España - Valencia
En Madrid nunca se ha puesto el sol
Rafael Díaz Gómez

Si yo quería evitarlo, la verdad. Que ya está bien de meterse uno en estos lodazales. Total, ¿para qué? Pues eso, me decía, déjate de políticas, que está muy susceptible la cosa, y comenta lo bruñido y afinado que luce el requinto tras su mampara antivirus. Con eso y unas glorias a la tradición sales por la puerta grande. O por el vano de la indiferencia, que tampoco se puede esperar mucho más si de la repercusión de una crítica musical, zarzuelera y actual por más señas, hablamos.
Y es que hay que saber comprimirse, que dicen en La verbena de la Paloma. Pero, ¡ay, mísero de mí!, va y resulta que el mismo día que asisto a la función se publica en un diario digital que la condesa consorte de Bornos, y marquesa por méritos propios de Batracia, pudo practicar junto con su marido la prestidigitación fiscal (entre otras), en la venta de un cuadro de Goya, una de las alhajas de la familia.
Dieciochesco es el retrato en cuestión, como la acción de El barberillo de Lavapiés, aunque posterior, seamos medianamente serios, al reinado de Carlos III, que circunscribe las hazañas de lo imaginado por Luis Mariano de Larra en la obra musicada por Barbieri. Y para qué quieres más, Rafael. Si hasta resulta que el envarado aspirante a esposo de la Marquesita del Bierzo en la zarzuela lleva atravesado, como quien se traga un palo de escoba, el apellido de Haro, igual que el Grande de España casado con Esperanza Aguirre, sólo que éste, además, con un Ramírez por delante.
Y para más provocación el día en el que se abre oficialmente la campaña electoral ahí en Madrid (en realidad nunca cerrada). Madrid, que tiene seis letras y un centro muy hondo. Núcleo al que tienden todas las cañas de cerveza y tuétano en el que más duele España. Duele tanto y es tan profundo que es mejor que ni lo veamos. Que los majos apedreen los faroles. Que la Ilustración es un complot. Que el pueblo se crea inteligente porque pueda gritar que en política no hay diferencias. Que se suelten cuatro frases de repertorio y que los de siempre se lo lleven crudo. Que se deje todo dispuesto a la llegada del salvador de turno. Pero, ¿de qué estoy hablando? ¿De la situación contemporánea o del libreto de El Barberillo? Bueno, pues tanto da, ¿no?
No me parece en cualquier caso que a Alfredo Sanzol, responsable escénico de esta versión procedente del Teatro de la Zarzuela y ya placeada por otras ciudades, estas cuestiones le entretengan mucho. Salvo que yo no acierte a ver más allá, su interés reside en dar sentido a la colocación de unos paneles que organizan los espacios en los que se desenvuelve la trama (y en mover por ahí, desde luego con pericia, a los personajes, que en varios momentos son legión). Sin disgustarme la abstracción visual que este proceder conlleva, en principio tan abierto a las sugerencias, en ocasiones cuesta entender lo que se pretende evocar.
Tampoco ayudan los cortes en el libreto porque arrevistan el espectáculo y lo empujan a una sucesión de números musicales que, por su carácter mayoritario, acaban por diluir el peso de lo dramático. No sé si enmarcar en esta tendencia hacia lo revisteril el azote que en el culo le propina Lamparilla a Paloma, cuando en el libreto se especifica que la ha de coger por la cintura. Mientras, gusta mucho el colorido vestuario, que tanto contrasta en una iluminación tendente a lo oscuro. Y observo con confesado desconcierto la propuesta coreográfica de renovación de lo consuetudinario, no por renovador, sino por desconcertante.
Miguel Ángel Martínez comenzó como un profesor de metafísica cualquiera que se metiera a cabeza de lista de un partido obrero, republicano, federalista, laico y socialista que con frecuencia no aparenta ninguna de las cinco cosas. Vamos, lo que viene siendo proverbial y respetablemente soso y consuetudinario sin renovaciones. Sin embargo, luego le fue cogiendo aire a los chimpunes y los fue poniendo todos en su sitio, además con una contención de volúmenes por la que a priori yo no habría apostado. Bien concertado, porque eso el maestro granadino lo sabe hacer como nadie, y sin complicaciones.
Y correcto el elenco en general, en buena parte, además, conocedor de la producción por haberla cantado ya en otros teatros. Borja Quiza es el factótum. Sobrado escénicamente, en ocasiones sustituye en lo vocal refinamiento por autoridad, lo que tampoco afecta a la composición del personaje principal de la trama.
El canto de Sandra Fernández como Paloma fue de una dicción algo blanda y una proyección tirando a reservada, pero mostró, sin embargo línea y matices y sobresalió en las partes habladas.
Al contrario, la Marquesa encarnada por María Miró, destacó, más que en lo declamado, en el canto: bello y rotundo timbre sin ser muy grande y lírica expresividad.
Javier Tomé aparenta un firme propósito comunicativo que frena una emisión algo zaguera. Bien el resto de personajes de menor presencia escénica.
Sobresaliente el coro en todas sus facetas, aunque las mascarillas se cobraron su parte al lastrar con la opacidad inevitable. La orquesta titular pareció disfrutar y la Orquesta de Plectro El Micalet lo punteó a la perfección.
En fin, pues pese a todas las salvedades expuestas, yo de ustedes, si tuviera la ocasión de ir al espectáculo, me presentaría en él. Seguro que le sacan algún jugo. Y en cuestión de luces, siempre podrán optar por unas o por otras, que no por nada la condesa de Bornos es dama de la Gran Cruz de la Orden del Sol del Perú (y Perú es Madrid, ya se sabe).
Comentarios