España - Galicia

Un fijo en la quiniela

Alfredo López-Vivié Palencia
miércoles, 26 de octubre de 2022
Andrew Litton © 2021 by Danny Turner Andrew Litton © 2021 by Danny Turner
A Coruña, viernes, 21 de octubre de 2022. Palacio de la Ópera. Sergey Khachatryan, violín. Orquesta Sinfónica de Galicia. Andrew Litton, director. Max Bruch: Concierto para violín nº 1 en sol menor, op 26; Sergei Prokofiev: Sinfonía nº 5 en si bemol mayor, op 100. Ocupación: 75%
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Hace ya muchos años que Andrew Litton (Nueva York, 1959) viene cada temporada a dar un concierto con la Orquesta Sinfónica de Galicia. Esa reiterada invitación se cursa con buen criterio, porque el maestro no falla nunca: la calidad artística de sus interpretaciones está siempre a muy alto nivel, y el entendimiento con la orquesta se salda con los músicos despidiéndole entre aplausos y pataleos. Litton es un director a la antigua, que sabe mandar con seguridad, de gesto económico y preciso –aunque también es de los que todavía se atreve a levantar el puño izquierdo cuando quiere potencia en la fanfarria o en la artillería-, y cuyo concepto favorece el sonido carnoso y bien empastado.

De tan famoso que es, el Concierto en Sol menor de Bruch apenas se toca. No será por su breve duración (el de Mendelssohn viene a durar lo mismo), ni por un supuesto desequilibrio que lleve a la orquesta al papel de mera comparsa (aquí la orquesta tiene tanto protagonismo como en el de Brahms), ni mucho menos porque resulte una pieza fácil de escuchar (que no de tocar). No lo sé. El caso es que me alegré muchísimo de asistir a una interpretación tan maravillosa como la de hoy. Me bastó la entrada serena y profunda del armenio Sergey Khachatryian (Ereván, 1985) para intuir que la cosa iba en serio: el sonido de su Guarneri no es especialmente grande (y, para mí, tiene un punto de extraña acidez), pero Khachatryan toca con aplomo y sin aspavientos, se sumerge en los pasajes líricos con expresividad contenida, y se emplea con técnica infalible en los momentos virtuosísticos.

Por su parte, Litton se aplicó para envolver a su solista con un sonido rico pero no aplastante (dos tercios de la cuerda en el escenario), atendiendo a los detalles pero sin escatimar poderío en los tutti –que los hay, y preciosos, en cada uno de los tres movimientos-, y sobre todo exhibió una importante cualidad como director de ballet que es: saber esperar a que Khachatryan terminase una frase (y conseguir que la orquesta esperase con él). Esta no fue una de esas interpretaciones en las que el solista aterriza la mañana de la función y ensaya diez minutos con la orquesta. Así lo percibió un público que escuchó en silencio participativo y luego aplaudió a rabiar, siendo correspondido por Khachatryan con una breve pieza elegíaca de aires caucásicos (cuyo título y autoría un servidor y todo el respetable nos quedaremos sin saber).

Otra demostración de la alta estima en que la Sinfónica de Galicia tiene a Litton es que le dejasen tocar la Quinta Sinfonía de Prokofiev, una de las joyas del género en todo el siglo XX, en la que además no se puede escatimar en medios. Litton no desaprovechó la ocasión. Al primer movimiento supo sacarle el carácter sombrío y ominoso que anuncia la cuerda grave, hasta llegar a esa conclusión estruendosa. Para lograr el pulso del Adagio, Litton –perro viejo- marcó en tres tiempos la anacrusa y los dos primeros compases, y después continuó batiendo a uno: objetivo cumplido para que no resulte cargante un movimiento muy arriesgado. Y en los otros dos tiempos, tan bailables, Litton estuvo en su salsa: qué ligereza en el segundo tema del Allegro marcato a cargo de las violas –y qué sutil la percusión sincopada que lo propulsa-; y qué control en el desenfreno del Finale, sin quitarle brillantez.

La orquesta estuvo a su mejor nivel: agilidad en las cabriolas de los primeros violines manteniendo el empaste; la madera incisiva y precisa; el metal poderoso y redondo (esas trompas son todo un orgullo, y el primer trompeta Manuel Fernández ha demostrado ser un digno sucesor del fallecido John Aigi Hurn); y a fe que los percusionistas liberaron endorfinas a placer. La contrapartida estuvo en que la triste acústica del Palacio de la Ópera se hace todavía más triste en una obra como ésta, que necesita como pocas un espacio bien aireado y una reverberación generosa para apreciar sus cualidades tímbricas.

El público –junto con la orquesta- aplaudió entregado, de modo que esta noche Litton se volvió a ganar la invitación para el próximo curso, y confío en que la acepte. Quienes siguen también invitados son un veinticinco por ciento de los abonados de los viernes que, del virus a esta parte, todavía no han regresado (antes era casi imposible encontrar una entrada y ahora las compro sin dificultad). Lo cual es una verdadera lástima.

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