Francia
Libreto y música: la intensidad de la tragédie lyrique
Francisco Leonarte

Los amantes de la lírica no solemos prestar
mucha atención a los libretistas. Con raras excepciones (que han acabado por
convertirse en tópicos, como Da Ponte o Boito), es casi costumbre criticar los
libretos de ópera, como si fueran un mal necesario...
Sin embargo, un buen libreto es esencial para
una buena ópera. Entendámonos, un buen libreto puede a veces resultarnos
un poco ridículo, pero bueno será si, por su sentido del espectáculo,
proporciona, por una parte, al compositor, fuentes de inspiración variadas y
adecuadas a su vena creadora, y por otra parte, al público, material suficiente
para que el interés no decaiga. Por poner un ejemplo casi paradigmático, el
libreto del Trovatore por Cammarano y Bardare sobre la obra de García
Gutiérrez puede parecernos hoy pueril, tirado por los pelos y un punto confuso,
pero su riqueza de situaciones y de sentimientos, su ritmo, son tales que Verdi
pudo crear melodías inmediatamente cautivantes y que el espectador no se aburriera un minuto.
De hecho, durante todo el periodo barroco
francés, por ejemplo, el libretista fue considerado a la misma altura, si no a
altura superior, que el compositor. Y la música debía estar atenta a los
matices e inflexiones de la palabra, revistiendo los recitativos casi tanta
importancia como las arias...
En cualquier caso tengo la firme sensación de
que Zoroastre de Rameau no sería la obra maestra que es sin el estupendo
libreto de Cahusac. Y digo obra maestra porque se sale de los cánones de su
época, anticipando incluso la revolución de Gluck con su fuerza dramática
(impresionantes la obertura o todo el cuarto acto), con sus recitativos
cargados de expresividad, desdibujando la separación entre aria, arioso
y recitativo, con sus innovaciones armónicas (sello de Rameau), todo ello
gracias justamente a un libreto muy particular.
Un libreto que abandona, por primera vez en la tragédie lyrique francesa, el prólogo impuesto por el modelo de Lully. Un libreto eminentemente filosófico que se centra no en una intriga amorosa, sino más bien en una intriga político-religiosa, la reconquista por Zoroastro y su dios verdadero, del pueblo sometido a Abramane y sus falsos dioses (los falsos son siempre los dioses del que pierde, ¿no es así? Al parecer la verdad de una divinidad se demuestra ganando guerras ...)
Un libreto que comienza por una escena de lucha por el poder y de
confabulación, la escena entre los dos malvados, Abramane y Erinice,
dignos antecedentes de Tellramund y Ortrud del Lohengrin de Wagner, de
Macbeth y su Lady de Verdi/Shakespeare-Piave, o del falso Dimitri y Marina del Boris
Godunov de Mussorgsky/Pushkin. Un libreto pues con múltiples efectos
dramáticos, aun sin la complejidad psicológica de otras obras -porque los malos
son malos, y los buenos son buenos, cosa casi natural en una obra sobre
Zoroastro (o Zaratustra), con su marcada dicotomía entre bien y mal, y
fuertemente inspirada por la filosofía masónica-.
Asistíamos en este concierto, además, a la
versión primera, la de 1749, tal y como fue concebida en principio por
Rameau/Cahusac que luego se sintieron movidos a remozar la ópera para asegurar
el éxito de la obra en 1756, limando sus aspectos novedosos y añadiendo más
acción y más intriga amorosa.
Pues bien, el concierto hubiera podido
quedarse en mera curiosidad si no hubiera estado servido como la obra
maestra merecía.
Intérpretes de postín
Escuchábamos por primera vez a Gwendoline
Blondeel (Céphie, Cénide) y a Marine Lafdal-Franc (Zélise, une fée, une furie).
La primera, un timbre fresco de soprano, voz siempre bien manejada y cargada de
armónicos; la segunda, de voz algo más oscura, un punto menos brillante
armónicamente, pero ambas con inteligencia y sentido del estilo para una serie
de pequeños papeles a los que dieron relevancia. Caso similar al de David
Witczak, que cumplió con creces en todos sus cometidos.
Mathias Vidal, bien conocido y apreciado por
los amantes del barroco francés (y no sólo), volvió a mostrar su facilidad en
ornamentaciones y en el registro agudo en varios pequeños papeles. Por su
parte, Véronique Gens volvió a mostrar su clase como cantante y su inteligencia
dramática, esta vez haciendo de mala, logrando dar mala leche a
su personaje sin jamás perder el arte del canto ni tirar hacia verismos sin
sentido : un lujo siempre, Véronique Gens, que sabe sacarle partido a
todos sus personajes.
Tassis Christoyannis, que apenas una semana
antes había encarnado con mucha emoción el complejo Agamenon en Iphigénie en
Aulide de Gluck, encarnaba esta vez el más básico Abramane, el malo que
adora a los dioses malos y que sólo quiere engañar y someter a los
buenos, teniendo como único motivo el despecho amoroso. Algo apurado en el
registro grave durante el primer acto ante las tesituras inclementes de los
basse-taille del barroco francés, en el cuarto acto -Su acto- brilló por su
dominio del estilo, su facilidad de emisión y su sentido del fraseo.
Hablando de facilidad de emisión, envidiable
la de Jodie Devos y su siempre bonita voz y su asombrosa facilidad de
coloratura. Su personaje no tiene mucho que rascar (ése puede que sea el
auténtico defecto de este libreto, los personajes son más bien planitos, pero
al menos los de malo dan siempre más jugo), una princesa guapa y
buena que sufre y que está contenta y que está enamorada del galán que la
quiere. Así que, bueno, Devos cumple y canta muy bien, y punto.
Van Mechelen, lo vengo diciendo desde que lo
escuché hace unos cuatro o cinco años, es un señor tenor. Volumen, estilo,
autoridad, dominio del fraseo y de las ornamentaciones, perfecta
inteligibilidad. Hace un Zoroastre dueño y señor de su religión, de su pueblo y
del público entero, con bonitos momentos de gran expresividad.
Pero quien de verdad nos fascinó a todos fue
el director de orquesta, Alexis Kossenko, un francés (sí, sí, nacido en Niza)
que después de fundar su conjunto barroco, Les Ambassadeurs, lo ha fusionado
con el conjunto fundado por Jean-Claude Malgoire en 1966, La Grande écurie.
Quien esto escribe siempre desconfía de los directores demasiado demostrativos,
de los que saltan y hacen grandes gestos, pero lo cierto es que los grandes
gestos y el baile de San Vito de Kossenko son tremendamente eficaces, porque
consiguió desde la primera nota que su conjunto estuviese electrizado,
respondiendo a la velocidad de la luz a las instrucciones del director que no
olvidaba entradas ni tempi ni matices, dando vida a una música con muchos
momentos amables (danzas y divertimentos son obligados en la ópera
francesa desde Lully hasta Massenet) pero con muchos otros cuajados de
auténtico genio.
A destacar, entre los pupitres de la orquesta,
además del buen trabajo de los violines, de las maderas (se trata además de la
primera obra en que se introducen clarinetes), el riquísimo trabajo de la
percusionista, sacándole matices a la pandereta, a la vara de cascabeles, al
triángulo, a los distintos timbales y tambores...
El Coro de Cámara de Namur, perfectamente
empastado, de bonito sonido, expresivo ... No se puede pedir más.
Si además de tanta musicalidad de todos los
cuerpos y solistas, añadimos que la música bebe del texto, subrayando sus
movimientos, que la orquesta nunca cubrió a los cantantes, y que estos fueron
casi siempre de una inteligibilidad ejemplar, comprenderán ustedes que allí, a
pesar de tratarse de una versión de concierto, hubo teatro. Buen teatro
y magnífica música. Que es lo que pedimos a toda ópera, ¿no ?
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