España - Galicia
Y nos dieron la una, las dos, y Rach 3
Alfredo López-Vivié Palencia

El programa de mano decía que el concierto tendría “una duración aproximada de 95 minutos, con pausa”. Pasados 75 de esos 95 minutos, todavía no había comenzado la segunda parte, y naturalmente nos dieron las uvas. Una cosa es presumir de que los españoles salimos a cenar cuando en el resto de Europa se van a dormir, y otra que nos empeñemos en horarios disparatados: no se puede dar un concierto tan largo entre semana comenzando a las ocho y media de la noche, que algunos madrugamos; y si por lo que sea no es posible empezar más temprano, por lo menos hay que procurar terminar antes. Así que, por favor, conciertos más cortos y sin intermedio.
De todos modos, mereció la pena. El Concierto en Re menor de Rachmaninov es conocido como “el concierto de los elefantes”, porque -según dicen- se precisa la memoria de ese paquidermo para aprendérselo. Sin duda: don Sergei compuso esta obra a su medida y para su propio lucimiento, que entonces sólo estaba a su alcance y hoy al de muy pocos. Pero la comparación también tiene que ver con el tonelaje del animal: por las mismas razones, a la obra le sobran muchos compases (para mí, un tercio de ellos) y acaba resultando cargante. La inagotable vena melódica del compositor se hace interminable (cuántas repeticiones), y el virtuosismo por sí mismo termina aburriendo (qué necesidad hay aquí de una cadencia, cuando toda la pieza es tan difícil).
Aunque si el solista sale bien parado, el éxito está asegurado. Y el ruso Denis Kozhukhin (Nizhni Novgorod, 1986) salió más que airoso: diría que las dio todas (si alguna se quedó en el tintero, no se notó), y todas las dio con una seguridad pasmosa (no es un pianista de los que te hace sufrir, y eso se agradece); su toque es claro (los borrones sonoros son culpa de Rachmaninov), y cuando la partitura lo pide (es decir, continuamente), despliega la fuerza suficiente como para que la orquesta no le tape; y si su fraseo me pareció tirando a frío, pues casi mejor, para hacer la cosa un poco más digerible. Paul Daniel y la Real Filharmonía de Galicia no siempre acompañaron a tiempo, sobre todo en el primer movimiento, pero en la conclusión sí estuvieron a la altura.
Lo dicho, ovación garantizada. Correspondida no con una propina, sino con dos: la primera una marcha fúnebre inequívocamente rusa; la segunda un estudio de carácter acuático en su variedad manantial o fuente. Como de costumbre el solista no las anunció, y como de costumbre un servidor tampoco las identificó. Unos buenos y sabios amigos me chivaron que esas piezas llevan la firma de Chaicovski y de Grieg, respectivamente.
Para escribir Fairytale Poem (1971) Sofia Gubaidulina se inspiró en un texto de origen checo que relata el deseo frustrado de una tiza de dibujar cosas hermosas en la pizarra, hasta que acaba en las manos de un niño aunque demasiado tarde porque está a punto de desgastarse (insisto: ¿por qué diantres toda la música contemporánea tiene que ser programática?). Doce minutos para orquesta de tres flautas, tres clarinetes, marimba, vibráfono, piano, arpa y cuerda muy reducida, en los que Gubaidulina emplea un lenguaje difícil con texturas diáfanas, y en los que pasa de un chillido que habría espantado al mismísimo Hitchcock a la más sutil desintegración sonora. La pieza me dejó indiferente, pero si percibí todas esas cosas en lo que fue mi primera audición, es porque Daniel y la orquesta la tocaron estupendamente.
Si no recuerdo mal, sólo había escuchado una vez en vivo la Novena Sinfonía de Shostakovich, en Barcelona y a cargo de la tristemente extinta Philharmonia Hungarica con Uri Segal. En el reencuentro de esta noche he disfrutado tanto como entonces. Porque la obra es breve, compacta y llena de contrastes, y su audición es placentera sin necesidad de cavilar sobre las intenciones del autor al componerla. Y porque Daniel y la Real Filharmonía la interpretaron de forma impecable: sonido grande y limpio, tiempos justos, empaste inmaculado (qué primeros violines), planos sonoros en su sitio, y exhibición de todos y cada uno de los primeros atriles (desde el fagot –Daniel le dejó a su aire en el solo del tiempo lento, y se despachó a gusto y con gusto- al clarinete –teniendo en cuenta las mil cabriolas que le depara la partitura me parece un milagro que sólo se atragantase al comienzo del Presto-, pasando por el panderetero –que con buen criterio se hizo dueño del Finale-). Qué bien le sienta esta obra a la orquesta santiaguesa, qué gusto escucharla así, y qué satisfacción participar de la ovación del público (en el que, por descontado, ya no estaban los estudiantes de piano que habían asistido a la primera parte: allá ellos).
Y sí, ya sé que la noticia de hoy era la designación del suizo Baldur Brönnimann como nuevo director musical de la Real Filharmonía de Galicia con efectos del próximo mes de enero (es la única orquesta que conozco que contrata a sus directores por ejercicios presupuestarios y no por temporadas). Ya habrá ocasión para hablar de él cuando esté en el ejercicio de su cargo; por de pronto, que sepa que le vamos a exigir, como mínimo, el nivel artístico de esta noche.
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