Austria
Un escenario enorme, y una artista más grande aún
Agustín Blanco Bazán

La única relativa deficiencia de esta excelente Katia Kabanova fue la inmensidad de la Felsenreitschule, una escena construida contra la roca y las
atractivas arcadas en ellas cavadas por monjes de la Edad Media, que también
fue utilizada como escuela de equitación. Barrie Kosky confesó que la sólida
pared de comparsas al fondo y de espaldas al público no sólo era un símbolo de
la represión e hipocresía de la obtusa comunidad a orillas del Volga que ahoga
en este río a la protagonista, sino también una forma de ocupar espacio.
¿Por qué el Festival no adjudicó para esta producción a la Haus für Mozart, un escenario
tradicional y más íntimo para escenas donde la intimidad es clave? Después de
todo, la Haus für Mozart sirvió hace
algunos años para encorsetar exitosamente a Wozzeck,
una obra que como la de Janáček pide focalizar estados psicológicos con una
precisión hostil a los grandes espacios.
Sea como sea, Kosky se las arregló con la ayuda de su descomunal talento teatral: a medida de los requerimientos de la narrativa, los personajes fueron despegándose de este multitudinario muro humano (no menos de doscientas personas) para dar la cara al público e interpretar sus ilusiones y mezquindades antes de volver a perderse en medio de este pueblo anónimo y cruel.
Durante el preludio inicial, la primera que se despegó fue Katia, para
acercarse al mismísimo borde de la escena como si se preparara a tirarse a ese
Volga que ella parecía ver en el foso orquestal. Y confieso que era como para
tirarse por la expansiva luminosidad con que Jakub Hrůša dirigió a la Filarmónica de Viena, tanto en los pasajes de
cantábile como en los contrastes cromáticos y el balance de dinámicas a lo
largo de una partitura que en todo momento palpitó con clarísima diferenciación
de contrapuntos y detalles interpretativos que sólo una gran orquesta puede
transmitir.
En medio de este enorme cuadro épico la escena menos lograda fue el
risueñamente inesperado encuentro sadomasoquista entre Dikoj (un excelente Jens
Larsen) y la Kabanicha, ambos saliendo de la marea humana, con un látigo ella y
el gateando con sus calzoncillos rojos.
Kabanicha fue una Evelyn Herlitzius de crueldad no exagerada sino astutamente contenida de acuerdo a las instrucciones de Kosky: después de todo, en esta producción ella no es más que una representación de estrictas normas sociales que ella lleva a los extremos en el caso de su hijo Tichon y su nuera Katia. Tichon fue bien cantado y actuado por Jaroslav Březina mientras que David Butt Philip convenció como un apasionado Boris, el amante de Katia.
Pero solo esta última, a cargo de Corinne Winters, logró empequeñecer el mismísimo escenario con una interpretación de voz de acero, y una pasión palpitantemente graduada desde el temor y la duda hasta un despertar erótico que después de su primer encuentro con Boris la hace salir escapando de la muchedumbre de espaldas para correr liberada alrededor de toda la escena. Su pasión ya no tiene vuelta atrás. Durante la despedida de su amante solo vemos sus manos explorando desesperadamente el sacón negro de la espalda de un Boris que también ha decidido no mostrar su cara y con ello su vergüenza al público.
En la interpretación de Winters, este adiós fue lacerante y desesperado, pero sin perder nunca una inspiración poética transcendental. Después de todo, es con su entrega cantando al Volga que esta heroína desaparece un poco como Isolde, en un mar de amor.
El final es sorpresivo e instantáneo: una tramoya se abre bajo los pies de Katia y ésta desaparece, para que después Tichon pesque su vestido con una caña.
La Varvara de Jarmila Balážová junto a Benjamin Hulett como Kudras completaron con similar excelencia un reparto sin fisuras. Y una memorable versión musical.
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