Lucerna, domingo, 4 de septiembre de 2022.
KKL Konzertsaal. Angel Blue, soprano. The Philadelphia Orchestra. Yannick Nézet-Séguin, director. Valerie Coleman: This Is Not a Small Voice; Ludwig van Beethoven: Sinfonía nº 5 en Do menor, op. 67; Florence Price: Sinfonía nº 1 en Mi menor. Festival de Verano de Lucerna. Ocupación: 80%
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El hilo conductor del Festival de Lucerna de este verano es Diversidad. El concierto de hoy ha sido un buen ejemplo, presentando obras de dos compositoras afroamericanas, la primera de ellas basada en un texto de la escritora Sonia Sanchez (sin tilde) y cantada por Angel Blue, una y otra también de color (ya sé que ahora no está bien visto decir “negro” ni “de color”, pero me parece que cualquiera puede comprender que es lícito emplear ambos términos con buena educación y sin connotaciones peyorativas).
This Is Not a Small Voice es la primera parte de un ciclo de canciones que la Orquesta de Filadelfia ha encargado a Valerie Coleman (Louisville, Kentucky, 1970), y fue estrenada allí el pasado mes de febrero por los mismos intérpretes de esta noche. El texto de Sanchez –veterana activista en favor de los derechos artísticos de los afroamericanos- reivindica la tradición de que los nombres de los hijos guarden relación con los de sus ancestros, y por eso la segunda estrofa comienza diciendo “This is not a small love”. La música de Coleman traduce la alegría del nacimiento y la fuerza de la tradición con un lenguaje asequible: no en vano esta mujer promueve a los compositores “del lado no europeo de la música contemporánea”. Son diez minutos de una orquestación muy jugosa para acompañar el canto de Angel Blue, cuya preciosa voz tiene el cuerpo y la proyección suficientes como para hacerse oír –y de qué modo- atravesando la orquesta (Blue cantó desde la penúltima fila de los instrumentistas).
Ni siquiera con el reclamo de la Quinta Sinfonía de Beethoven se consiguió el habitual lleno en la sala (era domingo y la meteorología acompañaba, pero barrunto que el resto del programa echó atrás a más de uno). Ellos se lo perdieron. Nézet-Séguin se saltó los calderones del célebre comienzo y se lanzó a tumba abierta para dar una interpretación arrebatadora. Con todas las repeticiones, la cosa duró media hora clavada. Pero no hubo borrones sonoros –a pesar de usar la cuerda al completo- ni mucho menos concesiones historicistas gratuitas (a Beethoven, y más en esta sinfonía, le sientan bien las baquetas macizas en los timbales, pero eso es todo). Al contrario, casi siempre se tocó con vibrato (excepto en las transiciones tras las fanfarrias del segundo movimiento), y me gustó la licencia que Nézet-Séguin se tomó añadiendo un sforzando al final del acorde que inicia el Finale. Éramos pocos, pero aplaudimos a rabiar.
A nadie –a mí el primero- le suena el nombre de Florence Price (Little Rock, Arkansas, 1887 – Chicago, 1953). No le debió resultar fácil dedicarse a la composición habiendo nacido mujer, negra y en un Estado sureño; hasta el punto de que las explosiones racistas derivadas de la llamada “Gran Emigración” de 1927 la empujaron a mudarse a Chicago. Pero allí estaba el mítico Frederick Stock al mando de la orquesta de la ciudad, y allí quiso estrenar en 1933 esta Sinfonía en Mi menor escrita el año anterior (luego vendrían otras tres, aunque no todas se conservan completas). Al parecer, al público le gustó, aunque la crítica fue feroz con ella por el hecho de que emplease un lenguaje completamente tonal.
Estoy convencido de que es precisamente ese lenguaje lo que ha permitido rescatar del olvido esta obra maravillosa. No es que el primer movimiento recuerde a la Sinfonía “Desde el Nuevo Mundo” de Dvořák; es que es un auténtico homenaje (que para nada significa plagio), igualmente escrito de manera canónica al seguir a pies juntillas la forma sonata. El tiempo lento, de ambiente religioso, se basa en un himno a cargo de metal y madera con toques de campana. En el tercero se revelan con más evidencia las raíces de la autora: se trata de una trepidante danza Juba con dos congas en la percusión recordando los tiempos de la esclavitud. Y el Finale es un Rondò igualmente vertiginoso de orquestación brillantísima. Cuarenta minutos que pasan como un suspiro, y escuchados por primera vez con la certeza de que no se pueden tocar mejor.
De nuevo el público se mostró ruidosamente agradecido. Durante la ovación observé (no sin cierta dificultad, porque la inmensa mayoría de los músicos tocaron con mascarilla) que sólo un miembro de la orquesta es afroamericano (y allí estaban todos, casi cien). En ese momento recordé que la Orquesta de Filadelfia fue la primera en reclutar a una mujer entre sus filas: la arpista Edna Phillips, y que eso sucedió en la misma época (1930). Como también me retrotrajo a esos años –bendito Stokowski- la propina con la que Nézet-Séguin y la orquesta correspondieron los aplausos, pues no fue sino la transcripción para cuerda de Adoration, una breve pieza para órgano escrita por Price.
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