forzado, aunque no más que una Sills o una Gruberova, de modo que, si valía para ellas, también vale para la Damrau.
dedicado a Meyerbeer –La segunda cuestión, más sorprendente, es el propio estado vocal: con una carrera dilatada en la que no se ha reservado en papeles de una exigencia sobrehumana (como la protagonista de L’Europa riconosciuta de Salieri), es normal que la voz presente los primeros signos de desgaste. La línea de canto se ha vuelto más dura, como la coloratura, que ya no es tan descarada en su despliegue. El vibrato aparece más ancho, aunque generalmente controlado en los momentos más expuestos, como el La4 sostenido en la plegaria de la Stuarda. Pero, sobre todo, los agudos han perdido la facilidad que eran marca de la casa, hay sonidos tendencialmente fijos y no están siempre cubiertos; de hecho, en ocasiones suenan bastante sufridos. En este sentido, llaman la atención dos detalles: renuncia al re sobreagudo –no escrito, pero irrenunciable en una koloratur como ella– para cerrar la escena de Bolena con cierto cansancio. Y, sobre todo, para los Mib5 que concluyen Stuarda y Devereux, se ha recurrido a una inesperada y chocante nota enlatada, insertada en la peor tradición fonográfica del “corta-y-pega”. Algo realmente preocupante en una intérprete que ha hecho carrera como ligera, que ha inscrito su nombre con letras de oro como Reina de la Noche, que apenas tres años antes seguía deslumbrando como Elvira de I puritani desde el Real y que todavía no llega a la cincuentena.
Alguno podría pensar que soy excesivamente quisquilloso con estos temas. Pero considero que Damrau, como todas las grandes –porque lo es–, compite con su propio estándar de excelencia, el que la situaba por encima de la mayoría de colegas de su cuerda y el que conforma su propio legado. Por otra parte, es cierto que todos los cantantes antes o después tienen que afrontar (y resolver en la medida de lo posible) el paso del tiempo, un asunto complicado en nuestra cultura, que ensalza el mito de la juventud eterna y además ejerce una presión particular sobre las mujeres. Por eso mismo también hay que recordar que de casta le viene al galgo y la Damrau sigue siendo mucha Damrau. Las arcadas de sonido en “Al dolce guidami” y en “Vivi ingrato”, más allá de que no suenen fresquísimas, son formidables, como cabía esperar.
Además hay un propósito, inteligente, de hacer de la necesidad virtud y utilizar sonidos que no son perfectos con un fin dramático. En este sentido, la cantante, que es una intérprete comprometida siempre, cuida como es habitual en ella la manera de decir el texto y la intención que pone en el fraseo. Es una cuestión especialmente lograda en la introducción de Bolena, el extenso recitativo que sigue a “Piangete voi?”. Aunque no luce la dicción inmaculada de Devia –alguna consonante doble está ausente– la alemana se aleja tanto del amaneramiento fuera de lugar de Gruberova como de la expresividad a veces hiperbólica y altisonante de Sills, construyendo una vía propia más desnuda y sincera. Por este motivo, el personaje más logrado de los tres es Maria Stuarda, no en vano la única que ha encarnado completa en un escenario y la parte que mejor le conviene, siendo más lírica que dramática. La falta de rodaje tal vez sea más patente en la figura más compleja de todas, la Elisabetta del Devereux; en este sentido, se podría pedir algo más de drama en la cabaletta lenta “Quel sangue versato”, después del buen resultado del aria. En todo caso, acierta de pleno en el tono de una frase clave como “non regno, non vivo”, en la que algunas grandes han pinchado estrepitosamente por sobreactuar.
Como en el monográfico de
, Erato ha rodeado a su diva titular de los mejores elementos posibles: el coro y la orquesta de la Academia de Santa Cecilia están sensacionales a las órdenes de ese experto en crear atmósferas eligiendo los tiempos que es Antonio Pappano, siempre atento al teatro in musica que debe ser la ópera, sin olvidar el protagonismo que tiene la voz en el belcanto. Para el resto de papeles, aquí secundarios, se ha recurrido al programa de jóvenes cantantes del Teatro de la Ópera de Roma, todos perfectamente adecuados en sus respectivas partes.
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