Recensiones bibliográficas
El repertorio robado
Alfredo López-Vivié Palencia
Al final del libro, John Mauceri (Nueva York, 1945) agradece a algunos de sus colegas la indignación con que leyeron el manuscrito (André Previn, Kurt Masur, o Neeme Järvi no salen muy bien parados); al New York Times –su periódico de toda la vida- porque en los últimos treinta años lo que ha publicado sobre música cada vez le ha interesado menos, y eso le ha ayudado a pensar; a las orquestas a las que dirigió el repertorio del que habla el libro –cuyos músicos temían y al que en algún caso se resistieron-; o a la generación entera de un viejo director de orquesta alemán -pariente de su representante- quien, a propósito de la música “americana” de Hindemith o Schoenberg, le gritó en estado de agitación que ¡tuvimos esa música después de la guerra, y no era nada buena!
¿Cómo es posible que el mismo repertorio que gustaba cuando nací en 1945 sea la misma música que gusta universalmente ahora, y que la mayor parte de lo que se compuso en el ínterin siga resultando controvertido?
De eso va este libro: del título se adivina la pretensión de estudiar la influencia en la música de las dos Guerras Mundiales y la Guerra Fría; y del subtítulo se desprende la reivindicación de la música que prohibieron Hitler y Mussolini, y de la que compusieron –mayoritariamente en los Estados Unidos- los autores que tuvieron que huir de la Europa del Eje. Música que también acabó siendo proscrita gracias a una llamada “vanguardia” -igualmente intolerante e igualmente instalada con fondos públicos en esos mismos países con la excusa de contraponerse al régimen soviético (aunque muchos de sus miembros se declarasen comunistas)-, de la que, apropiándose en exclusiva del concepto “música contemporánea”, salieron obras que nadie –ni entonces ni ahora- tiene el menor interés en escuchar.
A los profesionales de la musicología les parecerá temerario que un asunto de semejante calado pueda tratarse en un libro de apenas doscientas páginas, escrito por un director de orquesta con fama de dedicarse a la música de películas. A quienes somos legos en la materia nos viene muy bien que alguien como Mauceri –quien en absoluto pretende erigir este libro en un tratado, sino dar opiniones motivadas desde su experiencia personal, que también abarca la música sinfónica, la ópera, y la enseñanza en Yale- nos ilustre al respecto con la brevedad suficiente como para querer saber más, y –al menos en mi caso- con el convencimiento de que este texto contiene algunas verdades como puños, es decir, las que duelen (privilegio de quienes han alcanzado una cierta edad).
Mauceri defiende a capa y espada la música –cinematográfica o no- que la vanguardia despreciaba como “hollywoodiense”, firmada por autores como Korngold, Waxman, Steiner, Rózsa, o incluso Nino Rota (todos ellos formados en los mejores conservatorios de sus países de origen, todos ellos herederos de la narrativa musical wagneriana, y todos ellos refractarios al serialismo), recordando la frustración de sus descendientes –se citan numerosas entrevistas-, y la del propio autor, a quien cuando invitaban a dirigir una orquesta europea le pedían please Mr. Mauceri, no film music.
Hasta que en 1992 DECCA –en su célebre serie “Música Degenerada”- le encargó la grabación de Das Wunder der Heliane, gracias a la cual esta ópera alcanzó el éxito que siempre había merecido, con producciones en Berlín o Londres. La misma defensa hace respecto de la música escrita también en tierras norteamericanas por parte de otros dos habitantes de Los Angeles –Schoenberg y Stravinski, que no se dirigían la palabra-; y asimismo de dos habitantes de la Costa Este - Hindemith y Weill-, que además siguieron impartiendo clases.
Toda esta música fue silenciada por quienes no impartían clase, sino doctrina. Mauceri subraya la continuidad que representa Adorno en la posguerra en relación con la exaltación de la objetividad –la música vale más cuanto menos comprensible sea para el público corriente- que ya había proclamado Hanslick en tiempos de Brahms. Doctrina que llega a su apogeo con Pierre Boulez, de quien Mauceri, tras recordar sus incendiarias declaraciones en los años cincuenta (y su consiguiente aceptación en los años sesenta, época de grandes disturbios políticos en Europa y en Norteamérica), y su intención expresa de restringir la escucha de sus obras a sus correligionarios, concluye lo siguiente:
Si después Boulez pasó tantos años dirigiendo las grandes obras románticas de Wagner, Brahms, Mahler, y Ravel, haciendo que sonasen racionales, frías y controladas, eso fue, tal vez, su forma de retornar al centro del timón del arte que amaba –música tonal grande y descriptiva-, sin necesidad de componer una sola nota de ella, al contrario que Schoenberg, Korngold, Shostakovich, Hindemith y Britten, que tuvieron el valor suficiente para hacer precisamente eso.
Particularmente interesante me ha resultado el caso de la música italiana, que sufrió un proceso paralelo al de la música alemana –pero del que se habla bastante menos- y al que Mauceri dedica muchas páginas, para constatar que el país que inventó la ópera no ha conseguido colocar en el repertorio nada posterior a Turandot. Pone de ejemplo a Gian Carlo Menotti, “el más importante compositor italiano joven en los años cuarenta”, quien primero rehusó la membresía del fascismo, y tras la guerra,
cuando estaba de moda ser comunista y componer música dodecafónica, de pronto su música devino un producto del imperialismo americano, menospreciada por (los camaradas comunistas) Luigi Nono y Claudio Abbado.
Y en la otra cara de la moneda a Luigi Dallapiccola:
El hecho de que el estilo de la música de Dallapiccola transitara desde las profundas influencias de Wagner y Debussy en Volo di notte (1938), pasando por los estilos cromático y expresionista de la vanguardia vienesa de la preguerra (Il Prigioniero, 1944), y finalmente su ópera dodecafónica Ulisse (1968) –aclamada por la crítica y casi nunca representada-, puede casi contemplarse como la trayectoria emblemática de la música clásica en el Occidente libre del siglo pasado.
La Guerra Fría -el delicado juego de hacer aliados con quien había sido tu enemigo al tiempo de combatir a quien había sido tu aliado- también se libraba en la música, y también en ello se emplearon los medios personales y materiales de la CIA (en los Estados Unidos no existe un ministerio de cultura).
Mauceri estudia especialmente el caso del “Congreso para la Libertad Cultural” (CCF), una organización privada nacida en los años cincuenta, participada mayoritariamente por la tan filantrópica como poderosa Fundación Fairfield que presidía Julius Fleischmann, miembro del consejo de administración de la Metropolitan Opera (y operador de la CIA). A la cabeza del CCF estaba el compositor de origen ruso Nicolas Nabokov, quien se dedicó a organizar por Europa festivales a lo grande presentando “obras maestras del siglo XX”, con el objetivo de dar a conocer la música prohibida por el régimen soviético, y de paso la música europea y americana con el fin de aplacar las suspicacias que despertaba el “amigo americano”.
A pesar de sus sólo doscientas páginas, conviene leer el libro despacio (y no sólo porque el libro se presenta en una edición esmerada pero con los caracteres tipográficos poco aptos para lectores con vista cansada). El inglés que emplea Mauceri es perfectamente accesible, pero no hay apenas párrafos superfluos (y los párrafos son muy largos).
Cuando hay que ser didáctico, lo es. Por ejemplo, está muy claramente explicada la diferencia entre música atonal y música serial, o muy oportunamente traídas las raíces etimológicas del adjetivo entartete. Y resulta muy reveladora la disección de los 58 compases del final de la segunda escena del primer acto de La Walkiria para demostrar la enorme influencia de Wagner en las bandas sonoras cinematográficas: ninguno de los tres personajes canta, pero los diferentes motivos que en cada momento suenan en la orquesta narran con toda claridad qué está pasando por la cabeza de cada uno, siempre que sigan sus minuciosas indicaciones escénicas.
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