Reino Unido
¡La Gioconda no sonríe!
Agustín Blanco Bazán

El 24 de junio de 1966
antes de ir a mi primera Gioconda en
el Colón de Buenos Aires, pasé por el sanatorio donde estaba internado mi padre
recuperándose de un postoperatorio aparentemente sin mayores problemas. Murió
una hora después de mi llegada y La
Gioconda quedó postergada, detrás del primer gran telón negro que cayó
sobre mi vida, durante exactamente 56
años (menos un día). Sólo ayer me crucé por primera vez como espectador con la
ópera de Ponchielli. “Imposible tomarla en serio” me había anticipado papá días
antes de irse y sólo hoy puedo responderle: “No alcanzamos a hablar de la Gioconda pero, ¡qué razón tenías!”
De cualquier manera, la
decisión de la Grange Park Opera de
presentar este truculento operón en su festival de verano es típica del
desafiante entusiasmo con esta empresa construyó un teatro en menos de un año
en uno de esos maravillosos solares de jardín con casa señorial donde los
nativos ingleses gustan combinar opera con picnic y una tarde de sol (si es que
lo hay).
La producción fue buena,
con trajes de época contrastando con un escenario de contornos abstractos: hay
un decorado único consistente en una escalinata que funcionalmente se divide en
dos segmentos que ocasionalmente se corren a los dos costados, y sobre los
escalones un horizonte interrumpido por una enorme y estilizada tela de araña
que ingenuamente nos insinúa la trama mortal tendida por Barnaba. Luego de una
Danza de las horas de errática coreografía representativa de una masquerade veneciana (lo más flojo de la
velada), una cabaretística cortina de dorado lamé se abre para mostrarnos el
supuesto cadáver de Laura no en un catafalco mortuorio sino enredado en la tela
de araña. ¡Y como araña se mueve Barnaba, tejiendo una trama imposible a lo
largo de toda la velada!
Durante los dos primeros actos dudé algo en darle la razón a papá: la narrativa es exhibicionista y grandilocuente, pero la música, sin ser mayormente inspirada, tiene momentos buenos. Ya desde el principio se notan de cualquier manera dos defectos aniquilantes. En lugar de progresar paulatinamente, la acción dramática aspira a alcanzar cimas de tensión a cada instante, y ésto en medio de insistentes lugares comunes alusivos a La Sereníssima. El segundo problema es que los personajes entran y salen sin mayor ton ni son, un poco como si los suyos fueran números de revista para exhibirse ante el público: uno se imagina a Ponchielli y Boito detrás de las bambalinas diciendo: “a ver Gioconda, vuelva a entrar! ¡Ahora váyase y deje que entre Laura! Ahora un corito y una danza antes de que empujemos a la Cieca!” Cuando Barnaba aparece en el primer acto para seducir a Gioconda, ésta lo rechaza y se va así nomás, dejando sola a su mamá ciega, que sin protección es asediada por la plebe que la acusa de brujería. Y durante toda la acción la Gioconda y su mamá entran y salen cuando les da la gana. A partir de la danza de las horas la trama comienza a deteriorarse hasta alcanzar el momento en que la advertencia de que ésta no es una ópera para tomársela en serio se hace carne: la Gioconda ha robado el presunto cadáver de Laura que adormecida con un somnífero se despierta para caer en los brazos de Enzo y escaparse con él.
Pero de cualquier manera: ésta es una ópera valiosísima para admirar con humor los límites del absurdo a que sólo el genero llamado ópera puede llegar. Ni el teatro, ni el cine, ni el ballet pueden en ésto igualar a la ópera, ese arte donde el drama y la parodia tantas veces no sólo conviven sin problemas, sino que hasta se alimentan en un promiscuo caldo de emociones de todo tipo tan expresivo del desorden imaginativo que anima nuestros sueños y emociones más diversas. ¿Y qué mejor ejemplo que La Gioconda? Tal vez es hora de honrar este pelmazo con una puesta surrealista capaz de expresar estas maravillosas incoherencias con que las operas flojas y ridículas saben reflejar nuestros mambos mentales.
La mayoría de los empresarios operísticos coinciden en que la mayor dificultad en la Gioconda reside en neutralizar una obra mediocre con un elenco de seis cantantes que tienen que ser todos buenos. En esta producción, digamos que los elegidos cantaron en general bien y, algo fundamental, con mucho arrojo y entusiasmo.
Y aquí va mi ranking de
excelencia, comenzando por el primer premio para La Cieca de Elisabetta Fiorillo, robusta y bien apoyada en su
registro vocal y masiva en su presencia de viejecita negra y desafiante en su
candor de víctima que se resiste a dar demasiada pena.
El segundo premio va para
el Barnaba algo nasal pero frondoso en densidad de color y firme en canto
legato de David Stout y el tercero para Ruxandra Donose, una Laura a veces cómicamente
sexualizada en su vestuario, pero cálida y pareja en su línea de canto y su
fraseo.
El cuarto premio se lo
doy a la Gioconda de Amanda Echalaz. Su enorme voz progresó a veces en forma
inestable y con tendencia a calar del registro medio al agudo pero lo cierto es
que desbordó con un dramatismo de diva dispuesta a arrasar con todo. Sobre el
final el regisseur se asustó de la obra y dejó sola a esta enloquecida
protagonista, que así brindó lo que le salía del alma, desde un “Suicidio!”
histriónicamente actuado hasta una inmersión total en la tarea de pelearse con
Enzo, resucitar a Laura, despedirse de los amantes, tomar veneno y apuñalar a
Barnaba.
A Joseph Calleja no me
queda más remedio que ponerlo en quinto lugar: su registro es siempre amplio y de
buen volumen pero el fraseo es descuidado y ahora está afectado por un vibrato
que más que tal parece ser un constante temblor que fragmenta cualquier línea
legato. Marco Spotti cantó un Alvise resonante pero errático en entonación y de
actuación excesivamente acartonada.
La orquesta Gascoigne, un conjunto de buenos músicos agrupados bajo el nombre Bamber Gascoigne, el recientemente fallecido benefactor que donó a la propiedad al Grange Opera Festival, interpretó con intensidad solo moderada una partitura que Stephen Barlow debería haber enfatizado con mayor chispa y contraste.
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