Reino Unido
Rigoletto se burla del Covid
Agustín Blanco Bazán

Mundoclásico reseñó la última
función del Covent Garden antes de las restricciones COVID. Fue aquel Fidelio
del 13 de marzo del año pasado ante una sala ya semivacía por el miedo. Y
exactamente después de dieciocho meses, durante los cuales solo hubo unas pocas
funciones con audiencia reducida, el teatro volvió a abrir a sala llena con
este Rigoletto. El entusiasmo fue
explicable, aún cuando la típica indefinición inglesa creó confusiones de
comportamiento. La indefinición consistió en 'recomendar' y no 'prescribir'
el uso de máscaras, con lo cual nadie sabía exactamente qué hacer: los
enmascarados miraron con recelo y cejas levantadas a los menos precavidos, con
el agregado de saludos tímidos y de codo en medio de obsesivos lavados de
manos. De cualquier manera, fue una noche auspiciosa y esperanzada, con un
público dispuesto a aplaudir una función digna, aunque de un precio demasiado
alto para las mejores localidades (casi 300 euros).
La ocasión marcó el debut del director artístico de la casa, Oliver Mears como regisseur en la nueva producción de Rigoletto que reemplaza a la de David McVicar. Mears propuso un cuadro escénico contemporáneo, con un baile de disfraces al comienzo, donde cortesanos ataviados a lo renacentista admiran una enorme Venus de Urbino (¡sí, la de Tiziano!). Esto luego del cuadro vivo que ilustra el preludio con otra obra de arte, El martirio de San Sebastián de Caravaggio, con una joven en blanco virginal en lugar del santo y un soldado con la cabeza cubierta por una calavera de toro con enormes cuernos. La iluminación es magnifica por sus claroscuros y sus tonos entre sepia y ocre, pero la regie de personas se apoya en una rutina de gesticulación tradicional de poca intensidad.
Hubo poco trabajo en la interacción de personajes, que se conformaron con ampulosos gestos de brazos para el público. Y también se pretendió impresionar con obviedades algo pueriles como, por ejemplo, el Duque entonando su “Ella mi fu rapita!” frente a una megacopia de … El rapto de Europa de Tiziano, obviamente el pintor favorito de la corte mantovana.
Esta combinación de movimiento rutinario y sugestiva iluminación se prolongó hasta el final en medio de decorados sobrios, divididos en dos plantas para mostrar en el piso superior el dormitorio de Gilda en el segundo acto y en el cuarto el camastro donde el duque hará el amor con Magdalena. Buena idea, esta última, como lo fue también el mostrar a Gilda masturbándose tímidamente en su lecho durante una coloratura de “Caro nome.” Pero ambas ideas parecieron ejecutadas sin mayor convicción o intensidad, tal vez por falta de más ensayos.
Sobre el final, la casa de Sparafucile se desplaza a un costado de la escena para dejar a Rigoletto y su hija en un desolador paraje frente al río, con un cielo plomizo que anuncia un próximo amanecer. Este fue uno de los grandes momentos de Lisette Oropesa, que balbuceó su agonía con voz frágil pero de asertiva intensidad, porque esta Gilda no muere disculpándose sino proclamando su amor a pesar de todo. La voz de Oropesa, tal vez demasiado liviana para “Tutte le feste al tempio” brilló en “Caro nome” con un timbre ágil y cristalino y un antológico marcado de trinos. Y aún cuando la puesta que no le exigía mucho, su entrega al personaje fue conmovedora por su mezcla de recato y intrepidez.
La propia veteranía en medio de una regie de personas débil ayudó también a Carlos Álvarez, cuyo Rigoletto balanceó alguna que otra ocasional opacidad cromática con un excelente canto legato, un fraseo de palpitante mordente, y un timbre cálido y robusto. "Pari siamo" le salió formidable como exploración en la negrura de su propio carácter, porque más que doliente, la caracterización de Álvarez salió como resentida y tenebrosa. Y toda complejidad de este personaje fue modélicamente exhibida en el contraste entre “Cortigiani” y “Signori pietà.”
El joven tenor armenio Liparit Avetysian (Duque de Mantua) comenzó con un “Questa o quella” claro y bien acentuado y en el difícil diálogo siguiente con la Condesa de Ceprano apoyó cómodamente las líneas de pasaje. También su dúo con Gilda fue de convincente arrebato y bravura. Pero a partir de “Parmi veder le lacrime” comenzó a manifestar algunos problemas de apoyo y entonación que quedaron claros nada menos que en el registro agudo de “Possente amor” y “La donna è mobile.”
Sólidamente cantados fueron la Magdalena de Ramona Zaharia y el Sparafucile de Brindley Sherrat. El Monterone de Eric Greene, fue en cambio de un fortissimo descontrolado y una afinación errática, y agravado por el gran guiñol que al final de la primera escena lo mostró aullando mientras lo torturaban como si fuera un prisionero de Guantánamo.
Hace casi treinta años que Antonio Pappano no dirigía Rigoletto y por ello esta ocasión equivalió a un verdadero debut. Los Verdi de Pappano no son del gusto de todos, especialmente en el caso de óperas tempranas o del período medio, donde este talentoso director busca detalles de color y variaciones de tiempo a costa de la urgencia de ritmo e intensidad de marcado que a veces piden las strettas y la percusión. ¿Quién no hubiera deseado, por ejemplo, una de esas precipitaciones controladas que muchos grandes directores imponen en “¡Si vendetta!”? ¿Y no fueron tal vez demasiado lentos y sobreenfatizados los primeros acordes del preludio? Pero esto es solo cuestión de gusto, porque lo cierto fue que su tendencia a explorar y refinar pagó buenos dividendos con un Rigoletto redondo, rico en texturas y cromatismos y de consumada interiorización y expresividad, todo ello coronado con fulminantes sforzandi, y un superlativo ajuste con el coro y los solistas.
El público descargó sus ganas de aplaudir con entusiasmo exento de crítica sobre esta producción digna pero mejorable en su medianía dramática.
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