Opinión
Un jesuita en Santa Marta: el Papa que quiere seguir siendo cura
Agustín Blanco Bazán
Exiliado de su país natal desde hace varios años, el cura de Santa Marta insiste en seguir dando misa todas las mañanas en la pequeña capilla de esta pensión romana donde también tiene su dormitorio. Desde el 11 de marzo al 17 de mayo del primer año de la pandemia, la TV pontificia se propuso aliviar el encierro inicial transmitiendo esta misa día tras día. Y allí siguen estas misas, archivadas en la trastienda del sitio web del Vaticano. La mayor peculiaridad de estos servicios es que en ellos el cura no “pontifica” con exhortaciones cuidadosamente leídas, sino que improvisa homilías sin texto escrito. Solo echa alguna que otra mirada sobre los Evangelios, ya sea para recalcar una frase o para buscar algo que lo inspire momentáneamente.
En estas transmisiones, el petit comité que rodea al celebrante se compone de clérigos sanitariamente distanciados y una simpática monja que lee las epístolas abrigada con un chaleco Lacoste. El cura sigue siendo el mismo que vi en algunas de sus homilías en Buenos Aires: su cara es más bien de pocos amigos, con alguna que otra mirada de bronca cuando amonesta contra algo que le fastidia.
Antes de su mudanza a Roma yo pensaba que su fastidio se debía a lo mal que le trataba el gobierno peronista, pero no: mirando sus misas en Santa Marta advertí que lo que más le molesta es la hipocresía, en particular la falsa beatitud de muchos dentro de su misma iglesia. Porque este cura no quiere presentársenos con pietismos lacrimosos, y nada hay en su rictus de sonrisa angélica o exaltación pía. Y en lugar de ojos al cielo lo que recibimos son reojos de cabeza inclinada acentuados con una boca coyunturalmente hacia abajo, que a veces sonríe a través de algunos comentarios de irresistible sarcasmo, por ejemplo cuando nos cuenta la parábola de un rico mas preocupado por combinar sus banquetes “tal vez con una píldora para el colesterol” que por dar de comer al pobre Lázaro.
Es con este tipo de relecturas evangélicas suavizadas con alguna bromita que nos hace bajar la guardia para que recibamos alguna de sus típicas estocadas: el rico sabía que Lázaro mendigaba frente a su casa, pero de este lo separaba el mismo abismo de indiferencia que nos separa de los pobres que mendigan junto a nuestras puertas. Por ejemplo, los refugiados de Lampedusa. Aquí el cura nos mira con pupilas de reproche para recordarnos que el mismo abismo existirá cuando, como el rico, miremos desde muy abajo a esas víctimas de guerra que no supimos asistir con nuestra bienvenida durante nuestra vida terrena. Touché!
Mi mayor sorpresa frente a las homilías de Santa Marta fue comprobar la manía que este cura le tiene al diablo. A diferencia de lo que hace afuera, en la capilla de su pensión Francisco se atiene rigurosamente a la milenaria tradición eclesiástica de sermonearnos insistentemente contra la cornamenta y el tridente del Enemigo Número Uno. Sólo que lo hace con típica retórica jesuítica, porque, en su visión, ángeles caídos somos todos y por eso el demonio está tan dentro de nosotros como ese karma negativo que tanto preocupa al Dalai Lama.
El Lucifer de Francisco es en este sentido tan omnipresente como el Mefistófeles de Goethe: no necesita infierno, porque vive con nosotros todo el tiempo a través de la seducción, la insistencia y su costumbre de dejarnos plantados en los momentos de desesperación: “el diablo es un mal pagador, no es de fiar: te promete todo, te hace ver todo y al final te larga parado”, advierte Francisco sin mayor drama, más bien como si nos dijera que tal o cual inversión no tiene el rédito que de ella esperamos.
“Aún en la Iglesia…” acota frecuentemente Francisco siempre al pasar y como si él mismo se sorprendiera, cuando de arremeter se trata contra falsedades que obviamente le molestan más que una piedra en el zapato. Ejemplos: “Pienso en la Iglesia de hoy… Nuestros fieles, nuestros obispos, sacerdotes, consagrados, y los papas. ¿Son capaces de entrar en el misterio [de la encarnación] o tienen necesidad de regularse según prescripciones que los defienden de aquello que no pueden controlar?” Este apego a las prescripciones por encima de la vida conlleva en su opinión una degeneración elitista. “El problema de las élites, de los clérigos, es haber perdido el sentido de pertenencia al pueblo de Dios. Son sofisticados [ligero énfasis de sardónica admiración], han podido subir a otra clase social, se sienten dirigentes. Parece que en la época de Jesús ya existía el clericalismo…”
Una de las cosas que más bronca le da es el chimento y el murmullo, para él un pecado capital por su poder calumniador. En una referencia a un pasaje de los Hechos de los Apóstoles donde se registran algunas murmuraciones adversas entre los primeros cristianos, a Francisco “se le escapa” algo así como: “Ya en aquel momento se murmuraba … parece que esta es una tradición persistente en la Iglesia.”
Sospecho que el personaje operístico que más interesa a este cura mundano por sus aficiones a la cultura profana es el Don Basilio del Barbero de Sevilla, porque también en opinión de Francisco la calumnia más devastadora comienza con una murmuración o intriga aparentemente inocua que él execra en su intraducible expresión italiana de “chiacchiericcio”. A partir de allí, el crescendo es imparable y llega hasta males tan inmensos como la condena de Asia Bibi; y aún la Shoá en la cual un régimen tiránico de crueldad suprema supo manipular los celos y las intrigas del hombre y la mujer común.
También en Santa Marta Francisco se la agarra contra el dinero, sólo que en términos menos alambicados y en mi opinión más comprensibles que en esos discursos papales donde más que como cura habla como “Sumo Pontífice.” En una de las homilías televisadas Francisco comienza apenándose por Judas, tal vez “un ragazzo normale cuyo único problema era que amaba demasiado el dinero.” Problema porque, “esto es siempre una regla: el que ama demasiado al dinero termina traicionando para tener más y más.” Sigue el usual flechazo de reojo: “todavía hoy, todos los días se ve a los Judas que venden a sus hermanos y hermanas, exprimiéndolos en el trabajo, no pagándoles lo justo, desconociendo sus deberes.”
Muchos de sus compatriotas argentinos vuelan de bronca cuando el Papa parece contradecir el dogma de la meritocracia inaugurado por Ronald Reagan y Margaret Thatcher sobre el final del siglo pasado, y hasta pretenden que el Papa predica las virtudes de un “pobrismo” cuya semilla de maldad creen ver en la llamada “doctrina social de la iglesia.” Esta animosidad antipapa está firmemente asociada al hecho que Francisco, buen cura pero pésimo diplomático, se entregó con innegable parcialidad al populismo peronista endémico en su país de origen, aún cuando, como se ha dicho, fue un gobierno peronista el que le dio sus mayores dolores de cabeza cuando era arzobispo en Buenos Aires. Que con esta parcialidad se metió en camisa de once varas lo demuestran las aclaraciones que él mismo ha tenido que dar sobre el tema.
No descuento que otros papas se hayan comportado como Francisco en este tipo de homilías privadas, pero lo cierto es que sólo él ha aceptado una televisación que lo expone no como una Santidad a mirar desde abajo, sino como un cura tan sanguíneo como el legendario predicador judío que inspira su catequesis. En este sentido, son numerosas sus alusiones a una Iglesia caracterizada como todo lo contrario a lo que quieren ver en ella tanto sus detractores de afuera como los intrigantes de adentro. Es gracias a Francisco que la iglesia católico-romana parece recuperar el concepto normalmente soslayado pero esencial de ser una iglesia “de pecadores.” Es por ello que las homilías de Santa Marta insisten tanto en retarnos a que busquemos nuestros pecados si es que queremos evitar corrompernos del todo: “Todos tenemos nuestros propios pecados. Y si no te acuerdas de los tuyos piensa un poco que los encontrarás. Y agradece a Dios cuando los descubras, ¡porque si no los encuentras eres un corrupto! ¡Pecados sí! ¡Corrupción nunca!”
La aceptación del pecado como percance inspirador de una gracia que, su mismo nombre lo indica, es gratuita, es reafirmada por Francisco como una especie de “I am what I am” sin cuya completa aceptación es imposible progresar para mejor. Una de las homilías termina con la invitación a rezar siempre partiendo de la aceptación de la realidad propia y es por ello que elogia a la samaritana que confirmó haber tenido cinco maridos: “Es cierto, he tenido cinco maridos. Esta es mi verdad.” “¡Tu verdad!” concluyó apasionadamente el celebrante el final de una de sus homilías.
No hay religión sin paradojas, y, en este sentido, una de las perplejidades más atractivas predicadas por Francisco es la aparente contradicción entre la iglesia doctrinaria y la iglesia viviente. Aparente, porque es precisamente el hecho de que la doctrina diga una cosa y los feligreses hagan otra lo que permite que el Dios cristiano ayude gratuitamente sin condicionar esta ayuda a las buenas obras. Guste o no a los justos, estos no se diferencian de los pecadores, por lo menos en su indiferenciada aglomeración dentro de la iglesia viva. Según Francisco es este tira y afloja entre justos y pecadores el que permite una iglesia saludablemente revitalizada por un permanente estado de crisis. En una palabra, lo que propone este cura pareciera ser una dialéctica de confrontación doctrinaria técnicamente parecida al estado de revolución permanente predicado por Mao, solo que con una ética estrictamente opuesta.
En lugar de obsesionarse como su antecesor contra el relativismo doctrinario, Francisco deja intacta la doctrina en si misma para relativizar sin embargo su operatividad dogmática en la vida de todos los días. Según él, un excesivo rigor doctrinario transformaría a la religión en ideología y ya sabemos la mufa que le dan a este cura los ideólogos. Siempre hablando del pasado para sacudirnos el presente por la cabeza, Francisco sugiere que entre los primeros cristianos había gente “dogmática, ideológica” que decía “ se debe hacer esto, esto y esto.” Dicho lo cual nos tira otro de sus dardos: “también en nuestro tiempo vemos algunas organizaciones apostólicas, bien organizadas, que trabajan bien, pero con gente rígida, todos iguales el uno al otro. ¡Y después nos enteramos de la corrupción que tenían adentro, aún la de sus fundadores!”
Según este Francisco, si de predicar se trata, lo mejor es indoctrinar lo menos posible. En respuesta a la pregunta de un joven universitario polaco sobre qué debía decir para convencer a sus compañeros ateos, el cura nos cuenta que le contestó lo siguiente: “¡No les digas nada, querido, nada! La última cosa que debes hacer es decirles algo. Comienza tú a vivir tu testimonio y serán ellos los que te pregunten: ‘¿por qué vives de esta manera?’”
¿Cómo interpretar a este cura tan incómodo como su tocayo de Asís para cualquier elite, ideología o plataforma doctrinaria? ¿Lo restringimos a “católico romano” o relativizamos un poquitín esta adusta denominación cesárea para ponerlo a la altura de predicadores mucho mas “universales” que la Roma de una religión cuya rigidez, organización y dogma tan frecuentemente ha afectado la virtud de sus mismos propósitos evangélicos? Al ver y escuchar las homilías de Santa Marta sentí como si este cura me estuviera retando a duelo con un guante que he tratado de recoger con estas líneas.
Más que uno de esos clérigos cuya misma rigidez incita a desobedecer todo lo que ordenan, Francisco es un cura que no deja de aguijonearnos a ver sí así somos más sinceros con nosotros mismos antes de contestarle sin sumisión pacata sino mas bien con actitudes similarmente desafiantes. De lo que de esta confrontación salga se encarga una Providencia similar a la que da por sentado cualquier buen pastor de cualquier religión.
Es esta enfática inclinación a la controversia la que hace de Francisco un predicador esencialmente dialéctico, que aún en sus directrices sobre la manera de orar llegó a sugerir a los feligreses de Santa Marta que no se avergüencen de regatear con Dios como lo hizo Abraham cuando obligó a la Divinidad a rebajar numéricamente el número de justos requerido para no destruir a Sodoma. De 50 justos, Abraham obligó a bajar el número en 45, 40, 30 y 20, para finalmente arreglar con su Elohim un precio de 10. Tal vez hubiera logrado salvar a la ciudad si hubiera seguido regateando. Pero Abraham no era jesuita.
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