Austria
Salzburgo 2022¡El Barbero está en el cine!
Agustín Blanco Bazán

En el estudio cinematográfico Domenico
la Forza, un operario fanático de esas estrellas a las cuales nunca pudo
aproximarse demasiado cerca, conforta su soledad mirándolas en pantalla con la
ayuda de un proyector, y … ¡allí están!: Cecilia Bartoli, como la reina de los
piratas o Juana de Arco, Edgardo Rocha como El Zorro, y muchos otros más. De
repente, ¡milagro! ¡Todos ellos
saltan de la pantalla para interpretar El
Barbero de Sevilla!
Y el operario, un pariente dramático de la inolvidable Cecilia de La rosa púrpura del Cairo, alcanza a
interactuar entre ellos ayudándolos con bastidores y utensilios (espadas,
disfraces, etc.). Cuando reflexionan sin dialogar entre ellos, los personajes
le cuentan sus penas o intrigas al operario, un aprendiz de brujo a quien las
cosas terminan escapándosele de las manos al final del primer acto. Tal es el
escandaloso jolgorio armado por el Almaviva ex-Zorro, que el mismísimo Domenico
La Forza se presenta para romper la película.
El operario vuelve a la carga en el acto segundo, esta vez como el Barman
de un elegantísimo salón, con piano y todo, y nuevamente reaparecen todas las
estrellas para completar su Barbero. El
operario termina tan solo como empezó … pero con el recuerdo de un beso que la
Bartoli finalmente accede a darle antes de irse.
La propuesta de Villazón, presentada en el Festival de Pentecostés y
repetida en el de verano, es tan audaz como compleja, y triunfa como una
excesiva, pero finalmente irresistible, sucesión de gags y trucos escénicos que
solo un cantante vuelto regisseur puede
evocar como fruto de esas experiencias propias.
De esta producción seguro habrán gozado particularmente los operómanos que
también saben ser cineastas. Y también quienes han escuchado las charlas y las
libres asociaciones con que muchos cantantes de ópera se burlan de los
manierismos que les hacen hacer los directores de escena. Pero más parecen
haber gozado artistas genuinamente divertidos con esta oportunidad única de
compartir con el público esa vida donde constantemente se superponen personajes
y situaciones de diferentes obras.
Particularmente desopilante es la asociación de Don Basilio con Nosferatu,
tan comprensible para cualquier bajo que haya debido sufrir las instrucciones
de mostrar a este cura como algo casi demoníaco. La sombra del vampiro se cuela
con Don Basilio cada vez que este aparece en escena con esas manos que son
garras, y de puntiagudísimas uñas, una de ellas bien apropiada para ensartar el
anillo que el Conde le ofrece como coima para que firme el contrato nupcial. Y
cada vez que el falso Don Alonso nombra a Don Basilio en el segundo acto, las
luces tiemblan y se oye un trueno.
Todavía en posesión de un admirable control de las acciacaturas rossinianas
a la edad de 56 años, Bartoli se desquita de todas esas Rosinas tradicionales
que le han obligado a hacer con una exuberante caracterización de esta heroína.
Particularmente risueño le parece escaparse la jaula dentro de la cual la ha
puesto Don Bartolo simplemente corriendo barrotes que ahora no necesita fingir
como si fueran verdaderos porque son elásticos, bien de utilería
cinematográfica. Su Una voce poco fa fue
radiante en apoyo, densidad y uniformidad de registro, y aún más histriónica
fue esa lección de canto que se dio el lujo de interrumpir como lo hace una
cantante que sabe no puede tomarse en serio las instrucciones de un profesor
mediocre.
Edgardo Rocha se divirtió con sus pases de capa al estilo El Zorro y lució
una voz fresca y bien apoyada y un convincente fraseo como Almaviva y el Don
Basilio Nosferatu de Ildebrando D´Arcangelo cantó una excelente calumnia
mientras movía sus garras y uñas en estricta sincronización con los espectrales
acordes de cuerda de La Calumnia.
Segura en densidad y clara en fraseo fue la voz del Figaro de Nicola
Alaimo, imponente, bien “grasso e tondo”, de acuerdo a la acertada descripción
de Almaviva, pero con una agilidad que le permitió recorrer el escenario
ágilmente con un monopatín para presentarse “aquí y allá” sin mayores
problemas.
Y, como siempre, fue Alessandro Corbelli quién como Bartolo dominó la
escena con su comicidad irresistible, esta vez beneficiada por una puesta con
la que hizo literalmente lo que quiso, porque no hay forma de instruir, o
controlar a este actor supremo en su capacidad de elevar siempre la apuesta con
sus irreverentes invitaciones a seguir más lejos.
La posibilidad de que la risueña Berta de Rebeca Olvera bailara su aria
como una tap dance fue un ejemplo de
algunos tiempos que Gianluca Capuano supo imprimir a su orquesta de
instrumentos de período Les Musiciens du
Prince. En este caso, la calidez de las cuerdas de tripa y la incisividad
del marcado de percusión sirvió de magistral apoyo y contrapunto a maderas y
metales exquisitamente expresivos y a cantantes que pudieron ensayar pianos y
semipianos sin ser tapados nunca por la masa orquestal.
Mi opinión es que fue gracias a este director y estos musiciens que este Barbero salió tan dinámico y claro. La versión
incluyó todos, absolutamente todos los diálogos, y monólogos, hasta el
recitativo de Fiorello al cierre de la primera escena del primer acto. Y
también hubo “herejías” que no hicieron sino elevar el pulso y la calidad de la
función. Por ejemplo, en Se il mio nome,
la primera estrofa fue repetida como una danza española con castañuelas y todo.
Y, también con castañuelas, Rosina acompañó a Almaviva en el rondó copiado de La Cenerentola al final de su última
aria.
El público, totalmente fuera de control les obligó a repetir este pedazo para seguir aplaudiendo hasta que el irrefrenable Corbelli nos gritó: “¡Ahora cállense que aun no ha terminado!” Solo así fue posible a estos artistas saltados de la pantalla y de la escena al público de Salzburgo entonar esos cuplés finales tan acordes en este caso con este encuentro inolvidable entre la ficción y la realidad de cada artista y cada espectador: “Di sì felice innesto serbiam memoria eterna”.
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