Reino Unido
Katia: enjaulada y sin vacuna
Agustín Blanco Bazán
Luego de dormir el sueño del COVID en el 2020, el Festival de Glyndebourne reabrió este año con una audiencia enmascarada y forzosamente reducida a un aforo del 50%. Lo cual quiere decir que fue una audiencia tan distanciada como la regie de personas de Damiano Michieletto, cuya propuesta escénica consistió en un experimento minimalista de paneles blancos que de vez en cuando se abren al fondo para dejar entrever una luz esperanzada como el ansia de libertad de la protagonista y agresiva como su adulterio.
La libertad es machaconamente simbolizada por un ángel que danza
demasiado frecuentemente alrededor de la protagonista para ser finalmente
encarcelado por una suegra que hasta llega a cortarle las alas. También Katia
va y viene entre la jaula a la suegra y viceversa, porque el regisseur insiste
algo puerilmente en advertirnos que Katia Katia quiere volar. Ello hasta el punto que al final los ángeles se
multiplican bajo muchas jaulas que, suspendidas en el aire, caen
estrepitosamente en respuesta al suicido de la protagonista.
Se trata de un simbolismo visualmente efectivo pero neutralizado por esas reglas COVID que durante el último año han tiranizando muchas puestas operísticas empeñadas en aparecer tan heroicas como cuidadosas de la salud pública. Muchas pero no todas, si por ejemplo se tiene en cuenta los apasionados besucones del reciente Parsifal de la Ópera de Viena. No así en esta Katia Kabanova donde la distancia entre los personajes desemboca en una falta de tensión agravada por el sanitizado minimalismo surrealista de la escenografía. Tanto en esta como en otras obras suyas Janáček pide un verismo pucciniano en su inmediatez y no una colección de alegorías. Particularmente malograda fue la escena final, cuando en medio de multitud de jaulas caídas Kabanicha agradece a los vecinos que han recuperado el cuerpo de su nuera.
Contrariamente a las
instrucciones del compositor y libretista, el regisseur prohíbe que traigan el
cuerpo al cual debe aferrarse sollozando su marido Tichon, y de esta manera se
esfuma el núcleo dramático que enreda a una suegra dominante, un hijo impotente
y una esposa frustrada. En esta regie sin
cadáver, Tichon y Kabanicha terminan sin saber que hacer en medio de tanta
jaula caída. Trate de imaginar el lector un final de Bohème sin el cuerpo de
Mimi o un segundo acto de Tosca sin Scarpia apuñalado.
De cualquier manera, esta fue una puesta inteligentemente cocinada para impresionar con sorpresas como la inesperada caída de las jaulas que, por lo imprevisto, parece haber cortado el hipo de muchos espectadores. Y también hubo un momento maravilloso: en el primer acto Tichon se despide de la protagonista cubriéndola con un enorme velo negro. Por supuesto que la mamá del viajero lo asiste con entusiasmo.
La versión musical fue en cambio
magnífica, bien acorde con la tradición británica en materia de Janáček inaugurada por Charles
Mackerras, cuando enseguida de la guerra importó desde Checoeslovaquia todas
las óperas del compositor. Se trata de una tradición primeramente asociada con
la pericia de las orquestas locales para reproducir las partituras sin perder
detalle y de los directores de orquesta para balancearlo todo sin
extroversiones innecesarias. Es en este último sentido que al frente de la
Filarmónica de Londres, Robin Ticciati aseguró una expansión lírica nunca
desbordante sino intensamente contenida por una precisa variación de dinámicas
y cromatismo tan cálido como nítido. Y las voces respondieron histriónicamente,
todas ellas como un instrumento mas y cuidándose mucho de destruirlo todo
tratando de sobresalir.
Ni Thomas Atkins (Kudrjaš) ni David Butt-Philip (Boris) son checos pero lo cierto es que lograron una firmeza de impostación, claridad, y squillo dignas de los mejores cantantes eslavos de su cuerda. Y sigamos con sus parejas. Aigul Akhmetshina, la veinteañera mezzo rusa de voz de terciopelo y supremo control de legato en el registro medio, volvió a lucir una excepcionalidad que pronto la pondrá en la primera línea internacional con una convincente Varvara.
Kateřina Kněžíková, una similarmente excelente soprano checa, convenció como una Katia capaz de expresar su fragilidad a través de un registro firme, seguridad en los filados y un fraseo de suprema expresividad. ¡He aquí una Katia capaz de protestar su neurosis de victima y transgresora con radiante convicción!
Tichon fue interpretado por Nicky Spence, un tenor escocés de emisión robusta y segura densidad vocal. Kataryna Dalayman fue una asertiva Kabanicha, pero quedó como una villana tímida en comparación con la antigua producción de Nikolaus Lehnhoff para Glyndebourne y la mas reciente ideada por Richard Jones para el Covent Garden. Alexander Vassiliev interpretó un Dikoj suficientemente mezquino con su sobrino Boris y efectivamente paródico en su ambigua relación con la suegra infernal.
La rarificación de espectadores in maschera saludándose a través de butacas vacías fue contrarrestada con el verismo de un tiempo similar al de la tormenta del tercer acto, pero no importa: la engañosa hoja de ruta sanitaria gubernamental promete una felicidad de rebaño teatral sin máscaras para dentro de unos pocos días. Que el tiempo y el virus se incorporen a estas esperanzas es algo que todavía está por verse.
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