Recensiones bibliográficas

Compendio de la desmesura

Alfredo López-Vivié Palencia
martes, 5 de enero de 2021
Wagnerism © 2020 by 4th Estate Wagnerism © 2020 by 4th Estate
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Hitler nunca citó directamente a Wagner en el asunto de los judíos… El antisemitismo de Wagner, siendo feroz, se detuvo justo antes del racismo ‘científico’ o ‘biológico’… En la visión del mundo que tenía Hitler no había sitio para milagros de redención al estilo de Parsifal
Wagner era un antisemita malicioso, pero su antisemitismo no alcanza la filosofía política. Buena parte de su errática ideología –las tendencias anarquistas, la desaprobación de los ejércitos permanentes, el recelo frente al poder organizado- es antitética a la mentalidad totalitaria. 

Empiezo la reseña con estas citas, porque en cuanto hayan leído el título del libro seguro que ustedes querrán saber enseguida la opinión del autor sobre este extremo.

Alex Ross (Washington DC, 1968), crítico musical de The New Yorker, se hizo famoso en todo el mundo tras la publicación de su libro The Rest Is Noise (la mejor prueba es que ese libro consiguió la proeza de una traducción al español). Tirando de la estela de la fama, al poco publicó Listen to This (que no alcanzó tanta popularidad). Y ahora aparece con un tomo de dimensiones wagnerianas –que, según cuenta, comenzó a preparar en 2008-, “sobre la influencia de un músico en no-músicos: resonancias y reverberaciones de una forma artística en otras”. No lo dudé, y me bastó la firma (y su precio casi de saldo en tapa blanda) para hacerme con él: Ross no es historiador ni un musicólogo del plan antiguo, de manera que –con el recuerdo de sus dos libros anteriores en la cabeza- lo compré en la seguridad de que me iba a explicar cosas muy sesudas de forma comprensible para un lego en ambas materias.

Al recibirlo me impresionó su tamaño: 640 páginas de texto, más de cien páginas de notas, índice onomástico, y ¡cinco páginas de agradecimientos! Todo ello editado en caracteres pequeños, y salpicado de ilustraciones sabiamente escogidas aquí y allí. La segunda impresión la da el estudio más que concienzudo de las manifestaciones artísticas de inspiración wagneriana que conforman la parte del león del libro. La tercera –que no debiera serlo tanto, porque el autor ha prevenido al lector sobre esta cuestión- es la absoluta falta de referencias a la música derivada de Wagner: Ross únicamente habla de la recepción –siempre con reacciones extremas- de los dramas wagnerianos conforme se iban estrenando –y reponiendo, porque no falta un extenso capítulo sobre las escenografías en Bayreuth tras la reapertura en 1951 y hasta el célebre Anillo del centenario- en Europa y Norteamérica (Permítanme la cita de la única sonrisa que provoca el libro: John Philip Sousa decía que “mis piezas más populares son Barras y Estrellas y la Obertura de Tannhäuser”).

Tampoco es que Ross dedique demasiadas páginas a la política. La sombra de Wagner en los gobiernos europeos antes, durante y después de las dos guerras mundiales está estupendamente descrita, con una concisión y claridad admirables. Por ejemplo, mientras Anatoly Lunacharsky –ministro de Educación con Lenin- prologó la primera edición en ruso de Arte y Revolución equiparando la figura de Wagner a las de Marx y Engels, en el otro lado Joseph Goebbels sabía muy bien que Wagner aburría a los alemanes (Ross se detiene en las celebraciones del partido nazi en Nüremberg, donde para desesperación de Hitler había que llenar el teatro con paramilitares llevados a punta de bayoneta que se pasaban toda la función de Meistersinger roncando), y permitía la distribución de discos de jazz americano omitiendo los nombres de los artistas. En mitad de todo esto, Toscanini –convertido en icono antifascista- seguía interpretando la música de Wagner. Eso sí, Ross se extiende en la apropiación de Wagner por parte de movimientos adyacentes a la política: Tristán y el Anillo inspiraron las reivindicaciones del feminismo, o de los derechos de los gays, y por descontado del ecologismo.

En el postludio del libro Ross recuerda la tesis que escribió para graduarse en Harvard sobre el Ulysses de James Joyce –una obra de tamaño tan desmesurado como Götterdämmerung- lo cual tal vez explique las desmesuras que comete él mismo al hablar de la literatura wagnerista (más que wagneriana). Por supuesto que es obligado explayarse sobre Nietzsche (“no se debe nunca hablar de Wagner sin emplear la palabra ‘quizás’”), y sobre Thomas Mann (“el wagneriano supremo”, pero con lucidez suficiente como para tener el corazón partido). También sobre Shaw o Adorno. Y claro que se debe hablar de Baudelaire y todos los escritores franceses que vinieron después, hasta Lévi-Strauss; pero me parece excesivo diseccionar cada una de sus obras citando párrafos y más párrafos. Lo mismo que estimo una desproporción dedicar cincuenta páginas seguidas a Joyce, T.S. Eliot y Virginia Woolf; o escribir otras treinta páginas sobre la vida y obra de Willa Cather.

Ross no habla demasiado de pintura, aunque el libro está aderezado con referencias a los grandes maestros, desde Cézanne hasta Kandinsky. En cambio, el texto contiene una buena dosis de cine (“Si mi abuelo viviera hoy, seguro que estaría trabajando en Hollywood”, decía Wieland Wagner). De nuevo, los paralelismos germano-soviéticos (Leni Riefenstahl de un lado, de otro Sergei Einsenstein –no sabía que hubiera escenificado una Walkiria en el Bolshoi-); no podía faltar Fritz Lang (Bayreuth prohibió tajantemente que se emplease la música de Wagner para Die Nibelungen) o la épica latinoamericana de Werner Herzog; ni la cinematografía italiana, paradigma de la influencia wagneriana en ambos extremos del espectro político (Fellini por una parte, por la otra Visconti). De acuerdo en que El Señor de los Anillos –tanto en versión libro como en versión película- tiene algo que ver con Wagner; pero creo un tanto forzado atribuir la misma influencia en La Guerra de las Galaxias, a no ser la propia desmesura de la saga.

No tiene nada de forzado, sin embargo, estudiar con cierto detenimiento la obra del aragonés Luis Buñuel como ejemplo de que Wagner también estaba presente en el surrealismo. Hablando de Buñuel, el libro de Ross tampoco olvida otros personajes españoles, desde Mariano Fortuny (inventor del ciclorama) hasta Salvador Dalí, desde Blasco Ibáñez hasta Ramón Gómez de la Serna (que escribía con el seudónimo “Tristán”), o la dirigente anarquista Federica Montseny. Y como barcelonés y wagneriano, me ha gustado que Ross recuerde el estreno de Parsifal en el Gran Teatro del Liceo a las 11 de la noche del 31 de diciembre de 1913 (medianoche en Bayreuth, momento en que expiraban los derechos de exclusividad de acuerdo con la Convención de Berna, a pesar de la iniciativa legislativa de Cósima ante el Reichstag para extender ese plazo), adelantándose así a las funciones previstas para el día siguiente en media Europa: “La representación, dirigida por el yerno de Wagner Franz Beidler, realmente comenzó a las 22.25 horas, con el fin de que las campanas del Templo del Grial sonasen coincidiendo con la medianoche. La función terminó a las 5 de la madrugada.”

No tomen el título de esta reseña en sentido negativo. La obra –y la persona- de Richard Wagner es desmesurada, de manera que todo lo que una y otra hayan influenciado ha de ser igualmente desmesurado (sea algo tan espantoso como el Holocausto, o algo tan inocuo como una serie de películas de aventuras con naves espaciales). Si Alex Ross ha sido desmedido en el examen literario de esa influencia, no deja de ser también un signo de wagnerismo; y aunque la estructura del libro sea un tanto caótica (a veces los capítulos y subcapítulos saltan de un asunto a otro con el que apenas guarda relación), Ross escribe muy claro y empleando un inglés que hace palidecer a quienes creemos conocer esa lengua. De manera que el libro se lee con agrado y con interés -y con paciencia wagneriana-, así que el objetivo con el que lo compré se ha visto colmado (con alguna curiosidad inesperada: “el Papa Francisco, wagneriano de larga trayectoria, ha recurrido al jardín mágico de Klingsor como analogía para denunciar la rigidez y el autoengaño en la Iglesia Católica”).

Lo que sí le reprocho es la falta de un último paso: más allá de la anécdota de Donald Trump jurando “nunca más” al salir de un Anillo en el Metropolitan, Ross manifiesta sentirse “avergonzado del reciente comportamiento de mi país en la escena internacional”…“El mundo ha conocido una gran devastación desde mayo de 1945, y muy poca de ella ha venido de Alemania”; pero al mismo tiempo defiende que hoy en día la obra de Wagner es inseparable de su persona, de modo que no cabe soslayar su racismo para disfrutar de su música de forma autónoma. De acuerdo, pero en ese caso, ¿cómo se explica que quien gusta de la música wagneriana todavía levante suspicacias entre la corrección política, mientras el antisemitismo –disfrazado de antisionismo- ha pasado a ser una bandera que la izquierda agita impunemente?  

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