España - Madrid
Haendel dadá
Germán García Tomás

Los mitos de la Antigüedad clásica, tan extendidos en los libretos de ópera barroca, tienen la virtud o el defecto de ser tan universales que pueden recontextualizarse en cualquier época, más allá de la mayor o menor verosimilitud de las historias de dioses, reyes o héroes que nos cuentan. Si además la narración es un puro invento con nula evidencia histórica, la imaginación del regista puede volar a su libre albedrío.
Tal es el caso de esta coproducción inglesa, estadounidense y australiana de la Parténope de Handel que el Teatro Real ha estrenado por primera vez en su escenario tras la precedente puesta en escena de la burlesca versión rossiniana del cuento de La Cenicienta. Un salto de casi 80 años atrás en el que el teatro cantado en lengua italiana se dictaba por los rigurosos y preponderantes cánones de la ópera seria.
Porque Parténope, estrenada en 1730 en el londinense King’s Theatre y basada en un libreto anónimo que il caro Sassone adaptó del que Silvio Stampiglia redactara en 1699 y que sirvió de texto a 40 producciones operísticas, es formalmente una ópera seria, pero teatralmente parece anticiparse en cierta instancia a la tipología del dramma giocoso que a finales del settecento Wolfgang Amadè Mozart llevaría a su más alta expresión lírica, un modelo que entrando el siglo XIX, nos llevaría precisamente al de Rossini, aquí ya expresamente bufo. Porque, y volviendo al de Halle, encontrar tal suerte de coqueteos con lo cómico en el autor de El Mesías no es ni por asomo común en toda su producción operística.
El de Haendel es un enredo amoroso con acusada picardía sexual que gira en torno a la que en su contexto original era la reina de Nápoles Parténope, a la cual pretenden Arsace y Armindo (el primero encomendado al castrato de la época Antonio Bernacchi) y donde entra en juego el travestismo y la ambigüedad lésbica de Rosmira, cuya identidad de mujer oculta bajo una apariencia masculina para reconquistar a su examante Arsace, el nuevo pretendiente al parecer favorito de Parténope. Un juego de identidades sexuales que a cualquier regista podría haberle hecho caer en la tentación el llevarlo a la época presente.
Christopher
En la cuidadísima escenografía decorativa de Andrew
, una escalera curva conduce a las habitaciones superiores que luego, en la apoteosis de la fiesta –y que en el libreto es un episodio bélico-, veremos en el segundo acto, con la toilette en primer término en esa amorosa guerra (un doble sentido muy bien visto con clarines y fanfarrias) en torno a la anfitriona ataviada con un traje de artista de music hall.La propuesta escénica del director neoyorquino rinde por tanto tributo a las vanguardias de la época, con el dadaísmo de Tristan
flotando en el ambiente general, una corriente que no posee mejor plasmación que en el personaje de Emilio, una especie de paparazzi impertinente y entrometido en los asuntos de Parténope, enmascarado con unas gafas de piloto al inicio y al final de la representación como paradigma de lo surreal, que proyecta una película muda durante su batalla perdida con Parténope y que se dedica a hacer secar negativos de un gran mural fotográfico, que a modo de collage pinchará en la pared durante casi todo el tercer acto, y que no será otra cosa que un torso desnudo de mujer, una creación artística concebida por , el fotógrafo que inmortalizó a Cunard, como cuenta el director del Teatro Real.Y es que, en este alocado y elaborado montaje los elementos de atrezzo son usados por los personajes a su antojo, según les presente la situación, como las máscaras antigás, los brazaletes de Mademoiselle Cunard, plátanos, rotuladores para dibujar grafitis eróticos en la pared blanca o la cámara fotográfica a lo Lumière de Emilio con sus incómodos flashes.
En toda ópera de la primera mitad del siglo XVIII, plagada de arias da capo -aunque en esta obra asistimos a la práctica menos común de incluir breves números de conjunto que enriquecen la acción y la hacen avanzar en una rara avis dentro de la producción operística del compositor sajón-, la inmovilidad y el estatismo son moneda corriente, pero Alden dota de semántica extra a la explosión de affetti que discurren por la escena, haciendo moverse a sus personajes según las emociones y sentimientos que desarrollan en sus arias.
En el segundo reparto de esta producción, la balanza está plenamente equilibrada en el quinteto protagónico, partiendo de una Sabina
Franco
, uno de los mejores contratenores del momento y del que no entendemos su presencia en un segundo reparto, es igualmente un cantante de una gran sensibilidad artística. Dando vida a Arsace, disfrutamos más sus atributos canoros frente a sus muy buenas intenciones actorales, especialmente controlando el fiato en las hermosas arias di sostenuto que Haendel destina para el personaje, y brindando un electrizante final del acto segundo con el aria “Furibundo spira il vento”. El argentino evidencia algún cambio de color en su registro de cabeza y cierta resonancia en la gola, pero muestra toda la belleza de su timbre en expresivas maneras.Quizá resulta más homogéneo el registro, también en tesitura de contralto, de su compañero Christopher Lowrey, otro contratenor a seguir de cerca, que cantó muy entregado toda su parte del pusilánime pero afortunado Armindo, resultando asimismo convincente en los recitativos.
Daniela
es otra estupenda cantante, una mezzo de poderosos graves y sensacional empuje escénico.Dos españoles completan el reparto. El Emilio de
El director artístico del coliseo, el polifacético Ivor
, vuelve una vez más a suscribir que es toda una autoridad incuestionable en este tipo de repertorio y que el siglo XVIII es su terreno natural. Dirige desde el clave, que toca con perfección de reloj suizo durante los recitativos –contando enfrente con el simétrico encomendado a - cuando no regula y administra con precisos movimientos cada matiz de articulación o cada detalle instrumental.El británico se rodea de fabulosos colaboradores en el bajo continuo además del mencionado clavista, como la arpista
, Roderick Shaw al órgano portátil, el toque de color que aporta el chitarrone de Michael Freimuth en las cadencias finales de las arias y el violonchelista . Todos ellos integrados en una orquesta de afinación impecable, de la que Bolton obtiene un sonido redondo y homogéneo, destacando el empaste de cuerdas y maderas, pero en la que también sobresalen los solos obbligato de las flautas, el vibrar de las trompas di caccia fuera de escena o las trompetas, sólo algunas de las pequeñas muestras que la inagotable inspiración haendeliana vierte a lo largo y ancho de una de sus creaciones operísticas más personales y que el Teatro Real ha revivido en una producción para el recuerdo.
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