Alemania
Prokofiev en Disneylandia
J.G. Messerschmidt
La intertextualidad es un fenómeno fundamental presente en todo proceso de creación artística y en su resultado, sea de manera explícita, sea de forma velada, sea consciente y deseado, sea involuntario e inadvertido. Ningún artista se libra de reelaborar en su obra lo aprendido de sus maestros y sus modelos. Así pues, no se le puede echar en cara a Christopher Wheeldon que en su Cenicienta se adviertan claras huellas de John Cranko, Kenneth MacMillan, Frederick Ashton o Marius Petipa. El problema es que los modelos, unos más y otros menos, poseían un talento que en la coreografía de Wheeldon se espera en vano.
Para empezar, la aparatosa versión del cuento que es el libreto de Lucas Craig (con elementos tomados del de Ferreti para la ópera homónima de Rossini) se presta muy poco a ser coreografiada. En general, se suele tratar casi con desdeño la función del libretista de ballet, pero cuando un libreto falla, se pone en evidencia la importancia de un buen texto dramático que sirva de fundamento a la coreografía y a la música. El libreto de ballet exige concisión extrema y, al mismo tiempo, extrema claridad, así como un fondo conceptual denso, que a menudo es simbólico, por no decir esotérico: la "simplicidad" de un buen argumento de ballet es sólo aparente.
Craig, guionista de cine y autor y adaptador de comedias musicales, se pierde en episodios y detalles inconsistentes. El hecho mismo de que hasta el fugaz ayuda de cámara tenga nombre propio y sea padre del mejor amigo del Príncipe (parentesco dramatúrgicamente irrelevante y sin rastro visible en la danza), o el que se nos presente al Príncipe haciendo travesuras en su infancia, son aspectos del todo superfluos en el curso de la acción y dan una idea de lo ajeno al ballet que resulta este farragoso libreto. La acción se sitúa en un ambiente vagamente victoriano y tiene ecos de un Dickens edulcorado por los almibares de Hollywood.
La coreografía, por su parte, debe demasiado a la obra de maestros del pasado. Veamos algunos ejemplos. La tercera escena del primer acto comienza con la aparición de la joven Cenicienta llevando flores a la tumba de su madre. La coreografía y la caracterización de la figura en este pasaje provienen directamente de la primera entrada de Julieta del ballet Romeo y Julieta en la versión de John Cranko. Pero lo que en Cranko tiene sentido (una Julieta ingenua y despreocupada bromeando con su nodriza) es aquí un disparate dramatúrgico: después de colocar las flores, la protagonista se lanza a una danza risueña, lúdica, pletórica de optimismo ante el sepulcro de una madre a la que, se supone, echa dolorosamente de menos. Incongruente y antipática es en esta escena su actitud hacia las hermanastras y la madrastra, personajes cuya coreografía se inspira de nuevo en Cranko (La fierecilla domada) y, además, en Ashton (La fille malgardée).
El divertimento que precede a la partida de Cenicienta al baile (al final del primer acto) presenta a una serie de grupos de espíritus benéficos en torno al mágico árbol a cuyos pies está la tumba de la madre. El ambiente y el carácter de la escena parecen escapados de El sueño de una noche de verano, mientras que la coreografía es remedo más bien rudimentario de un divertimento fantástico a la Petipa (p. ej. El sueño de Don Quijote). En el segundo acto, la fiesta en palacio, la danza de las parejas del cuerpo de baile tiene reminiscencias del ballet de Ashton La valse. Y podríamos seguir.
En sí las citas de otros ballets no tienen nada censurable, siempre que sean estilística y dramatúrgicamente coherentes, cosa que aquí no ocurre: la paráfrasis se queda muy por debajo del original, abundan los pasos y los gestos innecesarios o simplemente feos, y el conjunto resulta aburrido.
Por lo que respecta a la dramaturgia, las cosas no van mejor, lo que se debe tanto al libreto como a la coreografía y, sobre todo, a la falta de afinidad entre escena y música. Los elementos cómicos contenidos en la partitura de Prokofiev tienen la acidez y la inteligencia del humor de un Gogol o un Bulgakov; en cambio, lo que ofrece Christopher Wheeldon son gracias obvias, inocuas y bastante simplonas. Los episodios de ensueño en la música representan la superación de las miserias materiales, la elevación a una esfera superior; en esta coreografía, sin embargo, no superan el nivel de una burguesa pequeñez .
El “uso” coreográfico y teatral de los mejores momentos de la partitura es decepcionante. Al llegar al soberbio vals en sol menor antes de la partida hacia el baile, no podemos más y preferimos cerrar un instante los ojos y dejar que la imaginación coreografíe una danza soberbia para alguna gran estrella del pasado: Uliana Lopatkina, Yelena Pankova, Alessandra Ferri o Irina Zhelonkina. Al abrirlos nos asalta una apoteosis de la cursilería que cierra el primer acto.
Y así llegamos a un problema recurrente en esta producción: la confusión de lo clásico y lo suntuoso con lo cursi. En nada se pone tanto de manifiesto este malentendido como en el vestuario, la escenografía, la iluminación y las proyecciones. Estos dos últimos aspectos están técnicamente muy bien logrados, pero no en consonancia con la música y el género teatral que es el ballet clásico. Es una pena, pues ofrecen inmensas posibilidades, pero el uso que se hace de ellos es el propio de otro tipo de espectáculo.
La escenografía y el vestuario son bastante típicas de una cierta “estética” y de un cierto “gusto” muy británicos: recargamiento, trajes algo pesados, colores contundentes y combinados con poca fortuna, ninguna ligereza (lo que también afecta a la coreografía), ningún vuelo… Baste un ejemplo: el Rey viste un uniforme ochocentista de chaqueta roja con dorados y un pantalón blanco. Para la escena del baile en palacio a este atuendo se añade un par de botas blancas con apliques dorados y un bien visible cierre de cremallera. Y no se trata de una ironía…
¿Qué decir de los intérpretes? Laurretta Summerscales no es la gran bailarina lírica que requeriría su personaje, sino una artista correcta, con una técnica que le permite afrontar dignamente su papel. No tiene una gran elevación, pero su port de bras es agradablemente blando. De Jinhao Zhang sólo diremos que está muy lejos de ser el danseur noble al que correspondería interpretar el papel de Príncipe. Jonah Cook, en un personaje más o menos equivalente al de Dandini en la ópera rossiniana, alcanza muy pronto sus límites técnicos y artísticos.
El resto de los solistas, así como el cuerpo de baile se defiende sin pena ni gloria. En conjunto, los intérpretes resultan técnicamente pasables. No se distingue ninguna gran personalidad artística, ningún carisma. Pero tampoco se puede exigir más en una producción como ésta.
Desde un punto de vista comercial, sin duda estamos ante un producto predestinado al éxito. Es capaz de satisfacer a un público muy amplio que quiere ver algo así como ballet clásico, que acepta como tal a un producto que lo es sólo superficialmente, y que no está dispuesto a romperse la cabeza con esteticismos ni contenidos simbólicos. Esta Cenicienta es ballet según criterios de Disneylandia, es danza clásica con estética de muñecas Barbie.
A diferencia de lo que sucedía en las ediciones del Festival de Ópera de Múnich anteriores a 2020, para las que era dificilísimo conseguir entradas sin una gran antelación, este año la demanda es relativamente baja. En este contexto, que en una función de ballet se llene el teatro no deja de ser un claro éxito de ventas. El público, bastante joven, heterogéneo y poco ambicioso, parece tomar la función como alternativa “de lujo” a una velada delante del televisor. Su atención se reparte por igual entre el espectáculo y un furioso empeño en fotografiarse a sí mismo en los entreactos, quizá para tener testimonio de su inusual visita a un teatro.
Como consuelo queda la música. Gavin Sutherland es un director de orquesta muy apreciable que en más de un pasaje logra elevar su interpretación por encima del puro acompañamiento de danza y otorgarle una calidad digna de un buen concierto. La Orquesta del Estado de Baviera se muestra como un conjunto de máximo nivel técnico y artístico. La decepción visual queda, en parte, compensada por el placer auditivo.
Comentarios