Suiza
Lucernefestival 2022Exhibición de viola y trompa
Alfredo López-Vivié Palencia

Días atrás, un comunicado de prensa anunció que Kirill
Harding (Oxford, 1975) es un director de carrera extraña. Empezó muy joven y pegando muy fuerte –Claudio Abbado y Simon Rattle se encargaron de encumbrarle-, y de hecho es un músico al que invitan regularmente las grandes orquestas europeas (sin ir más lejos, su debut con la Filarmónica de Berlín se remonta a cuando tenía 21 años). Ahora, a sus 47, lo normal sería que rigiera los destinos de una de ellas; sin embargo, en 2007 se hizo cargo de la Orquesta de la Radio Sueca y ahí sigue a día de hoy (tras compatibilizar el cargo unos pocos años con la Orquesta de París). Tal vez porque le ha dado por compaginar sus tareas musicales con las de piloto de Air France (aún no luce en el uniforme las cuatro barras de comandante, pero todo se andará).
El caso es que el Concierto para viola y orquesta de Alfred
A toro pasado, Schnittke decía que en esta obra presentía los males que le iban a aquejar. Sea o no cierto, la escritura para el solista acentúa los registros más graves del instrumento, y la estructura de la obra (Largo-Allegro-Largo) contribuye a hacer de ella una pieza muy inquietante en su media hora larga de duración. El primer movimiento es apenas una introducción en forma de soliloquio, el segundo suena como un temblor de tierra, y el último parece una larga despedida. Todo ello en un lenguaje que me cuesta clasificar (Schnittke abjuró del serialismo –no sólo por imposición política-, pero esta música no tiene nada de fácil), aunque la obra engancha gracias a la maestría en su orquestación.
La alemana
La única pega seria que le pongo a la interpretación de la Cuarta Sinfonía de Bruckner es que Harding prescindiera de parte de la cuerda: ¿por qué tocarla con seis contrabajos teniendo los ocho a su disposición, siendo esta sección lo mejor de la Filarmónica de Berlín? Si temía tapar la madera, eso se podía solucionar con un par de ensayos más. Por lo demás, Harding optó por tiempos juiciosos (setenta minutos) y no noté que perdiera el pulso, y eso en un director que no tiene fama de bruckneriano ya es mucho. También anoto en su haber que no reprimiese el poderoso sonido de esta orquesta allí donde la partitura quiere que se toque a todo vapor.
Lo cual no significa que Harding no supiese dosificar esa potencia sonora (por ejemplo, el primer tutti al empezar la obra, o las sucesivas explosiones del Scherzo). Sólo en la conclusión la cosa se desmandó, precisamente por la fuerza de la cuerda, que provocó algunas aristas impropias de tan ilustre falange. Conceptualmente, Harding no hizo nada especial en las transiciones, salvo en las del último movimiento, cuando dejó que el discurso casi se desintegrase; por otro lado, construyó con calma y con la progresión adecuada todas las subidas a las cimas (el final de la obra, por supuesto, pero también el del primer movimiento, y el clímax de la sinfonía que en mi opinión es el del Andante).
Además, después de muchos años sin verle, me ha gustado constatar una vez más la impresionante técnica gestual de Harding (batuta muy clara, mano izquierda atenta a los detalles, expresión facial inequívoca de su voluntad). Y, como de costumbre, me quito el sombrero ante una orquesta que sigue siendo de las más grandes en conjunto y en individualidades: Emmanuel Pahud se sigue haciendo invitar para los conciertos en Lucerna (ya no tiene aspecto de James Dean, pero su flauta suena igualmente espléndida); y el primer trompa Stefan Dohr –presidente en ejercicio de la orquesta-, que dio una lección magistral en esta obra tan terriblemente exigente para su instrumento, siendo aclamado por el público puesto en pie.
Comentarios