Francia
Un espejo cóncavo
Jorge Binaghi

El fantástico fresco que constituye la Jovanchina del enorme Mussorgski, última de sus composiciones líricas más o menos terminada (y según algunos sólo un magnífico torso, y si así fuese nos encontraríamos a algo sólo comparable a los trabajos no terminados de Miguel Ángel) es, como suele ser su caso, un canto de dolor por una Rusia que hace daño infiriéndoselo de paso a sí misma, en la que todos tienen razón (la suya) y todos se equivocan creyendo estar en lo cierto pero viviendo en la mentira, todos se odian y procuran aniquilarse recíprocamente tomando como excusa un concepto de patria remoto y cada vez más problemático: las similitudes con el mundo de hoy, y no sólo la Rusia actual, o la de ayer o la del pasado, resultan tan perturbadoras como preocupantes.
Ejemplo máximo, el lamento por la pobre patria se ponga en labios de un
feroz y frío político, ambiguo e intrigante, provoca desazón, y no puede (no
debe) ser la maldad con la que se disimula un exterminio despiadado.... No sé
si no es una última ‘ironía’ sobre los salvadores de la patria, porque si
miramos el final de Boris
Godounov … (a propósito recomiendo dar un vistazo al libro sobre el
autor de Taruskin o, más corto y específico, el n.5 de los Quaderni di
Musica/Realtà (Convegno internazionale alla Scala 1981).
Como quiera que sea, esto es una reseña de un espectáculo (pero
hago notar que me fui a París dos días, solo para ver un título que para mí es,
desde 1962, fundamental en el género operístico), y tuve la suerte de que esa
representación no fuera, como anteriores, víctima del covid.
Se ofrecía el espectáculo nacido hace una veintena de años atrás (que en su momento vi y reseñé): una puesta en escena de Andrei Serban (probablemente el mejor de los trabajos suyos que yo haya visto), colorido, funcional, monumental sin exageraciones, con un enfático enfoque bastante ‘típico’ de las personalidades que va bien con los caracteres extremos de la ópera y que algunos de los artistas subrayan con evidente satisfacción. Lejos de producciones como la de Mario Martone para la Scala o la de Stein Winge para Bruselas y Barcelona, por ejemplo, porque la óptica aquí es otra, tradicional, si se quiere más ‘superficial’, pero defendible y comprensible.
En esto iba de
la mano con la dirección musical del competente Hartmut Haenchen, tal vez más
familiarizado con otro repertorio, pero siempre hábil concertador y un maestro
de esos que uno desearía tener siempre en lugar de algunas estrellas fugaces
mediáticas y que sabe extraer un buen sonido de la orquesta de la Opéra (se
utilizaba como siempre en los últimos tiempos la orquestación de Shostakovich; tal
vez, si no fuera por los cortes introducidos en la versión de Rimski, esta
última hubiera sido más coherente con la presentación escénica).
Muy buena la labor del coro preparado por la nueva
maestra, Ching-Lien Wu, de importancia fundamental en este autor, e incluido el
coro de niños del Teatro y de la Maîtrise des Hauts-de-Seine bajo la guía de Gaël
Darchen. También bien trabajada la coreografía de Laurence Fanon para las
danzas persas (muy bien las bailarinas).
Entre otros problemas que la ópera presenta está el no
menor de que los papeles, episódicos o no, no se pueden atribuir con facilidad.
Pongamos el caso de Kuska (Vasily Efimov, ya en el mismo
papel en la última reposición): el cantante conoce bien su parte y la representa
muy bien, pero la voz le responde menos que antes. En cambio sigue siendo
excelente el escriba de Gerhard Siegel. Los demás eran todos nuevos en sus
partes. La protestante Ema, objeto del deseo de ambos príncipes Jovanski, padre
e hijo, tiene una exigencia tremenda en los agudos: la soprano Anush
Hovhannisyan hizo lo posible y salió con bien del paso. La Susana de Carole
Wilson resulta adecuada aunque se advierten signos de cansancio en la zona
aguda.
Y llegamos así a los protagonistas. Difícil es decir cuál de los dos bajos tiene mayor importancia. Personalmente me interesa más el líder de los viejos creyentes, el ex noble y fanático Dosifeo que ha interpretado y cantado muy bien Dmitry Belosselsky (tal vez un grave más potente le habría conferido un mayor impacto a algunas frases). El príncipe Ivan Jovanski lo cantaba de modo excelente Dimitry Ivashchenko, aunque por acentos y gestualidad nos remontábamos a la tradición más ‘tradicional’ de la escuela rusa -que a mí no me disgusta, pero comprendo que hoy a muchos un Cherkassov en el cine o un Chaliapin en la ópera pueden resultar excesivos.
El príncipe Andrei era el extraordinario Sergei Skhorokhodov en su debut en la Opéra, como le sirvió de presentación en la Scala: no he oído voz más bella ni más lírica plena en este papel en vivo. Claro que el personaje es bastante imposible y resulta inútil procurar extraer matices en una psicología tan primitiva. El príncipe Golitsin (el ama ‘occidental’ de la conspiración contra la zarina y el futuro Pedro el Grande) estaba en las cuerdas vocales y personalidad del inteligente John Daszak, una voz tenoril probablemente no bella, pero dúctil y capaz de inflexiones interesantes en su única mas exigente escena cantada (la segunda, muda, cuano lo arrastran al exilio, era una buena prueba de sus cualidades actorales). Evgeny Nikitin parece encontrar en el boyardo Chakloviti un rol congenial a su voz y expresividad (prefiero un barítono para el papel, pero está claro que para un personaje tan siniestro tal vez resulte más adecuado un bajobarítono).
Y, por supuesto, en medio de este universo casi
absolutamente masculino, está Marfa, la protagonista. He
tenido la suerte de oír grandes cantantes en el pasado en esta parte tan
hermosa y tan pesada para una mezzosoprano. Quizá ninguna haya poseído la
belleza tímbrica de Anita Rachvelishvili, pero también es cierto que ninguna se
obstinaba tanto en las notas de pecho cada vez (muy frecuente) que se le pide
usar su registro grave (para mí no se trata de una virtud, sino de un peligro
inútil). El agudo era bellísimo y seguro, por lo que al personaje este tipo de
caracterización vocal le servía mejor en los momentos en que predominaban la
maga o la religiosa obsesiva que en los otros -maravillosos- en que predomina
la mujer enamorada y traicionada.
En el teatro no quedaban butacas libres y el éxito al
finalizar fue enorme.
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