Francia
'Hemos llegado'
Jorge Binaghi
Fue justicia que en París, aunque en un sala distinta a
la del estreno, volviera a escucharse y verse este raro título de Enescu, que
el compositor tanto quería. Anteriormente lo había visto sólo una vez en
Bruselas, y voy a volver sobre algún fragmento de la crítica que publiqué aquí
en aquel entonces.
“En un año como 1936 […] que Enescu hubiera elegido el tema de Edipo Rey y Edipo en Colono para lo que sería su gran aportación al género lírico nos dice muchas cosas si queremos pararnos a pensar un momento. El resultado en sí es un portentoso fresco donde predomina la invención orquestal y coral, bastante menos la parte meramente vocal, y el aspecto dramático, aunque sigue bastante a Sófocles (se interpolan dos o tres momentos que el griego no escenificó), presenta momentos más logrados que otros (como no podía ser de otra forma, los que no están en Sófocles son los menos interesantes, a excepción del encuentro con la Esfinge, que es espléndida). La primera escena y todo el final (o sea, la rápida adaptación del inicio y fin de Edipo en Colono) son memorables (la plegaria a las Euménides del último acto es maravillosa).”
En este caso la producción de Mouawad -soy un seguidor de su teatro- revela su conocimiento del mito y de las tragedias en cuestión, y la importancia que para él tienen en su relato de vidas rotas en familias disfuncionales. Tal vez al principio del espectáculo habría debido limitarse a enumerar sólo, como en el programa de mano (loado sea quien sea, han vuelto aunque no en todos lados), los antecedentes de la historia, y no sumarles su propia interpretación -aunque poéticamente sea bella- porque si a la gente que no conoce el mito ya le cuesta retener nombres, con consideraciones ‘filosóficas’ de por medio las cosas se complican más.
De todos modos, y con alguna otra discrepancia menor (como el parto de Yocasta, aunque se le haya dado un contexto sobre todo ritual), la presentación escénica (bellísimos trajes y luces, escena sobria y más bien despojada; caracterizaciones de personajes que en muchos casos son también arquetipos, y una presentación de la Esfinge que impacta) y el trabajo sobre actores y coro es extraordinario.
Y,
sobre todo, casi todo se correspondía al milímetro con la música que provenía
del foso, con una orquesta en estado de gracia y un especialista como
Metzmacher que concertó de forma realmente extraordinaria, donde todo se oyó
sin que nadie tuviera que esforzarse más allá de lo que requería la partitura. Por
eso, que apenas recobrada la normalidad, haya habido una huelga que hasta ahora
sólo ha hecho que una de las funciones tuviera que darse en forma de concierto
parece, para no usar una palabra más fuerte, inoportuna.
El coro, por ejemplo, que estuvo muy bien y va un aplauso
para la nueva directora, que tiene la ímproba tarea de conservar los niveles
alcanzados con José Luis Basso, tiene una parte actoral importante, y si no se
ve cuesta más entender hasta el final la música. Con lo que de paso digo que,
si en algunos momentos de la obra el carácter puramente teatral -en parte
también por el tipo de libreto tan de la época- puede decaer, con este tipo de
producción el inconveniente se subsana y no conozco mayor elogio para una
puesta en escena operística.
Hubo algún cantante que parecía incluso excesivo para el rol (la Yocasta de Gubanova). Pero la Esfinge de Margaine fue extraordinaria, y muy bueno resultó Cavallier en el doble papel de guardián nocturno y de emisario de la familia adoptiva de Edipo. Con un poco de inseguridad al principio, Neher fue una buena Antígona, y la gran von Otter logró componer una madre ‘putativa’ (Mérope) notable pese a algún signo de veteranía local. El mismo que se pudo advertir en el Gran Sacerdote de Naouri, también sobresaliente artista (¡y qué francés). Mayor deterioro acusa la voz de Bayley en Tiresias, pero los sonidos ásperos sirven en este caso a la caracterización del adivino que se enfrenta con el rey.
No muy feliz vocalmente -e incluso escénicamente- pareció el Creonte de Mulligan, más que correcto el pastor de Ordonneau, eficacísimo Layo el de Beuron (con su voz siempre extrañamente cambiada) y excelente el Teseo de Timpau. También las intervenciones menores confiadas a miembro del coro estuvieron bien servidas.
Pero sin protagonista no hay Oedipe, sencillamente. El trabajo de Maltman fue sobresaliente en todo aspecto, empezando por su dominio del francés, por su gestualidad (nada fácil algunos gestos y movimientos ‘esenciales’ de los que le marca la producción), y naturalmente por su voz, que es muy requerida todo el tiempo, sea en los momentos de furor, de agitación o de intenso lirismo. Y es en este sentido que he tomado su frase del cuarto y último acto para poner un título a esta crónica. La forma en que dijo más que cantó ese ‘hemos llegado’ fue la que dio la dimensión de la compleja vida de un héroe-antihéroe griego por excelencia y de las vicisitudes de cualquier vida humana, que en ese sentido es también heroica y su contrario, hasta llegar al punto final en que aquí (el arte tiene eso de bueno) todo se articula y tiene un sentido que se comunica por la voz cantada. La ópera, como género, va de eso…
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