España - Valencia
Arquetipismo, verismo y surrealverismo
Rafael Díaz Gómez

Esta producción se estrenó en Madrid en 2007. Y una de sus partes, Cavalleria rusticana, se representó en 2010 en Les Arts. Perdí la ocasión de conocerla entonces. No me ha convencido ahora. Funciona teatralmente, desde luego, porque los personajes principales se mueven con fuerza expresiva. Lo que ocurre es que no me parece que capte bien lo ambiental. El verismo no es sólo un conflicto de pasiones. La atmósfera resulta básica (y, más allá de la escena, también en el foso). Es cierto que la sustitución del coro por figurantes no ayudó. Nuestro coro (lo sentimos así, nuestro) sabe cantar y actuar. Situado como estuvo en los palcos de los extremos de los pisos primero y segundo, se limitó a cantar (divinamente, eso sí, y ajustándose con precisión casi absoluta a las indicaciones de un director, ¡vaya papeleta!, que sólo podía darle la espalda). Pero, evidentemente, no pudo actuar. Su lugar lo ocuparon en las tablas unos extras mudos. Por lo visto, el coronavirus no admite al coro en el escenario pero sí a otros colectivos (¿será que está de moda participar de los criterios erráticos del Ministerio de Sanidad?).
Jóvenes figurantes y con tipazo, cortados en lo físico casi por un mismo patrón, de igual modo que el de su negro vestuario en Cavalleria. Una uniformidad que reduce la variedad. Mientras, el blanco de la cantera de mármol en la que se hace transcurrir la acción de la obra de Mascagni tiene una consistencia de lápida, una luminosidad que no es menos luctuosa que el negro de la ropa. Queda restringida la sugerencia del entorno a una dureza primaria para conducir el drama a lo esencial de la tensión humana. Y de esa manera se sacrifica la evocación de la primavera siciliana y la alegría bulliciosa de la Pascua de Resurrección (los penitentes, flagelándose como quien se bebe unos chupitos de un solo trago, el Cristo con la cruz a cuestas, fuera de lugar). El arquetipo vence a la vida.
Y en Pagliacci, asimismo fuera de contexto, casi a manera de telones enmarcando la acción, las grandes fotos de Anita Ekberg en la Fontana de Trevi según La dolce vita, una referencia si acaso pija y mucho menos apropiada, sin salir de Fellini, que cualquiera de Giulietta Masina en La strada o incluso, apurando un poco más, en Le notti di Cabiria, si lo que se quiere es, a través de una figura femenina, tender puentes (para el camino de vuelta, en este caso) entre el verismo operístico y el cine (cosa que aventuro sin conocer las verdaderas intenciones del regista).
En su deseo de unificar las dos obras, del Monaco coloca el prólogo de Pagliacci antes de Cavalleria. Y al comienzo de Pagliacci, tras el descanso, hace desfilar arrastrado en un remolque el cuerpo de Turiddu, que, por cierto, ha muerto en esta versión no fuera, sino en el escenario. Si la dirección de escena quería impactar con esa imagen se debió de llevar un chasco, pues no fueron escasas las risas que se escucharon en el coliseo (tapadas luego por aplausos). Y es que a poco taurino que sea uno, el tropo del morlaco siendo retirado de la plaza acude a su mente sin esfuerzo.
La orquesta, también nuestra (¡cómo le reconoce el público su entrega en cada representación!), se sobrepuso una vez más al incordio de las mamparas y a una función que exige tres horas de interpretación. Supo sortear las dificultades con brillantez, comandada por un Jordi Bernàcer que sólo por ajustar a solistas vocales, instrumentistas de viento en compartimentos aislados (y aislantes) y coro spezzato a su espalda, merece la Medalla al Mérito en el Trabajo (o al menos el premio Visión de Pez 2021). El ajuste, al menos en esta jornada, funcionó. De todos modos no se quedó ahí. Hubo también emoción, construcción de tensión y de clímax y no poca atmósfera. Que cada uno lleva en su cerebro un ecualizador que manejaría de esta forma o de la otra según el gusto, pues sí. Pero que la de Bernàcer fue una lectura llena y palpitante, sin duda.
Y compromiso total en el elenco de solistas. Hicieron doblete Jorge de León (Turiddu y Canio) y Misha Kiria (Alfio y Tonio). El tenor, bien conocido en Les Arts, estuvo arrebatador en volumen, proyección y presencia. De esmaltado timbre y poderosa proyección, matizó menos su Turiddu (¡mira que colocarlo del Monaco a los pies de Santuzza en el dúo como si ella fuera la opresora!) que su Canio, con el que gracias a 'Vesti la giubba' consiguió la ovación más extensa de una velada que cosechó unas cuantas. Mientras, el barítono, al que ya habíamos escuchado en Il viaggio a Reims, ha madurado su voz acogedora y fecunda, no demasiado extensa, pero desde luego homogénea. Otra cosa es el fraseo y la intención (malicia) en el decir. Ahí aún tiene campo para evolucionar, pero dadas su juventud y sus condiciones, hay futuro.
Es probable, o al menos deseable, que el georgiano hubiera aprovechado para aprender del arte interpretativo de Sonia Ganassi. La mezzo italiana compuso una Santuzza de tanta intensidad actoral que supo compensar con creces la natural merma que sus medios vocales quizás empiecen a mostrar. De todas formas, aunque con graves más apurados, sus registros medio y agudo siguen siendo fáciles y luminosos. Y, lo dicho, sabe servir apasionadamente el personaje.
Algo destemplada me pareció la voz de María Luisa Corbacho, aunque cumplió de sobra como Mamma Lucia. Mientras, Amber Fasquelle, procedente del Centre de Perfeccionament, fue una Lola correcta, ajustada, pero aún un poco alicorta.
Ruth Iniesta compuso una Nedda desenvuelta y con carácter escénico. Cuenta la soprano con un bonito timbre, volumen generoso y su manera de frasear posee médula, así que no tardó en meterse al público en el bolsillo. Lo mismo que el Silvio de Mattia Olivieri, ex alumno del citado Centre de Perfeccionament muy positivamente evolucionado, que bien supo corresponderle a la soprano con un canto sostenido en un hermoso legato, terso a la par que sólidamente fundamentado. Por último, Joel Williams sostuvo un suficiente Beppe.
Y así se cierra esta muy meritoria temporada de ópera en Les Arts. Se palpó el disfrute entre el público. Y se agradeció su calor, favorecido por el aumento del aforo. Incremento que resulta esperanzador de cara al inicio del siguiente ejercicio (aunque el hecho de ver en las proximidades de tu butaca algún insolidario con la mascarilla a la altura de la nuez no augura, en términos del bien colectivo, precisamente lo mejor). Bajado el telón, el coro en los palcos supo conducir al respetable, no tan dócil como en realidad convencido, a una sucesión de aplausos rítmicos, esos que sólo se escuchan en las grandes ocasiones. Coro al que, por cierto, una gestión política difícil de entender desde el punto de vista artístico, mantiene en una zozobra que le acabará pasando factura. Claro que a quienes ejercen con tan poco juicio esa política, también. En fin, surrealverismo en vena.
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