España - Galicia
Bendito ruido
Alfredo López-Vivié Palencia

Con pandemia y sin ella, en Santiago llevamos más de tres años sin que nos visite una orquesta sinfónica, ni siquiera la de Galicia. De manera que este concierto de la Joven Orquesta Nacional de España –con motivo de su residencia compostelana- era más que bienvenido. Además, daba gusto ver la sala prácticamente llena (bien es cierto que el espectáculo era gratuito, y que al final del concierto tres cuartas partes del público se revelaron como familiares y amigos de los músicos); y daba aún más gusto encontrar un establecimiento provisto de aire acondicionado donde guarecerse del calor inclemente de estos días (sí, aunque parezca mentira en Santiago todos los veranos el Apóstol castiga nuestros muchos pecados con una novena al baño María; aunque para el día de su onomástica quedamos perdonados).
Quien tuvo, retuvo; y Elisabeth
Aunque cada vez me guste menos su música, comprendo que Mahler es un autor obligado para una orquesta como la JONDE: sus sinfonías son largas, son difíciles, y requieren una plantilla enorme en todas las secciones instrumentales. González y su centenar de jóvenes músicos hicieron un trabajo más que encomiable en esta Quinta Sinfonía. En cuanto a la longitud, González no se entretuvo nunca más de lo debido: la marcha fúnebre tiene que sonar lenta, aunque en el desarrollo pisó el acelerador –lo mismo que en el segundo movimiento-, el Scherzo salió en su tiempo justo, el Adagietto sin languidecer, y el Finale… el Finale es insoportable se toque como se toque. En cuanto a la dificultad, González no tuvo piedad exigiendo de la orquesta el máximo de sí misma; y lo obtuvo, porque que el asturiano es un maestro de gesto limpísimo, atento al detalle, y que transmite seguridad en una música que le entusiasma.
Reconozco que las sinfonías de Mahler tienen dos cosas buenas: el ruido que hacen y su espectáculo visual. Y ahí entra la plantilla de la JONDE. Porque la partitura lo exige, y porque la adrenalina tiene que salir por alguna parte, estos chicos hicieron mucho ruido (a veces borroso, pero qué se le va a hacer), y siempre da gloria escuchar a una orquesta de gran tamaño tocar a pleno pulmón. Visualmente la percusión es un entretenimiento constante, pero también se queda uno con la boca abierta observando cómo las violinistas (de los treinta, veintisiete son chicas) se juegan el físico todas a la vez, o lo mucho que se parecen los contrabajos a un bosque agitándose en pleno vendaval. Y lamento no poder mencionarlos por su nombre, pero es de justicia subrayar la labor del primer trompa (sencillamente espléndido), del primer trompeta (lástima de la pifia tras el primer tutti, por lo demás estuvo brillante), y del percusionista encargado de los platillos (para que luego digan que la prosopopeya es mala).
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