Italia
Vuelven Strehler y su Mozart a la Scala
Jorge Binaghi
Esta era una ‘reposición’ no anunciada, seguramente debida a la situación creada por el virus y a la necesidad de hacer un homenaje a Strehler con una de sus producciones más celebradas (la vi por primera vez en París a finales de los años setenta del pasado siglo, o sea hace aproximadamente unos cuarenta y cinco años).
Al público pareció agradarle moderadamente (llenaba, hasta lo permitido, la sala de Piermarini); hasta donde pude seguirla, a la crítica local no. En general, todos salvaron al nuevo Fígaro, pero mientras algunos la emprendían incluso con la puesta en escena (después de todo es ‘antigua’, ‘de museo’, etc.) casi todos encontraron problemas en la dirección y el resto del reparto.
El espectáculo de Strehler quizá se resienta hoy en el último acto (sobre todo por la sucesión de arias ya que no se suprimió ninguna de las dos que suelen sufrir las tijeras, las de Marcelina y Basilio), pero sigue siendo un prodigio de elegancia, sutileza, vivacidad y esos ‘pequeños’ detalles que denotan a un maestro (las luces de Marco Filibeck tienen ese toque entre tenue y melancólico que aparecerían luego, por ejemplo, en Falstaff); ni hablar de las caracterizaciones acertadas de todos los personajes, hasta Don Curzio o las campesinas que intervienen en el tercer acto.
¿De museo? ¿Y por qué no? A pocos pasos de la Scala hay varias exposiciones en el Palazzo Reale, la mayoría centrada sobre la figura de la mujer. Hay una sobre las pintoras italianas entre los siglos XVI y XVIII; otra sobre la mujer en el arte y la vida en la vanguardia rusa (obviamente posrevolucionaria): ¿si no fuéramos al museo dónde las veríamos? Recordemos que Stalin cortó con esa floración increíble y la sustituyó con un realismo socialista nacido prácticamente muerto.
En general me da la impresión de que para muchos el paso del tiempo se hace difícil de soportar y entonces aquello que lo recuerda debe desaparecer. Lo mismo pasa con la actuación de algún cantante mayúsculo. Es la tercera vez, en unos treinta años, que Keenlyside encarna aquí al Conde. Sin duda la voz está más opaca, puede ser también (no estoy seguro) que algo disminuida de volumen, pero el actor y el cantante son como siempre mayúsculos. Parece que algunos artistas generan este tipo de reacciones algo exageradas: los que tuvieron todo no pueden perder nada bajo pena de estar acabados. Alguno le concedió que cantaba bien su gran aria, pero otro incluso encontró que sólo hablaba en los recitativos. Es curioso cómo cantantes siempre defectuosos o incompletos no sufren casi este tipo de críticas o incluso que se los aplauda como ‘carismáticos’ en cualquier circunstancia (ejemplos famosos o no tanto no faltan, sean recientes o del pasado); hay otros (generalmente los más grandes) a quienes no se les perdona nada, probablemente porque daba fastidio que fueran prácticamente perfectos. Hubo quien se metió con su actuación (sin recordar, o saber, que hacía poco se había sometido a una operación de rodilla, que como se sabe suele ser delicada y lleva tiempo la recuperación).
Yo he encontrado en lo esencial al gran cantante y actor que ha sido siempre, en este y otros papeles y ámbitos (a ver quién de todos los de este u otros repartos lleva paralelamente una carrera de liederista tan importante): no hizo el trino en el aria y, repito, la voz estaba por comparación consigo mismo (a lo mejor este es el gran problema) opaca, pero su ‘contessa perdono’ sonó como siempre y sus recitativos fueron lo que deben ser. Habría que recordar tal vez la frase de Hegel, aquella que dice que el búho de Minerva sólo despliega sus alas en el ocaso, y que, traducida por las dudas, significa, entre otras cosas, que la veteranía permite una mayor comprensión e inteligencia de las cosas.
También Harding, hasta ahora un favorito, ha recibido lo suyo. Algunos tiempos eran lentos (el dúo entre los Almaviva, el duettino entre Susana y Cherubino), otros demasiado rápidos (la canción del primer acto de Cherubino), pero la obertura fue notable, con detalles extraordinarios, y otros momentos de buena concertación y acompañamiento de las arias. La orquesta estuvo estupenda y también el coro en sus breves intervenciones que señalaban la despedida como director del excepcional Casoni (seguirá a cargo de las voces blancas al parecer, y ojalá así sea).
Micheletti, el descubrimiento de la señora Muti, ha sido hasta hace poco un actor y director de teatro que ahora se dedica a la lírica. Y tiene una voz de categoría aunque el grave no sea (¿todavía?) suficientemente compacto. Obviamente es un excelente actor y habrá que seguir con interés su carrera. Feola fue una excelente Susana: tal vez la voz sea un punto impersonal, pero canta y actúa bien y no teniendo un grave importante (después de todo es una soprano líricoligera) no pretendió ensuciar su línea de canto como hacen otras colegas. Kleiter me sigue pareciendo mejor en su primera etapa de líricoligera que en esta actual de lírica: canta bien, con una voz algo metálica y se mueve bien, lo que tal vez baste para una Condesa, supuesto que éste no sea un papel enorme, cosa que sí es ... Stoyanova es joven y agraciada y hace un buen paje: yo no aseguraría que se trate de una mezzosoprano aunque cante bien.
Concetti (que ya había cantado la parte en la reposición anterior de hace cinco años, peor dirigida en lo artístico y musical que ésta, que algunos han considerado la peor en sus vidas -la memoria tiene estos inconvenientes) sí que parece haber perdido color y grave, en tanto que Capitelli se sigue manifestando como una cantante de interés. El Basilio de Falcier tiene el inconveniente de presentarnos a un tenor no característico para un rol que en principio sí lo requiere, pero no canta mal. Cigni y los demás correctos, con una pequeña acotación más que favorable para la Barbarina de Sala, que cantó y se movió más que bien.
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