Alemania
Del fastidio al gozo
J.G. Messerschmidt
Es más que sabido que el Tercer concierto para piano de Rachmaninov requiere del intérprete una gran pericia técnica y un no menor derroche de energía. Y tampoco hace falta recordar que, como todas las obras de su autor, es una pieza impregnada de intensa emocionalidad. Pero existe asimismo otro factor capital que se debe tener en cuenta: el ideal de toda gran obra musical, especialmente romántica, consiste en la articulación de un discurso fluído, al que se llega por medio de una visión orgánica de toda la pieza, cuyas partes no son episodios aislados, sino un engarce de temas expuestos, desarrollados, variados y a veces oupestos unos a otros de modo que formen una especie de "narración" unitaria, un "cuerpo" cuyos miembros están organizados conforme a un plan "anatómico" que no permite la fragmentación.
En el romanticismo uno de los medios predilectos para lograr este fin es la cantabilidad. Existe una analogía entre el carácter discursivo de la obra musical a partir del barroco, y en especial durante el romanticismo, y la organización del discurso literario, particularmente en relación al género más difundido y apreciado en estos siglos: la novela. Conciertos como los de Rachmaninov pueden ser entendidos como novelas en primera persona, con sus diálogos y sus relatos, en los que el piano es el protagonista-narrador.
Hace unos días reseñábamos una versión del Primer concierto de Rachmaninov en la que el pianista fue incapaz de adecuar su interpretación a estos parámetros, destruyendo así el edificio musical erigido por el compositor. En el concierto que aquí reseñamos nos encontramos con un solista muy diferente. Técnica, pulsación, fraseo, acentuación, uso del pedal, etc. revelan a un artista de calidad y capacidades muy apreciables. Pese a ello Seong-Jin Cho se muestra incapaz de configurar una interpretación del concierto adecuada y conforme a los parámetros románticos que hemos enunciado.
En su versión falta la continuidad. El concierto aparece como una sucesión de pasajes poco conectados entre sí, como si se tratara de grupos fragmentarios de teselas que no llegan a formar un mosaico. Los grandes, a veces exagerados contrastes que plantea el solista, no configuran una unidad, sino que aparecen como entidades más bien aisladas.
Tampoco desde el punto de vista puramente estilístico el enfoque de la obra es afortunado. El tema principal del primer movimiento, que es el núcleo de toda la obra, es expuesto con una lentitud y un pianissimo que lo desvirtúan. En otros pasajes, en cambio, Seong-Jin Cho cae en un desbocamiento que no guarda relación con la extrema languidez anterior. Su interpretación es tan caprichosamente subjetiva que resulta exasperante. En los pasajes líricos sólo encontramos desvanecimientos y agónicos suspiros chopinianos; en los exultantes se asoma un Liszt tópicamente frenético. Pero Rachmaninov está ausente.
La dirección orquestal de James Gaffigan parece lastrada por los desaciertos del solista y tampoco llega a hallar del todo el estilo del compositor. El público, cegado por tanta pirotecnia pianística, aplaude y aclama, pero tampoco falta algún muy comprensible abucheo, cosa inaudita en un concierto sinfónico en esta ciudad. Como bis el pianista coreano quiso, al parecer, interpretar el Momento musical en fa menor op. 94 nº 3 (D. 780) de Franz Schubert, pero lo que salió de sus manos fue un muy desmayado y tuberculoso Chopin.
Así habló Zaratustra es una de las obras magnas del catálogo orquestal de su autor. Hay en muchas obras de Richard Strauss una extraña combinación de universalidad y compleja intelectualidad, por una parte, y de localismo en el que se refleja de modo incomparable el paisaje y el 'genius loci' de las comarcas prealpinas y alpinas del sur de Baviera. Tal conjunción, curiosamente, se da también en esta transcripción musical de la huella dejada en Strauss por el libro homónimo de Friedrich Nietzsche. Ello pone las cosas muy difíciles a la orquesta, si lo que se pretende es recoger las diversas e intrincadas facetas de este poema sinfónico.
Es imposible imaginar un instrumento más apropiado para la interpretación de esta música que la Orquesta de la Radio de Baviera. Este conjunto sigue poseyendo una insuperable calidad tanto técnica como artística y un carácter personal, individual, que se mantiene inalterado en una época en la que la globalización ha logrado una cierta uniformidad internacional en buena parte de las orquestas de alto nivel.
En la obra que reseñamos la excelencia de este conjunto se manifiesta con especial intensidad. Se diría que la obra fue compuesta pensando en estos músicos. El empaste de las cuerdas es total, sin atisbo de fisura; las maderas poseen una precisón y una claridad igualmente extraordinarias; los metales son simplemente supremos; la percusión no va a la zaga. En conjunto el sonido surge oscuro, homogéneo, potente, aterciopelado, envolvente; y al mismo tiempo transparente con un estupendo equilibrio de planos sonoros y diáfana diferenciación tímbrica.
La dirección de James Gaffigan, que substituyó a Zubin Mehta, es una muy agradable sorpresa. Este muy competente e inspirado director, demuestra poseer un serio dominio del lenguaje de Strauss. Con tiempos y fraseo irreprochables, rica y bien dosificada dinámica, y con un justo equilibrio de contención y empuje expresivos consigue una versión coherente, monumental, pero refinada, concentrada, densa en lo musical y en lo conceptual. En resumen, un superlativo placer estético y sensorial para el oyente.
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