España - Galicia

Cambiemos alguna partitura, para que todo siga igual

Paco Yáñez
lunes, 1 de noviembre de 2021
Barry Douglas © 2021 by Benjamin Ealovega Barry Douglas © 2021 by Benjamin Ealovega
A Coruña, viernes, 22 de octubre de 2021. Palacio de la Ópera. Barry Douglas, piano. Jeroen Berwaerts, trompeta. Orquesta Sinfónica de Galicia. Dima Slobodeniouk, director. Dmitri Shostakóvich: Concierto para piano, trompeta y orquesta de cuerdas en do menor opus 35; Concierto para piano Nº2 en fa mayor opus 102. Mieczysław Weinberg: Sinfonía de cámara Nº4 opus 153.
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Tras dos temporadas especialmente complicadas, marcadas por la pandemia del coronavirus y por un transitorio cambio de sede, regresa la Orquesta Sinfónica de Galicia a ese mal menor (en comparación con el Coliseum de A Coruña) que es el Palacio de la Ópera: sala de nefasta acústica que desde su nacimiento ha limitado el desarrollo técnico y artístico de la propia OSG, como han señalado algunos de los directores que con la formación herculina han trabajado a lo largo de las tres décadas que esta temporada cumple la orquesta.

Lastrada, en buena medida, por tal hecho, complejo tiene la OSG —como me recordaba hace unos días nuestro editor, Xoán M. Carreira— el abordar repertorios especialmente delicados en cuanto a conformación del sonido orquestal, con las limitaciones que para la escucha entre los propios músicos (así como por buena parte del público) se dan sobre el escenario de su sede coruñesa. De este modo, el correcto trabajo sobre partituras de autores como Iannis Xenakis, Georg Friedrich Haas, Chaya Czernowin, Luigi Nono, Helmut Lachenmann, o Salvatore Sciarrino, por citar a unos pocos de los muchos compositores durante décadas olvidados por la OSG, se haría complejo en el Palacio de la Ópera; aunque, ¿lo es menos el intentar abordar (y con instrumentos modernos) a un Johann Sebastian Bach, por ejemplo?

Dudo mucho que las reiterativas y conservadoras temporadas orquestales a las que la OSG nos tiene tristemente anclados respondan a una autolimitación debida a estas cuestiones acústicas, que en menor medida acusan algunos de los compositores que, como Johannes Brahms, Anton Bruckner, o Dmitri Shostakóvich, más abundan en los programas de la principal orquesta gallega (pues en su ámbito regional la OSG sí está en el top de las orquestas).

Así es que, de vuelta al Palacio de la Ópera, Dima Slobodeniouk vuelve empecinadamente (en la que será su última temporada como titular de la OSG) sobre los repertorios con los que nos lleva bombardeando a los largo de los últimos años; especialmente, con un compositor, Dmitri Shostakóvich (San Petersburgo, 1906 - Moscú, 1975), al que muchos amamos, pero cuya presencia sobre los atriles de la orquesta parece desmedida (más, si le sumamos las temporadas de Víctor Pablo Pérez) en comparación con ausencias clamorosas de auténticos genios de la composición del siglo XX, negados temporada tras temporada por los sucesivos titulares de la OSG, así como por unas batutas invitadas a las que no se les ha animado (cuando no, lo contrario) a ampliar repertorios y estéticas contemporáneas en sus visitas a Galicia.

Al menos, en este programa no se volvió sobre unas más que sobadas (en A Coruña) sinfonías shostakovichianas, o sobre los conciertos de violín y violonchelo, más habituales en este escenario que los de piano; el segundo de los cuales, de hecho, era tocado en este programa por primera vez en manos de la OSG. Antes de que la segunda parte del concierto nos ofreciera, por tanto, dos primicias en la historia de la orquesta herculina (algo que se agradece, dicho sea de paso, aunque nos deje donde estábamos), pudimos disfrutar de esa jovial y bella página de juventud que es el Concierto para piano, trompeta y orquesta de cuerdas en do menor opus 35 (1933) de Dmitri Shostakóvich, una partitura que hubiese tenido que contar con Yevgueni Subdin al teclado, si bien el pianista ruso fue sustituido, a última hora y por enfermedad, por el británico Barry Douglas, un músico bien conocido en el Palacio de la Ópera.

Quizás Douglas haya acusado esa premura, pues su papel en el opus 35 shostakovichiano ha sido, más bien, discreto, carente del estilo de Dmitri Shostakóvich en este concierto (pues registros tenemos del propio compositor al piano), con un planteamiento rítmico que casaba poco con el de Dima Slobodeniouk y la OSG, más incisivo y punzante. No estamos, por tanto, ni ante perspectivas febriles y mecanicistas, como la del propio Shostakóvich con André Cluytens (EMI, 1958), ni ante opciones tan diferentes entre sí (y tan exquisitas) como las de André Previn y Leonard Bernstein (CBS, 1962), Ronald Brautigam y Riccardo Chailly (Decca, 1988), o Alexander Melnikov y Teodor Currentzis (Harmonia Mundi, 2010), por citar algunas de las que más me gustan e interesan (que no tiene porque ser lo mismo). En cuanto al piano, lo mejor de la lectura coruñesa fue un segundo movimiento de raigambre netamente post-chaikovskiana (aunque también dudaría en afirmar que esa estela romántica sea lo más aconsejable en este Shostakóvich primerizo que, en todo caso, cierto es que bebió de las fuentes de esa alfaguara pianística tan potente que el petersburgués heredó de la gran tradición rusa del siglo XIX).

De lo que no creo que haya duda es de que el solista más destacado en el Concierto para piano, trompeta y orquesta de cuerdas fue el belga Jeroen Berwaerts, un trompetista de sonido redondo y equilibrado, muy bien resuelto técnicamente y de una aquilatada musicalidad, que supo mantenerse en su sitio en todo momento con respecto al mayor protagonismo del piano, como demuestra su gran sensibilidad en el uso de la sordina en el segundo movimiento, para crear una sonoridad en la distancia. Toda una lección de trompeta, la de Jeroen Berwaerts, que resulta especialmente importante en un auditorio como éste.

Como ya viene siendo habitual, tan sólo el final del concierto marcó una mejoría con respecto a la tan plomiza tónica previa, maquillando ligeramente el resultado global, sólo salvado, puntualmente —y por lo que al solista se refiere—, en algunos de los pasajes en los que Douglas remedó ese piano de salón que por momentos parece poner en escena este opus 35, con los ecos de la San Petersburgo más bohemia y jazzística de la juventud de Shostakóvich. En todo caso, los encriptados juegos de citas y la jovialidad de esta pieza se echaron de menos esta noche en A Coruña, y casi diría que una mayor duración de la primera parte del programa, que resultó realmente breve.

No fue mal año, 1992, en lo que a cosecha musical se refiere, pues entonces se componían (o revisaban) piezas como Seventy-Four (1992), de John Cage; „... zwei Gefühle...‟, Musik mit Leonardo (1992), de Helmut Lachenmann; el Concierto para violín (1990, rev. 1992), de György Ligeti; Antiphonies (1992), de Harrison Birtwistle; Machina Mundi (1990-92), de Emmanuel Nunes; Ins Offene... (1990-92), de Wolfgang Rihm; o Terrain (1991-92), de Brian Ferneyhough, por citar algunas obras que abrirían nuestras programaciones hacia rutas estéticamente tan interesantes y que, sin embargo, no esperamos ver programadas en el Palacio de la Ópera herculino; al menos, mientras sus actuales ¿responsables? artísticos nos sigan limitando a estéticas tan manidas como la de Mieczysław Weinberg (Varsovia, 1919 - Moscú, 1996); y no porque la música del soviético de origen polaco sea una presencia habitual en nuestras temporadas, que no lo es, sino porque su estilo compositivo supone incidir, machaconamente, en la línea (ya elefantiásica) a la que Dima Slobodeniouk nos tiene acostumbrados (con su especial predilección por lo nórdico y lo eslavo: vamos, lo normal en Galicia).

De Weinberg pudimos escuchar una obra a la que no le quito sus méritos, y destacados defensores tienen sus pentagramas, como Gidon Kremer, pero no creo que su Sinfonía de cámara Nº4 opus 153 (1992) resista la comparación con las obras citadas en el anterior párrafo; al menos, para quien estas líneas firma. Sea como fuere, hay que decir que la interpretación escuchada a la OSG sí resultó convincente, y mucho (quizás porque, también, carecemos de versiones de gran fuste; siendo, las disponibles en el mercado discográfico, registradas por orquestas que distan de figurar entre las primeras del mundo —con excepción de la magnífica lectura de la Kremerata Baltica para el sello ECM).

En su dirección, Dima Slobodeniouk rescató ecos netamente rusos en lo más melódico, que condujo a la estela de Aram Jachaturián; destacadamente, en los juegos orientalizantes, tan llenos de color, del clarinete de Juan Antonio Ferrer, verdadero solista en esta sinfonía y con un trabajo digno de aplaudir, como es habitual en uno de los mejores músicos de la OSG. En esa continua alternancia de estados a la que la Sinfonía de cámara Nº4 nos conduce, tan embebida de los modelos clásicos (quizás por influjo del propio Shostakóvich), los pasajes más lentos me han recordado mucho, esta noche, a la música de Henri Dutilleux y sus suspendidas armonías, tan ricas en cromatismos y matices: muy bien expuestos por una cuerda de la OSG a la que no se puede poner pega alguna, y que ha brillado en lo estructural (enorme trabajo contrapuntístico) y en lo rítmico, con momentos de un frenesí y de un virtuosismo arrolladores, en los que se percibía que Dima Slobodeniouk sí estaba poniendo todo de su parte (aunque no dejo de pensar que el moscovita es, como director, un buen artesano —ideal, para haber sacado a la OSG de los plomizos años de Víctor Pablo—, pero no un artista de la batuta).

También muy bien regulados han estado los contornos dinámicos de esta sinfonía; precisamente, para aclarar y hacer más transparentes esas continuas oleadas de cuerdas en heterogéneas capas, cuyo refinamiento me parece deudor, asimismo, de otro polaco de enjundia, como Witold Lutosławski. En este mundo de drama y tensión que escuchamos en el opus 153 de Mieczysław Weinberg (una tensión y un ambiente de asfixia para los artistas —para ciertos artistas que no ensalzaban el culto a la personalidad del líder y el credo soviético— que tan bien describe Javier Vizoso en sus notas) sí se encuentra la OSG más en casa, con su pathos posromántico, que en el humor y en la vitalidad del primerizo concierto shostakovichiano. Los sucesivos solos de violín, violonchelo, contrabajo, o los del propio Juan Antonio Ferrer, han mostrado esa sintonía de los músicos herculinos con la música de Weinberg, así como unos muy bien resueltos juegos de volúmenes y escalas entre lo camerístico y lo sinfónico: tan shostakovichianos como, en el fondo, mahlerianos (otro compositor, Gustav Mahler, que tanto ha tocado la OSG). Así pues, estupenda versión de una obra que en A Coruña escuchábamos por primera vez, rubricada por el propio Slobodeniouk con un toque de triángulo, en un final un tanto efectista, pero que no nos debe extrañar en una estética que, como antes señalaba, dista mucho de otras piezas que hicieron de 1992 un gran año en lo compositivo.

Volviendo a Dmitri Shostakóvich, del ruso pudimos escuchar su Concierto para piano Nº2 en fa mayor opus 102 (1957), página en la que la OSG se aplicó con mayor masividad, otorgándole un carácter más sinfónico que propiamente concertístico, incorporándose Barry Douglas por momentos al conjunto cual el piano en algunas de las sinfonías de Serguéi Prokófiev (compositor en el que, por cierto, recalaría Douglas en sus bises). En todo caso, quizás este concierto case más con la sensibilidad del pianista, pues su parte estuvo bastante más lograda que en el opus 35 (también es cierto que los planteamientos compositivos y específicamente concertísticos son, en este Concierto en fa mayor, mucho más tradicionales).

De nuevo, especialmente bello sonó el movimiento lento, un 'Andante' que Barry Douglas convirtió en toda una canción sin palabras, en línea con el fraseo tan melódico y vocal de buena parte del pianismo ruso posromántico (y a cuyas fuentes nutricias volvería Douglas en su segunda propina). De poner alguna pega a este segundo movimiento, sería cierta premura por parte del solista, que ha contagiado a la orquesta, aunque son, estos del siglo XXI, tiempos de tempos rápidos, como ya sabemos.

Sin pausa intermedia, el 'Allegro' conclusivo devolvió cierto brío a la OSG, que me ha vuelto a parecer más convincente que el propio solista; una OSG en la que se veían algunas caras nuevas (al menos, para quien estas líneas firma), en fagotes, sin ir más lejos, así como en algunos otros atriles, hoy rejuvenecidos, y que nos hablan de la importancia de ir inyectando nueva sangre e ideas nuevas a esta orquesta, pues diría que se encuentra en un momento de crisis y estancamiento que, unido a las cuestiones coronavíricas (bajísima afluencia de público, aún con las limitaciones sanitarias, la de esta noche), financieras, de sede y, sobre todo, artísticas, dibujan un panorama nada alentador para una orquesta que figuró entre las primeras de España, pero que me temo se encuentra, en 2021, lejos de tal condición.

Se cerró el concierto con dos bises, por parte de Barry Douglas, que resultaron más gratificantes que su propia participación en los conciertos shostakovichianos. No quiso el pianista, en todo caso, abandonar un mundo eslavo que le resulta tan querido (recordemos que ganó el Concurso Chaikovski en 1986), pues en la primera de sus propinas nos regaló una fornida y rusa de ley lectura de la 'Danza de los caballeros' del opus 64 de Serguéi Prokófiev, su ballet Ромео и Джульетта (Romeo y Julieta, 1935); mientras que el segundo bis fue de lo más apropiado, en términos de calendario, pues en el mes exacto abrió su partitura (mental) del ciclo Времена года (Las estaciones, 1875-76), de Piotr Ilich Chaikovski. De este modo, con un bello, romántico y bien fraseado Octubre, repleto de brumas e intimismo, despedimos un concierto que, con dos novedades en el histórico de la OSG, nos deja, en todo caso, donde siempre; así que el aforismo más popular de Don Giuseppe Tomasi di Lampedusa sigue siendo, una temporada más, tan tristemente válido en A Coruña como lo ha sido a lo largo de los últimos treinta años.

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