Recensiones bibliográficas

Un título acertado, un subtítulo desorientador

Alfredo López-Vivié Palencia
jueves, 13 de mayo de 2021
The Life of Music © 2021 by Yale University Press The Life of Music © 2021 by Yale University Press
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¿Qué pensarían ustedes acerca de un libro sobre Nuevas aventuras en la tradición clásica occidental?* ¿Y si ese libro acaba de salir de la imprenta, ha sido editado por Yale University Press, y lleva la firma de Sir Nicholas Kenyon (Cheshire, 1951), en cuyo curriculum se encuentran puestos tan prominentes como responsable de la cadena Radio 3 de la BBC, o de los célebres Proms londinenses, y que en la actualidad es el director-gerente del Barbican Center? ¿Y si, en fin, en los habituales comentarios laudatorios de la contraportada hay uno de John Adams elogiando a Kenyon por “reflexionar sobre el pasado, presente y futuro de la producción musical”?

A mí me sedujo la idea de que alguien con ese bagaje –y con un montón de libros a sus espaldas- se aventure en el futuro de la tradición occidental. Más aún en este contexto de pandemia, sobre el que Kenyon -con buen criterio- subraya en el preludio del libro el papel decisivo que está jugando y ha de jugar la tecnología, así como el hecho de “el creciente consenso de que la música es interpretación”. De ahí salta a la última página: “Creo que interpretar y escuchar música proporciona uno de los pocos momentos de la vida en el que más profundamente se alcanza el equilibrio entre el individuo y la comunidad.” Estoy muy de acuerdo.

El caso es que entre el preludio y el final, Kenyon se dedica a hacer un repaso vertiginoso de la historia de la música –desde Ferékides de Patrás (un proto-director de orquesta del siglo VIII antes de Cristo) hasta los autores de música para videojuegos- siempre desde la perspectiva de los compositores, entre los que ciertamente no encuentro ningún nombre relevante al que no se le haya hecho justicia (aunque sólo Beethoven merece un capítulo monográfico). Para quienes no somos ni historiadores ni músicos el libro es de gran valor, porque Kenyon explica tanto la evolución de la técnica compositiva como la recepción de las obras -desde la monodia medieval hasta la más rabiosa vanguardia de la posguerra- con palabras comprensibles para los legos en ambas materias, resaltando algunos aspectos que, de tan habituales, hemos dejado de ser conscientes (“el pentagrama ha permanecido sorprendentemente inmutable desde el siglo XIII”), y algunos otros que los aficionados ignoramos completamente (la Sinfonía en re mayor escrita por Georg Matthias Monn en 1740 “ha sido identificada por los historiadores como la primera sinfonía en cuatro movimientos”).   

Kenyon tiene especial querencia por la música antigua, y más de un tercio del libro se dedica a lo que se componía e interpretaba antes de Bach. Sin olvidarse de las contribuciones españolas, desde las teorías de San Isidoro de Sevilla hasta la relevante compilación de las Cantigas de Santa María debida al rey Alfonso X, pasando por la pasión y la profundidad de las obras de Tomás Luis de Victoria. Y sin olvidarse tampoco de aclarar que Santa Cecilia apenas tuvo nada que ver con la música, mientras que el único compositor –en este caso compositora- que ha sido canonizado fue la abadesa Hildegard von Bingen (eso sucedió en 2012, poco antes del final del pontificado de Joseph Ratzinger). Aquí y allí Kenyon propone ejemplos de quienes, en su opinión, mejor interpretan hoy las obras que se comentan, y en el caso de la música antigua barre para casa citando a todos y cada uno de los historicistas británicos a partir de David Munrow. Y previamente a George Bernard Shaw, a quien asociamos sobre todo con Wagner, pero que en su tiempo se ocupó también de recriminar las interpretaciones multitudinarias de los oratorios de Händel.

El autor añade pinceladas de vez en cuando sobre la actitud del público. Cuando Rossini visitó Viena en 1822, “la función entera fue como una orgía idólatra; todos los presentes reaccionaron como si les hubiera picado una tarántula”, reseñaba el Allgemeine musikalische Zeitung. Al tiempo que subraya la importancia de la implantación del ferrocarril, bien entrado el siglo XIX, para comprender el paso de gigante que dio la transmisión de la música de un lugar a otro, con el paralelo crecimiento en fama y fortuna de sus compositores e intérpretes.

Kenyon se ahorra contar por enésima vez cómo murió Lully, pero sin embargo mantiene que “nunca estaremos del todo seguros de si Chaicovski falleció por enfermedad o se suicidó” (este último extremo ha sido ya descartado por la musicología actual), y se empeña en continuar la más que anticuada teoría de que si Brahms estuvo veinte años ocupado con su Primera Sinfonía, eso fue por el “peso del fantasma de Beethoven sobre sus hombros”. En cambio, ya era hora de que alguien dijera que las sinfonías de Mahler “deben consumirse, quizás, con moderación”; que –en un plano más serio- quepa preguntarse “hasta qué punto la transformación [liderada por Arnold Schoenberg] ha sido permanente”; o que –aunque sea hablando en tercera persona del plural- la radicalidad de algunos compositores de posguerra (en particular Pierre Boulez y Karlheinz Stockhausen) se sitúa “a distancia peligrosamente remota de los públicos”.

Tanto más cuanto que Kenyon pone de manifiesto que uno de los méritos de estas músicas –el rigor en la construcción y en la organización- es igualmente  predicable de las obras de los autores llamados “minimalistas” (Reich, Glass, Adams…); y subraya el enorme valor de otros músicos contemporáneos como Cole Porter o George Gershwin (“no es irresponsable considerar The Man I Love o A Foggy Day in London Town como los equivalentes en el siglo XX de las mejores miniaturas de Schubert y Schumann”), así como los autores de las grandes bandas sonoras cinematográficas (desde Nino Rota hasta John Williams).

El libro se completa con treinta páginas en papel satinado con diferentes láminas y fotografías (desde un Luis XIV adolescente bailando hasta la Elbphilharmonie de Hamburgo), y una lista con las cien mejores grabaciones de las cien mejores obras de los cien mejores compositores (a los ingleses les encanta hacer listas sobre cualquier cosa, y ésta es tan discutible como las demás, pero Kenyon demuestra su entusiasmo divulgativo en ella). La edición es cuidada, y aunque yo hubiera agradecido caracteres de mayor tamaño también reconozco el esfuerzo de comprimir mil años de historia en menos de trescientas páginas.

El chasco del libro consiste en que nos quedamos sin saber cuáles son esas “nuevas aventuras”. En la conclusión Kenyon constata cómo en muy pocos años el repertorio centrado en el canon occidental se ha expandido hacia atrás y hacia delante –lamentando, en el primer caso, que la música de Rameau o de C.P.E. Bach no haya alcanzado ese estatus; y en el segundo, que no haya ocurrido lo mismo con la música de Falla o Szymanowski-; asimismo plantea una cuestión interesante al respecto del reto que plantea la música pop: “No debemos temer que la música clásica no sea populista, pero tampoco debemos despreciar [la música pop] como irrelevante.” Sin embargo, tras afirmar aquello del equilibrio entre el individuo y la sociedad, Kenyon no presenta ninguna propuesta sobre quién y cómo ha de producir música, ni dónde ni –sobre todo- ante quién se va a interpretar.


Notas

Nicholas Kenyon, «The Life of Music: New Adventures in the Western Classical Tradition», London: Yale University Press, 2021, 360 pages. ISBN: 978-0-300-22382-8

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