Francia
Salir del concierto con la sonrisa puesta
Francisco Leonarte
Hay conciertos de los que uno sale de buen
humor, y el del ayer jueves (13 de octubre) en la Casa de la Radio en París fue
uno de ellos. Dirigía Măcelaru a la ONF, Orquesta Nacional de Francia, en un
programa con más imaginación de la habitual.
Para empezar, Psyché de César Franck. Ya sólo
por escuchar esta obra infrecuente, aunque fuera la versión sin coros, valía la
pena venir. Por apreciar la fineza de escritura de Franck, su elegancia, su
capacidad para establer climas, su personalidad. Estrenada en 1888, en Psyché
ya se puede vislumbrar todo lo que será la música francesa de finales del XIX
hasta casi mediado el XX, dando la medida del compositor impresionante -y
todavía no valorado en su justa medida- que fue Franck.
Tal vez pudiera haber sido más sutil Măcelaru
en ciertos pasajes y hacer que la orquesta sonara más ‘evanescente’, pero quién
sabe si con eso no hubiera perdido la obra en unidad. Mérito del director fue
evitar que el interés decayera, que se notaran los diferentes planos que como
gasas parecen a veces superponerse, conjugar la delicadeza con la pasión y
llegar a los momentos de forte con naturalidad.
Ya con escuchar Psyché habíamos amortizado de sobra la entrada. Y uno piensa al acabar la obra "¡Dennos ustedes más César Franck, ¡oh pacatos programadores y artistas!, dennos más Franck que ahí se esconde buena cantidad de tesoros, recontracórcholis !"
Siobhan Stagg, un nombre a retener
Venía después tal vez la obra más conocida del
concierto -al menos en Francia- la Shéhérazade de Ravel, sobre tres poemas de
Tristan Klingsor (pseudónimo de Léon Leclère, a quien hay que reconocer el
mérito de haber dado a la literatura musical el que tal vez sea el primer poema
homoerótico del repertorio, L'indifférent, el poema más sincero y sencillo del
ciclo, el más personal).
Era también la ocasión para que se presentase
en París, elegantemente vestida de lamé rojo grana y oro, la soprano Siobhan
Stagg -les sugiero que retengan el nombre, por muy complicado que parezca,
porque es más que probable que lo volvamos a oír. Al menos así lo espero.
Eso sí, permítanme hacer un inciso. La
acústica del auditorio de la Maison de la Radio es estupenda para todo lo que
es instrumental. Pero cuando de voz se trata, como todas las nuevas salas
construidas ‘alrededor’ de los intérpretes y no ‘enfrente’, el
resultado depende realmente de dónde se halle uno sentado. Máxime cuando la
cantante, como en este caso, se dirigió casi exclusivamente a la platea,
perdiéndose en los pisos progresivamente voz e interpretación, y no digamos ya
en los laterales...
Pues bien, aun estando quien esto escribe en
la cima del auditorio, la voz se escuchaba bastante bien, y se podía percibir
por momentos una buena inteligibilidad del texto e incluso una buena
pronunciación francesa. Y sobre todo y en todo momento un timbre jugoso y
aterciopelado que llegó en ocasiones a hacerme pensar en ‘madame double
cream Fleming’. Tal vez falte todavía un poco de cuerpo para la explosión
del agudo en forte hacia el final de ‘Asie’, el primero y más largo de los tres
poemas. Pero todo se perdona ante tanta facilidad en la emisión, tanta
homogeneidad del color y tan bonito fraseo.
Măcelaru, atento a no cubrirla jamás con el
sonido de la orquesta, atento a los múltiples detalles de Ravel, esperó
justamente el mismo momento para porfín lanzar a su orquesta en el forte cuando
la cantante ha explotado y la música se desboca. Intenso.
Y al final de Shéhérazade, como seguíamos aplaudiendo, nos regalaron un Morgen (1894) de Richard Strauss muy emotivo porque fue dicho, fraseado con mucha naturalidad tanto por el violín solista (la concertino Sarah Nemtanu) como por Siobhan Stagg, abandonándose. Hermoso.
Tierno y divertido
En segunda parte del concierto, la Cenicienta
de Prokofiev, que es una suite pergeñada por el propio Măcelaru simplemente
escogiendo los números que le interesaban del ballet original.
En Cenicienta, encargo del Bolshoi tras el
éxito de Romeo y Julieta del mismo autor, Prokofiev ya no es el músico
insolente de la Suite Escita, se ha tenido que acomodar con la realidad … o
mejor dicho, con el realismo soviético impuesto por Stalin que pide melodías
sencillas que puedan ser captadas fácilmente. Pero Prokofiev sigue siendo
maestro en crear su propio tipo de melodías, y mantiene el sentido del humor de
El amor de las tres naranjas. Así, esta Cenicienta se escucha como se escucha
un cuento divertido y tierno. Como Ma mère l'Oye, de Ravel, por poner un
ejemplo (y tampoco hay tantos), este ballet (o su suite) es una de esas músicas
que nos hacen sentir bien, música de felicidad (‘feel good music’ que
dicen los estadounidenses).
De nuevo Măcelaru supo estar atento a todos
los atriles, y restituir la variedad de acentos y colores de la partitura, dar
intensidad y ritmo, y sentido del humor y sensibilidad a partes iguales sin
dejar que decayera el interés.
Y los distintos atriles (a destacar el
precioso solo de tuba) volvieron a lucirse.
Y el público que llenaba a dos tercios la
sala, encantado.
Porque conciertos como éste nos hacen sentirnos mejor. De mejor humor, y yo diría que hasta ‘mejores personas’.
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