Reino Unido
El otro zar
Agustín Blanco Bazán
La temporada parisina del empresario Serge Diaghilev de
1909 incluyó la sensacional aparición de Fiodor Chaliapin interpretando a dos
zares: Boris Godunov e Iván el terrible. Por qué el repertorio
internacional persiste con la obra de Mussorgsky y no con la de Rimsky-Korsakov
quedó demostrado en la exhumación de esta última en la Grange Park Opera, uno
de esos festivales veraniegos ingleses de gala y picnic en los jardines: Rimsky
fue amigo y mentor de Musorgsky (hasta el punto de orquestar la versión más
representada de Boris) e Iván el Terrible acredita maestría en el
tratamiento de armonías, contraste cromático y tratamiento de líneas vocales.
Pero falta en Iván lo que sobra en Boris, a saber, esa chispa de arrojo
indispensable para insertar el absurdo esencial a cualquier buena ópera en el
subconsciente del espectador: con Boris
el espectador tiembla y sufre sin poder (ni querer) explicarse por qué. Iván es en cambio para apreciar desde
afuera, como un huevo Fabergé.
La exhumación de la Grange Park Opera incluyó uno de esos prólogos de “veinte años antes” donde en la legendaria Pskov, Vera confiesa a su hermana Nadezhda que su recién nacida Olga fue concebida con un extraño y no con su marido ausente en la guerra. Para salvar el honor de su hermana (que no el suyo) Nadezhda pretende que Olga es hija suya. “Veinte años después” la ópera propiamente dicha se desencadena con una Olga perseguida por el rico boyardo Matuta pero enamorada de Tucha, un revolucionario empeñado en eliminar nada menos que al Zar Iván, quien luego de haber aniquilado las libertades cívicas de la cercana Novgorod se apresta a hacer lo mismo con Pskov.
Y ahora viene un acertijo que pido el lector responda sin ir a Wikipedia: ¿Quién es el padre de Olga? .... ¡Sí! ¡Felicitaciones por haber respondido correctamente! Una originalidad dramática de la ópera de Rimsky es que Iván y Olga se perciben como padre e hija a través de un lenguaje corporal y un no sé qué de ternura y alelamiento mutuo, pero nunca llegan a reconocer la verdad ante el público como lo hacen Simon Boccanegra, Amelia y Gabriel Adorno. Durante el final, Olga trata de interponerse entre los guerrilleros de su amado Tucha y los esbirros de Iván. Pero en la confusión que sigue (una confusión tanto de batalla como de dramaturgia teatral) Olga recibe los balazos que pondrán fin a la obra.
David Poutney y Francis O´Connor idearon como escenario único un gran patio con galerías superiores un poco estilo del Globe (el circulo teatral shakespeareano de Londres). La vestimenta es tradicional rusa hasta que Iván se despoja de su pesado abrigo de pieles para mostrarse como … Stalin. Esta buena idea es neutralizada por la falta de intensidad dramática de la partitura: una cosa es transformar al temible Boris en Stalin, y otra hacerlo con un Ivan que cincela sus líneas como un discurso retóricamente armado sobre por qué es cruel como gobernante a pesar de ser por dentro como cualquiera de nosotros. El experimentado Clive Bayley discurseó las líneas de este personaje anodino con convincente fraseo y atractiva calidez de timbre.
A pesar de su flojedad, la ópera fue honrada con una producción importante y merecedora de viajar como referencia de una obra poco conocida. Encabezó un redondo reparto de cantantes la madre Vera/hija Olga interpretada por excelente soprano rusa Evelina Dobracheva: su emisión es brillante y bien lubricada, y su entrega al rol fue beneficiada por un robusto legato que le permitió hacer justicia a este personaje como el único capaz de expresar emociones por encima de la retórica que acartona a los demás. Dicho lo cual, conviene también recomendar la excelencia canora de todos los principales. El tenor Carl Tanner (Tucha) reafirmó una línea de canto brillante, con proyección de clarín. Y un preciso balance de densidad y squillo caracterizó el Matuta de Adrian Thompson. Excelente también la asertividad de fraseo y redondez sin vibratos de la nodriza interpretada por Liubov Sokolova y la Nadezha de Amy Sedwick.
Mikhail Tatarnikov dirigió con empuje y contraste una orquesta que por su dotación disminuida por el distanciamiento pandémico tuvo dificultades en proyectar la brillantez cromática que sí caracteriza normalmente las composiciones de Rimsky-Korsakov. Y el coro fue una verdadera revelación por su claridad, resonancia y proyección de masa. También hubo un momento de genuino horror cuando al comienzo del último acto la boca del escenario fue ocupada con una secuencia del Iván enloquecido de la famosa película de Serguei Eisenstein.
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