Italia
Un post-Rigoletto
Anibal E. Cetrángolo

En 2021 se cumplen ciento setenta años desde que este título celebérrimo nació precisamente en esta sala veneciana. Para la ocasión, La Fenice presenta la versión que Damiano Michieletto, figura central en el panorama lirico de hoy, había preparado para la Dutch National Opera de Ámsterdam.
Fue un Rigoletto absolutamente memorable el que presentó el teatro, ahora con la platea habilitada. Dicha esta frase con gran convencimiento, discrimino dos planos muy diferentes: hubo, por un lado un Rigoletto trascendental y, por otro, un Rigoletto muy digno. El primero resulta de la labor absolutamente excepcional del intérprete en el rol del título, de la originalísima versión del responsable musical y de la coherente labor del director escénico, respectivamente el Maestro Callegari y el regisseur Michieletto. Lo segundo involucra al resto del elenco, que reitero fue de muy buen nivel.
El maestro Callegari fue artifice de una lectura de gran tensión, sin respiro: intensísima, fluctuante en el tiempo y en la dinámica. Teatro musical con palabras mayores donde parecía que la dramaturgia era generada desde el foso. La velocidad general de la lectura y la constante variación de los tempi que fueron la base de este resultado prodigioso, fueron tal vez la causa de algún desajuste entre foso y escenario. Imposible no hablar de la velocidad frenética y eficacísima de ‘Cortiggiani vil razza dannata’ que resultó un momento memorable de la orquesta, pero también en momentos diferentes, cuando a menudo el orgánico instrumental se limita a ambientar al solista, la orquesta de Callegari fue constantemente vigilante y activa (‘Tutte le feste al tempio’)
Este es un “post” Rigoletto.
Según la lectura de Michieletto, Rigoletto enloquece después de la muerte de
Gilda. El regisseur nos muestra qué pasa después, escenificando el inconsciente
torturado del protagonista. Rigoletto está encerrado en una blanquísima habitación
de manicomio. La interpretación de nuestro factótum escénico es esta: el pobre
demente -“ah no è follia”- es un padre obsesivo que, temeroso de los peligros que
el mundo -el bosque-, puede reservar a su hija, la encierra cuando ella es niña.
Este relato paralelo al texto de Piave-Verdi, el flashback de la memoria, nos
es mostrado con proyecciones. Como se recordará, en la ópera se nos cuenta que
nuestro protagonista queda solo con la niña a la muerte de su madre -“Deh non
parlare al misero/Del suo perduto bene.../” etc.-. La Gilda niña trata
infructuosamente de escapar de esa casa prisión y conquistará su libertad
solamente con la muerte. Será recién entonces, que, por fin, se la verá feliz.
La escena final la muestra corriendo hacia el deseado bosque.
Aquí no hay palacios, ni tampoco en el final se ve la “Deserta sponda del Mincio”. La deformidad física del personaje es aludida con una joroba discreta.
Rigoletto calza zapatos de diferente envergadura que determinan movimientos
claudicantes en su andar. El aspecto bufonesco del protagonista es apenas
esbozado por una chaqueta de frac que Rigoletto usa en los momentos en que “trabaja”
de bufón. Las situaciones de burla dirigidas o recibidas por Rigoletto son simple
y muy eficazmente aludidas por el lanzamiento de papel picado dorado que el burlón
del caso arroja sobre la víctima del momento: Rigoletto a Monterone, los
cortesanos o el duque a Rigoletto.
Se puede estar de acuerdo o no con la operación de Michieletto. Es innegable que nos encontramos ante una lectura extremadamente coherente y este artista conduce su idea hasta las últimas consecuencias. En estos casos, las cosas se explican solas, en el escenario, y no por lo que declara, pero, en un plan paralelo al espectáculo, resulta muy útil leer el reportaje publicado en el libro que acompaña la producción. Allí Michieletto hace explicitas las fuentes literarias y filosóficas que sustentan un pensamiento profundo. Me detengo aún a subrayar su competencia específica, su denso conocimiento de su trabajo. Él sabe lo que está haciendo.
Muchos de sus colegas pretenden
jugar ajedrez con las reglas de las damas y por eso destaco que Michieletto
conoce perfectamente las reglas del juego lírico. La primera de esas normas es
que en la música con texto, la palabra ya es música. Cada vocal con su color,
cada sílaba con su peculiar acento fueron determinantes para que el compositor eligiera una particular solución en el pentagrama. Es ese saber el que permite entender qué
es lo que se puede hacer y qué no en una ópera. De ahí resulta esta habilidad
de Michieletto en conjugar soluciones dramáticas verdaderamente innovadoras con
un total respeto por el texto que tiene entre manos. A veces algún teatro lirico
presenta operaciones que, a diferencia de lo que vimos en este Rigoletto, “audazmente” aggiornan texto o música y a este
propósito, en estos días, nos llegan noticias de una experiencia de este tipo en
el Colón de Buenos Aires. Pues bien, pienso que la responsabilidad no es de
quien firma la puesta, sino la de una dirección artística incompetente que contrató
un carpintero para reparar una cañería.
La escena única durante el espectáculo representaba una sala de hospital,
de un manicomio. Único elemento constante, la cama del enfermo que fue
utilizada como un practicable en todas sus posibilidades posturales. En algún
momento, de esta manera, fue izada por cuerdas. En otros su respaldo funcionaba
para esconder a Gilda. Todo era blanco. Las paredes según el caso mostraban aperturas. Un segundo piso de la sala
de hospital era accesible por escaleras verticales que el Duca de la ocasión subió
y bajó, aún cantando.
Si la lectura de Callegari fue
teatral, simétricamente puedo decir que el trabajo de Micheletto fue musical. De
esta manera admire muchísimo como ciertos elementos que no son pedidos por el
libretto fueron empleados por el responsable escénico para acompañar al foso.
Notabilísimo el empleo de un gran foco que baja del techo y que Rigoletto, en
el momento de su imprecación contra los cortesanos dirige a diferentes zonas
del coro y hasta del público en una lectura en todo fusionada con lo que se escucha.
Lo mismo sucede con el movimiento oscilante de la cama en una situación musical
mucho más tranquila –‘Ella mi fu rapita’- y que decir de aquella tempestad que
texto y orquesta evocan al final, que es “musicalmente” subrayada por las
paladas de tierra negra que Rigoletto lanza contra el muro blanco.
Algunos momentos me parecieron
opinables. Las proyecciones que explican el pasado son contemporáneas a lo que
relata la acción prevista por Verdi y Piave y en algún momento eso me molestó.
Cuando escuché ‘Caro nome’, quería escuchar a Verdi. Me distrajo aquella niña
que quiere escapar por la ventana. Ahí fue Micheletto vs. Verdi.
Todos los colaboradores de Michieletto colaboraron en conseguir este
resultado: las escenas de Paolo Fantin, el vestuario de Agostino Cavalca, el
diseño de luces de Alessandro Carletti y la realización de la parte filmada de
parte de Rocafilm – Ideogamma. El vestuario era contemporáneo; delataba un
ambiente marginal, así el vestido de Gilda que además estaba descalza; sus
juguetes.
Luces eficacísimas que pude apreciar, sobre todo, gracias a la competencia
de mi compañero en el palco, un especialista. Ellas eran generadas desde la
derecha, como si proviniesen de una de las ventanas invisibles de Caravaggio
Luca Salsi es un artista ideal para este rol. Para no pocos se trata del mejor barítono verdiano del momento. Voz redonda, timbre ideal, con volumen más que generoso. Confieso, casi con rubor ante tanta excelencia, que en algún momento noté una emisión velada en el registro medio agudo que impide que algunas vocales resulten nítidas (la “e” de “venti” en el re de “Tu dei venti dal furore”). Minucias aparte, todo lo que hace Salsi es resultado de una mente de verdadero actor que organiza, con total control, un riquísimo abanico de posibilidades expresivas. Salsi es indudablemente personaje de escenario. Es un barítono de nuestros días que pudo aventurarse, alguien como él puede hacerlo, en gestos vocales que las galerías de alguna década atrás no habrían tolerado. Su “va, va, va” del final del dúo con Sparafucile, fue más bien hablado, suspirado, sacrificando el habitual tenzón en volumen y duración con su compañero asesino y aquí conviene notar que en la nota final Verdi prescribe una simple negra en el tiempo fuerte del compás seguida por silencios, sin ningún calderón que autorice a prolongar la nota final. Poco después en el “Ah no, è follia”, no escuchamos el estentóreo final sobre el agudo de tradición sino que la frase fue cantada piano con voz de cabeza en un momento que da la pauta semántica de toda la lectura de Michieletto. Volviendo aqui a cuanto que escribe Verdi, encontramos que se pide a toda la orquesta un pianissimo y nada de especialmente sonoro al intérprete.
Salsi en un vertiginoso ‘Cortiggiani, vil razza dannata’ encontró un compañero absolutamente ideal en el maestro Callegari. La orquesta fue el mejor cómplice que pudo encontrar un Rigoletto como este. Aquí Salsi recibió una ovación del público que fue una de las pocas que el maestro, en su lectura continua de la partitura, permitió. Un especialista de la crítica escribió en su reseña que este “Cortiggiani” fue el mejor de los que en teatro o disco haya jamás escuchado. En conclusión la actuación y el desempeño vocal de Salsi, siempre en escena, son absolutamente para recordar e, inevitablemente tal performance excepcional provocó, en antipático contraste, una consideración secundaria para la labor de sus compañeros de reparto.
Claudia Pavone fue, de todas maneras, muy eficaz en su Gilda. La soprano posee una límpida voz, su canto es
inobjetable en afinación y legato. Su color claro fue elemento esencial en la
composición de un personaje que en esta versión recurre constantemente al
recuerdo de la infancia. La artista consigue convencer en su propuesta
dramática del personaje.
El tenor Rivas, que aquí canta el rol del Duque de Mantua, fue protagonista hace poco del Faust de Gounod en este
mismo teatro. Las impresiones que tuve en aquella ocasión son parecidas a las
que me agobian hoy. Rivas fue, a mi parecer, también aquí, el artista menos
notable del grupo protagonista. Reitero que aprecio su timbre, su color. Su
juventud permite esperar progresos que soy el primero en desear. Constato que
su vibrato -y esto es muy subjetivo- me molesta pero lo esencial es que encontré
anoche un Duque que en, lo visual y en lo sonoro, parecía un matón de la serie
Narcos. La vehemencia fue el registro predominante que caracterizó su construcción
del papel.
Por cierto, lo que Michieletto impuso a este cantante, no ayudaba en
absoluto a delinear sutilezas: nuestro duque lucia pantalones ajustados y una
chaqueta de chulo con frondosa cabellera tipo años ’70. Pienso que este
personaje para Victor Hugo fue un rey y para Piave un duque. El vestuario es
secundario pero … este papel ¿no merecería mostrar en su psicología una
complejidad mayor capaz de explicar algún momento disímil -‘Parmi veder le
lacrime’- a tal pintura monocorde, caricaturesca?
Excelentes los otros artistas que completaron el elenco. Aprecié
especialmente el Monterone de Gianfranco
Montresor.
La orquesta, con excelencia, siguió eficazmente el cambiante gesto del
maestro y fue capaz de sonoridades excelsas, sobre todo en los arcos.
El coro, que en lo musical resultó inobjetable, fue herramienta muy eficaz en la
concepción teatral de Michieletto. Los coristas usaban máscaras y hubieron de
lanzarse en un baile eficacísimo en la apertura de la ópera, en la escena de
seducción del duque a la Condesa de Ceprano. Fueron elemento esencial para crear
situaciones de tensión teatral cuando los cortesanos han de relatar al duque la
“proeza” del secuestro y el estupro, o cuando sádicamente se burlan de
los dibujos de la Gilda niña.
El público del teatro se mostró entusiasta, casi delirante, cosa no común en La Fenice.
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