España - Galicia
Temas, lemas y soflamas
Alfredo López-Vivié Palencia
Arranca la trigésimo primera temporada de la Orquesta Sinfónica de Galicia, por primera vez sin director titular, pero con un programa atractivo y bajo la batuta de la mexicana
Empleando un lenguaje entendible por el común de los melómanos, y con una plantilla orquestal que apenas requiere unos pocos refuerzos en la percusión, Márquez ha hecho una obra preciosa de principio a fin. En forma cíclica, el primer movimiento y el último presentan el cambio climático en el ambiente trepidante de la mejor tradición del crime-jazz; la resiliencia es pacífica, plasmada en un canon sereno de las trompas; dos violonchelos representan la equidad entre géneros mientras simulan reñir airadamente en un “tangazo” que recuerda al mismísimo Piazzolla (al fin y al cabo, así es el tango: un baile complicadísimo que sólo sale bien cuando las dos partes de la pareja comparten matemática y flexibilidad); la empatía se muestra en el diálogo entre desiguales, flauta y contrabajo; los dos primeros violines discuten sobre asuntos banales como son las diabluras virtuosísticas que prescribe la partitura; y la emigración suena en la orquesta a ritmo de habanera (que nos lo digan a los españoles).
Puede que lo “imposible” derive de las dificultades técnicas que la obra plantea a casi todos los primeros atriles de la orquesta. Salvo un vice-patinazo del primer trompa (siempre perdonable en este instrumento), todos los solistas de la Sinfónica de Galicia salieron más que airosos de sus cometidos, y el conjunto de la orquesta respondió sin titubeos a las instrucciones de la batuta. Además, Márquez se cuida mucho de poner borrones sonoros en la partitura, de manera que si todo se escuchó con claridad y con color, eso quiere decir que la interpretación estuvo a la altura de lo que cabía esperar. Y el público lo premió con largos aplausos mientras De la Parra saludaba uno a uno a los músicos.
O puede que lo “imposible” venga de las dificultades para enfrentarse a las cuestiones de fondo que el autor ha querido tratar. No voy a criticar el oportunismo político de Márquez, porque si hay un solo compositor que no se haya aprovechado de ello, que tire la primera piedra. Y porque un servidor también lo hace: mientras no se acabe de perpetrar la “Agenda 2030” (es decir, cuando se nos haya hurtado hasta la libertad de pensamiento y todos vivamos felices en la estupidez colectiva), todavía puedo decir que me tomaré en serio el cambio climático el día que vea a activistas de Greenpeace desplegar una pancarta en la Ciudad Prohibida de Pekín; o que, en tanto la Excelentísima Señora Ministra de Igualdad del Gobierno de España no vaya a protestar ante la Embajada de Irán en Madrid porque a una mujer la han matado a palos por no llevar el velo correctamente puesto, seguiré creyendo que es una farsante.
A Alondra de la Parra sólo la conocía por vídeos, en los que me llamaba la atención la claridad del gesto y la determinación en el concepto. Hoy lo he comprobado en vivo: el gesto (con las manos y con todo el cuerpo) y la expresión facial no ofrecen duda de lo que pretende, lo cual ayuda al buen entendimiento –el resultado sonoro no engaña- con una orquesta a la que dirigía por primera vez. De la Parra es de las maestras que entran en el escenario pisando fuerte, de las que dirige con la cabeza siempre alta (por más que tenga los papeles en el atril), de las que exige fuerza a la cuerda antes de resolver un pasaje (hay gestos inequívocos en la mano izquierda que comparten todos quienes se dedican a ese oficio), y de las que sonríe cuando llega esa resolución.
Además debe tenerse en cuenta la valentía de programar al final del concierto la Tercera Sinfonía de Brahms, una obra que termina en un susurro. De la Parra no la interpretó nada mal: supo graduar la tensión cada vez que el tema inicial aparece en el primer movimiento (dado con su repetición); el segundo salió algo plano –faltó algo de respiración en esos momentos de calma chicha entre cuerda y madera-; evitó el regodeo en el tema del famoso “Poco allegretto”, sin dejar que languideciera; y en el Finale acertó a desatar la furia que –por una vez en su obra- Brahms se permitió, llegando a la conclusión con serenidad. Todo ello con tiempos juiciosos y atendiendo los planos orquestales –en la medida de lo posible, habida cuenta de la acústica de la casa.
En esta sinfonía no hay riesgo de que nadie en el público aplauda a destiempo (los cuatro movimientos acaban con la misma suavidad), razón sobrada para desear todos los males del infierno al/la/lo indocumentado/a/e que gritó “bravo!” cuando aún no se había apagado la –escasa- reverberación del último acorde. Por lo demás, la aprobación entusiasta del respetable fue desde luego más que merecida para directora y orquesta.
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