España - Valencia
Imposible dormirse, difícil emocionarse
Rafael Díaz Gómez

Pues esta es una de esas malditas ocasiones en las que un trabajo (mucho trabajo) en general bien resuelto le deja a uno (servidor) más bien frío.
Es la sensación que me queda tras asistir a la tercera de las funciones de la Anna Bolena con la que arranca la temporada en Les Arts.
Visto lo visto y leído lo leído, y
como ni se me ocurre pensar que el periodismo musical se encuentre tan
enfermito como otros de sus hermanos, de la salva de alabanzas ajenas sobre
esta versión habrá que concluir que estoy en fase difícil de satisfacer o que
soy un pesimista mal informado (o ambas cosas, que no son excluyentes).
No sé si la merma de impulso dramático que creo que es la principal carencia de esta Anna Bolena tiene su origen en una supuesta voluntad por desromantizar (permítaseme el palabro) su esencia. Sea como fuere, se advierte en la escena una variación monótona, que pese a su sutilidad y elegancia, acaba resultando más monótona que variación. Y es como si la música se contagiara de semejante estado.
Maurizio realiza una gran labor de concertación, se pone con deferencia al servicio de los cantantes, logra obtener de la orquesta pasajes bellísimos antes al menos para mí desapercibidos, pero no advierto flexibilidad al servicio del drama, esa disposición que no solo te mantiene atento en la butaca, sino que te lleva a echarte hacia adelante como queriéndote meter en el meollo.
Al parecer, el mismo equipo creativo se encargará de completar la llamada 'trilogía Tudor' de Donizetti continuando la coproducción de Les Arts con Ámsterdam y Nápoles. Veremos si la concepción escénica de Jetske se desarrolla, amplia, justifica o, simplemente, se explica mejor con y .
De momento en ha concentrado la acción en una única calle del escenario, espacio que acota con unos paneles corredizos en los que llegan a situarse cinco grandes puertas al fondo y dos más, una en cada lateral. Hay una renuncia, pues, a una profundidad explícita, que solo la luz (blanca en la última escena) o su ausencia (o casi), pone de manifiesto al abrirse alguna de las puertas, como algo inmaterial e inevitable que desde fuera condicionara el devenir de la trama.
La localización histórica es intemporal aunque con dejes de realismo de época. Se advierte en el vestuario y caracterización, así como en los escuetos elementos decorativos, una libertad que reinterpreta el siglo XVI modernizándolo, sin que por ello se llegue a actualizar (lo mismo ocurre, por cierto, con las coreografías, que parten de movimientos de las danzas antiguas para acabar configurando bailes extraños a su época original).
Pero si lo que se pretendía es hacer capital y eterna, descontextualizándola, la cuestión de la ambición por el poder y del abuso por parte de este, no me queda claro que tal deseo se cumpla de forma efectiva. También me chirría que entre tanta finura el rey manifieste episodios de macarra de barrio (o de colegio mayor pijo, que, salvo por la cuenta corriente, viene a ser lo mismo en muchos asuntos). En este sentido no habría estado de más contener a Alex , que en ocasiones se salía del estilo belcantista llevado por su aparente vocación de poner el personaje de Enrico VIII al servicio de una testosterona rebosante. La escena gore es aquella en la que el rey en presencia de todos eviscera un ciervo de enorme cornamenta para entregarle su corazón a Anna. Probablemente no haya que romperse la cabeza para ahondar en el significado de la escena. El asunto es cómo ha logrado su majestad la tremenda pieza antes de salir de cacería, aunque ya sabemos que sus majestades para esto de las cacerías tienen un don.
Por lo demás, la producción no se priva del uso de muñecos (al menos aquí sin un protagonismo destacado) ni de la invención de personajes, en este caso una niña en la que hemos de suponer, forzando un tanto su edad, a la hija de los reyes, la futura Isabel I (que por la época de los hechos tenía apenas tres años). La niña solo muestra querencia por la madre en la escena del destripamiento del ciervo. Pero no dudará, y ese es uno de los momentos visualmente más impactantes, en llevar de la mano hasta los guardias a cada uno de los acusados de traición por Enrico. Impacto que contrasta con la cierta irrisión que producen las sangres a lo disfraz de Halloween en los torturados en la Torre de Londres o la aparición de los empelucados jueces, que más parecen ovejas sobre sillas, destinados a condenar a la reina.
Con respecto a la música, me descolocó un poco el porte algo lacio de la orquesta durante la obertura. No sé qué pudo pasar. Luego cada atril supo sacar lo mucho y bueno que atesora, así que, tranquilidad, que la formación parece estar engrasada. Como el coro, cabal, compacto, liviano o contundente según las necesidades de la partitura.
Mientras, en los solistas, pese al papelón de Eleonora como Anna Bolena, me cuesta no destacar, espero que sin chovinismo alguno por mi parte, la Seymour defendida con pasión, inteligencia y recursos por Santafé. Cantó lo mezzo valenciana con un fino arrebato, con una enorme expresividad, con un atractivo y equilibrado color, con una emisión natural, nada forzada, de largo alcance.
Su dúo junto a Buratto en el comienzo del segundo acto fue lo mejor de la velada, suficiente como para justificar la asistencia a la misma. Y es que a la soprano italiana no se le puede reprochar más que alguna tirantez en lo más agudo de su registro y quizás una perfección algo maquinal, refrendada por una actitud actoral algo reservada, acaso condicionada por la dirección escénica. Sea como fuere, se metió al público en el bolsillo, que le agradeció con especial dedicación su compromiso con el tremendo rol.
El primero de los papeles masculinos en intervenir lo resolvió con exquisito gusto la mezzo moscovita Nadezhda curiosidad, unos británicos que se sentaban cerca de mí abuchearon al personaje mientras aplaudían al cantante: cría fama y échate a morir). Para acabar el repaso, y fueron unos Sir Hervey y Lord Rochefort más que resolutivos. , que cantó un Smeton de una aterciopelada cualidad, terso de líneas y timbre acariciador. Por su parte, fue un Riccardo Percy muy voluntarioso, con excelentes detalles en sus fraseos y en su intención, si bien de timbre algo constreñido y desigual. Y si el tenor jerezano da la sensación de que llega más allá de donde natura le ha otorgado, Alex Esposito parece derrochar lo que de suyo tiene en excesos que ya he comentado más arriba (como
Conclusión: versión suficiente como para mantener el interés, disfrutar mucho en algunos momentos y reconocer el trabajo, pero falta de ardor, arrobamiento, rapto o como quiera decirse. Eso sí, el público, que no llenó la sala y que tuvo que recibir mediado el primer acto la mirada reprochadora de Benini por su afición a la cháchara y por entrar fuera de tiempo como elefante en cacharrería (de los teléfonos para qué hablar), aplaudió con avidez y sin demasiada prisa por salir de la sala, quien sabe si para no darse de bruces con los andamios que vuelven a adornar el casco del edificio, al parecer por labores de mantenimiento. ¡Ay, si sabrán de raptos algunos arquitectos!
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